Hubo un tiempo, en mi
juventud, en que me dio por estudiar el esperanto al considerarlo como el
paradigma adecuado para acabar con la
Babel de las lenguas, por el que nos entenderíamos todos los
hombres, en cualquier tiempo y lugar.
Pero pronto me desengañé y
abandoné. Nadie (salvo cuatro utópicos como yo) estaba dispuesto a renunciar a
su lengua, que era su vida, como si estuviera incrustado en sus genes.
Ser cabeza de ratón era más
sugerente que ser rabo de león.
Igualmente, hubo un tiempo en
que me dio por pensar en la posibilidad de unificar todas las religiones en una
sola. Bastaba con prescindir de las particularidades de cada una y que todas
asumieran el fondo común que subyace en todas ellas y que podía resumirse en
dos principios: el Amor y la Fraternidad. Y
sin mediadores, sin templos, sin iglesias como instituciones de poder.
Cada uno hablaría con su
dios, directamente, en cualquier parte, de tú a tú.
Pero, también, muy pronto me
desengañé, porque nadie pensaba como yo.
Para cada adepto a una
religión, su religión no es “una”, sino “la religión”, la “única religión
verdadera”. Y esto, ya, comenzaba a ser un peligro.
Luego caí en la cuenta de que
la diversidad religiosa es riqueza, siempre que, además de “respetar” a todas
las personas, por el mero y simple hecho de ser personas, se “toleraran” todas
las creencias religiosas, en un plano de igualdad.
Dicen los expertos que son
más de 100.000 religiones las que ha habido desde que el hombre apareció sobre
la tierra.
Además de los “ateos
religiosos” (lo que no es una contradicción, porque una cosa es “Dios” y otra
muy distinta “la Religión ”), también están
los “agnósticos creyentes”, así como los “cristianos anónimos” (cristianos sin
Iglesia), que simpatizan con aquel Jesús de Nazaret, el auténtico, el original,
no el que nos han trasmitido manipulado.
Un “Dios Único” es algo
absurdo.
Hay tantos dioses como
creyentes. Cada persona le pone cara a su Dios.
Y es verdad que la
multiplicidad de religiones ha dado lugar a guerras feroces, a cruzadas
absurdas, a anatemas y excomuniones recíprocas.
No voy a recordar las
barbaridades cometitas por el cristianismo desde el mismo momento de su
aparición, en el siglo IV hasta ayer mismo. Y ya no sólo contra los desviados
(herejes, aunque fueran “los puros”, los cátaros) sino sobre cualquier
científico que cuestionara la verdad de la Biblia (palabra de Dios).
Y no tengo que recordar que,
ahora mismo, mientras estoy escribiendo estas líneas, una facción del Islamismo
(no confundir, ¡por favor¡ a los “islamistas”, fanáticos, con los “islámicos”,
pacíficos) está sirviéndonos, con el desayuno, las decapitaciones cotidianas de
infieles, que son todos aquellos que practican otra o ninguna religión.
Cada religión, en su ámbito
geográfico e histórico, siente la tentación de considerarse la única inspirada,
la mejor de todas, la única religión verdadera, digna ella sola de ocupar todo
el espacio.
El concepto de “religión
verdadera” es un sinsentido o un contrasentido.
Ninguna religión es verdadera,
como ninguna religión es falsa. Las categorías de “verdad” y “falsedad” son
ajenas a las religiones, como “el amor” es ajeno a las piedras, aunque hay
piedras y hay sentimiento amoroso.
El objetivo de toda religión
no es la “verdad” de sus contenidos, sino la “felicidad” de sus adeptos.
Pero han sido las “tres
religiones del libro”, las monoteístas, las que más belicosidad han mostrado (y
alguna sigue mostrando) a lo largo de la historia.
La realidad es que más que
“guerras de religión” han sido “guerras de poder”, “guerras de dominio”.
Si toda religión nació para
mitigar el dolor de los hombres y para dar respuestas a sus urgentes preguntas,
en cuanto se acercaron al poder, se amancebaron con él, incluso poniéndolo a su
servicio.
El “vamos a llevarnos bien”,
para beneficio mutuo, parece haber sido el lema puesto en práctica por “todas”
las religiones.
Y lo curioso (y lo triste a
la vez) es que todas las religiones cuentan con elementos comunes y universales
(la paz, el amor, la fraternidad, la justicia, el deseo de una vida eterna y
feliz, más allá de la muerte,…)
Pero plasmar eso en una
“única religión”, en una especie de “esperanto religioso”, más que una utopía
es una quimera.
Todas las iglesias nacen con
espíritu universal, al supervalorar su producto y considerarlo el más digno de
ser universalizado al compararlo con los demás, pero acaban por convertirse,
más pronto que tarde, en algo individual, no sin antes haber dejado sangre por
el camino.
La globalización, que ha
tenido y tiene tanto éxito, fundamentalmente en los campos económico,
científico y tecnológico, ha llevado a muchos a pensar (a mí, en otro tiempo)
en que, quizá, también podría llevarse a término la “globalización religiosa”.
Está globalizada la forma de
vestir, la gastronomía, la moda, el aparataje tecnológico, la filosofía, la
literatura, las artes,…
Es posible, ahora mismo,
estar y entrar en contacto con lo no nuestro, y estimarlo valioso.
Pero conocerlo y estar en
contacto no es “unificarlo”, ni la filosofía ni las recetas culinarias, sería
una pobreza tanta monotonía.
Lo que sí ocurre es el
sincretismo, generalmente positivo, al tomar lo que del otro y de lo otro se
considera bueno.
No hay, ni ha habido,
religiones “puras”. Ninguna religión ha sido creada partiendo de cero, sino que
han ido formándose con y sobre los sedimentos de otras anteriores, apropiándose
de algo, prescindiendo de algo, y formando el nuevo producto.
Todas están más o menos
contaminadas, para bien o para mal.
¿Qué es el solideo de Papas
(“Sumos pontífices”), Cardenales y Obispos sino herencia de la religión judía?.
Sin contar con el ropaje y la
parafernalia papal, sino rastros, huellas, vestigios de los Emperadores
(“pontífices” = “hacedores de puentes”) romanos?
Lo que sí es positivo es el
denominado “diálogo” entre ellas, cuando, en realidad, son monólogos paralelos,
yuxtapuestos, pero, al menos, es la confesión consciente de que ninguna de
ellas es poseedora de TODA la verdad.
Igual que no existe LA
estrella, sino muchas estrellas, aunque alguna brille más que otras. Y son
todas ellas las que originan la armonía y belleza nocturna de los cielos.
Cada religión ha nacido como
respuesta a una necesidad concreta, a un exigencia de un grupo social, en un
determinado contexto histórico y temporal, con una función especial,… por eso,
al cambiar los contextos muchas mueren y otras sobreviven transformándose,
cogiendo de aquí y de allá.
Igual que no se puede
legislar para el mundo entero, por las idiosincrasias particulares, tampoco
puede haber UN catecismo único, ni UNA liturgia única, ni UNOS mandamientos
únicos, cuando los problemas de allí nada tienen que ver con los problemas de
aquí.
Ya lo había dicho Voltaire:
“UNA SOLA RELIGIÓN, OPRIME;
DOS, SON LA GUERRA ;
MUCHAS SON LA POSIBILIDAD DE
LIBERTAD”.
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