Ahora que está tan de moda la
autoestima (tanto la baja, como la alta) deberíamos ser conscientes de que la
autoestima es un cruce de dos caminos:
1.- La valoración que
recibimos de los demás (cómo nos ven los otros) y
2.- La valoración que nos
damos a nosotros mismos.
Si son totalmente opuestas
dichas valoraciones se produce un desequilibrio psicológico que hiere. Ni 80
-20, ni 20 – 80. Lo ideal sería 50 – 50, o 100 – 100. Pero incluso en este caso
puede ser “autenticidad” o “hipocresía”.
Pero cuando incluso uno de
los sumandos es superior al otro, siempre es posible modificarlos, rectificarlos.
La mejor forma de valorarse a
sí mismo es aceptarse como se es. Alto-bajo, gordo-flaco, viejo-joven, guapo-no
tan guapo (no quiero decir “feo” porque: 1.- No hay mujer fea y 2.- Al varón le
basta con ser lo suficientemente poco feo para poder ser querido.
Una vez aceptado como se es,
repetir, conscientemente, actos positivos, para ir creando hábitos
(inconscientes) y conseguir, así, un carácter, una forma de ser valiosa.
Una vez conseguido esto,
abandonar, huir del auténtico enemigo de la felicidad, el egoísmo.
El egoísta sólo conoce el yo,
mi, me, conmigo, para mí, y, si aún sobra algo, también para mí.
Sólo querer recibir es estar
abonado al premio seguro de la infelicidad.
El egoísta ve el mundo sólo
como posibilidad de posesión. Juzga todo y a todos según el único criterio de
la utilidad. Pero la persona, siempre, es fin en sí misma y no medio para nada
ni para nadie.
Pero no hagamos equivalentes
“egoísta” y “amarse a sí mismo”. Debemos amarnos, mucho, a nosotros mismos para
poder amar, de la misma manera, a los demás.
Hasta el 10º Mandamiento de
la ley de Dios nos lo recuerda: “amarás al prójimo (al otro) como te amas a ti
mismo”, dando por supuesto que cada uno se ama, mucho, a sí mismo. ¿Cómo, si
no, vas a amar a los demás?
El que se ama a sí mismo no,
por eso, tiene que ser egoísta. Al revés, en el placer de amar al otro, de dar
y darse, de entregarse, se incrementa el valor de uno mismo (que se lo
pregunten a las madres)
Deberíamos decir, incluso,
que el egoísta es un pacato, un encogido, que no sólo no se ama demasiado, sino
que se ama muy poco.
El cristiano habla del “amor
agapático”, el placer de dar, o mejor compartir.
Durante mucho tiempo afirmé
que el cristiano era un egoísta si, cuando obra, sólo piensa en el premio
eterno que le espera. Mucha recompensa (la eternidad) para tan poco mérito
(temporal).
Después, cuando me fijé en la
vida de algunos santos (aunque no estén canonizados, ni en los altares), me
refiero a San Vicente Ferrer y la donación de su vida para disminuir el mal y
la pobreza en la India ,
no dando, sino “dándose”, “perdiéndose para encontrase”, “anonadándose para
plenificarse”, “arruinándose para enriquecerse” y sin pensar en el cielo, sino
en la tierra,….
Como canta Revólver: “no hay
droga más dura que el amor sin medida”, éste si que es adictivo.
Este cristianismo vivido, al
margen, incluso en contra de la
Iglesia establecida, coincide con la entrega, por motivos
meramente humanitarios, de tantos cooperantes y filántropos. Se les dará el
cielo (si existe), por añadidura.
Es “La Peste ”, de A. Camus.
Tengo una camiseta, comprada
en el Instituto, y que llevo al gimnasio, con una leyenda: “¿Quién iba a
decirnos que, después de intervenir en tantas guerras, iban a darnos el Premio
Nobel de la Paz ”?
(Firmado: “Médicos sin fronteras”).
Me gustaría tener esta otra
camiseta: “¿Quién iba a decirnos que, tras tantos años combatiendo epidemias,
los enfermos iban a enseñarnos que lo más contagioso es la risa?”.
¿Y qué decir de “Los payasos
sin fronteras”? (aunque los que nunca hemos pasado hambre no podemos saber si
con el estómago vacío uno puede reírse).
Ayudar al otro es ayudarse a
sí mismo. “Dar” no es “perder” sino “compartir”.
El Bien es como la Verdad , algo difusivo.
Al enseñar al otro una
verdad, el que la entrega no la pierde, sino que la multiplica.
Igualmente con el amor, el
que da recibe lo dado multiplicado.
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