LA PIEDRA LIPE.
En el mes de septiembre, antes de irme a Salamanca a estudiar, todos los años, traspaleábamos los dos muladares que teníamos, en el camino de Villargura. Se trataba de ir aireando la basura, primero clavando el arpón, después echando hacia atrás la basura, con la horca de hierro, la de 4 ó 6 garfios.
Al día siguiente cargábamos el carro y lo llevábamos a las tierras de barbecho, dejándolo en pequeños montones, a unos 20 metros de distancia unos de otros, para que, previo a la siembra, desparramásemos, primero con la horca y luego, rebañando con la pala, para que todo el terreno a sembrar estuviese estercado (estercolado) de manera regular. De lo contrario se notarían, luego, los calveros en los sembrados.
Por la noche, antes de la cena, en el sobrado, con una ceranda (zaranda) o criba, de piel de oveja agujereada, seleccionábamos el trigo, que serviría de simiente, para el día siguiente. Unas dos fanegas diarias, para dos huebras de tierra.
Solía ser trigo monegro o candeal, aunque a veces también era pané o álaga,
En ese mes de septiembre, en mi casa, estaba prohibido tirar los orines, de la noche.
Los orinales, bien debajo de la cama, bien en la puerta de abajo de la mesilla, a la mañana siguiente estaban más o menos llenos. Los echábamos, todos en una herrada o cubo de latón.
En ese cubo, con esos orines, le echábamos la piedra lipe, un sulfato de cobre, que previamente había ido a comprar a la droguería del Sr. Esteban el fraile. Era de color azul y tenía formas irregulares, como pedruscos.
(Luego, mucho tiempo después, supe que la piedra lipe, más que un insecticida era un fungicida y un algicida, para que no le entrase la niebla (una peste que hace que el trigo, y el cereal en general, no grane). Es un producto ecológico, pero no es inocuo. Es dañino para los animales acuáticos, Además, es acumulativo en el ecosistema, a lo largo de la cadena trófica y en el cuerpo de los animales terrestres, en los riñones, atrofiándolos a largo plazo).
Se diluía la piedra lipe en los orines y, con un escobajo, íbamos hisopando (¿existe este vocablo?) el montón de trigo seleccionado. Una vez que, tras moverlo y removerlo, estaba todo empapado, lo tapábamos con un costal viejo, para que “el olor no se le fuera” y quedara todo bien sulfatado.
Quedaba así toda la noche. Por la mañana, temprano, el trigo se había hinchado y era el doble de gordo que antes de encalarlo, la noche anterior. Con la media fanega lo metíamos en costales y los poníamos encima de la burra, que acompañaba a mi padre al campo, junto a la pareja de bueyes armuñeses (lentos como ellos solos, pero muy potentes).
En un sembrador, al hombro, mi padre iba sembrando (esparciendo) el trigo. La melga, entre una ida y una vuelta, era de 12 cerros (surcos) y tenían que cruzarse los puñados, para que todo estuviera perfectamente repartido.
Era un arte la siembra. El que lo hacía mal (más cantidad en unas partes que en otras) se notaba, cuando el trigo crecía, y era testigo acusador durante todo el año. La gente se reía del mal sembrador.
Se tapaba a surco, no a manta.
Luego, durante el año, había que aricarlo dos veces. Además, en primavera, había que escardarlo, quitándole los jolios (hierba), que les echábamos a los conejos, y cortar los cardos, con una hoz en la mano derecha y una horquilla, de palo largo, para no tener que agacharse, en la izquierda. Se sujetaba el cardo con la horquilla y, por debajo, metíamos la hoz, lo cortábamos y lo poníamos en el valle, de lo contrario, al segar, se nos clavarían los pinchos en las manos, a pesar de llevar dediles, para no cortarnos con la afilada hoz, en la mano izquierda.
LA BOBOLINA
En mi casa se practicaba una economía de autosuficiencia. Se compraba poco en la tienda-droguería del Sr. Esteban, el fraile. Bacalao, para los viernes de cuaresma, de cuando en cuando sardinas, chicharros y escabeche, y poco más.
Porque mi madre y mi abuela amasaban todos los viernes. Hacían siete panes grandes, uno para cada día, y tortas, para comerlas calientes, además del hornazo, obligatorio, con chorizo y tocino dentro, para la merienda de los niños (para mis tres hermanos y para mí).
Se amasaba el jueves por la noche, se ponían los panes en una tabla y se les tapaba con una sábana blanca, para que “cogiera el yeldo”.
Quien amasaba, en mi pueblo, tenía la obligación moral de dejar el humiento, que serviría de levadura para el que fuera a pedirlo, cuando fuera a amasar. Yo casi siempre iba a buscarlo a casa de la Srª. Magdalena, la del Sr. Julián.
Teníamos dos hornos, pero siempre usábamos el de la cocina vieja, que era más grande. Yo le traía del corral el pino, para calentarlo. A las no sé cuantas horas lo sacaba mi madre, y quemaba.
Siempre nos decía que no lo comiésemos tan caliente porque, como, además, bebiéramos agua, teníamos el cólico asegurado.
O sea, que pan nunca comprábamos.
¿Fruta?. Mi padre, como he escrito en otros lugares, tenía la costumbre de plantar una viña cada vez que le nacía un hijo. Así que en mi casa estaba el majuelo de Mari, (el del palacio),el de Juani (el de las fuentes) y el de Sito (o sea, yo, Tomá-Sito). Cuando nació el último, José, mi padre plantó dos pinares, que cada año yo le ayudaba a podar y cuya leña sería para el horno.
Así que entre las uvas (que se conservaban encima del trigo hasta el mes de Enero o más), el melonar, que cada año se sembraba, y dos guindos, además de la higuera del corral, poca fruta comprábamos.
La matanza era un rito. Mi padre cebaba 4 cerdos, que eran los pequeños del año anterior (porque los del año que viene ya los teníamos en la caseta, aún pequeños). El más pequeño de los 4, era el porrero, que lo matábamos en Octubre y que, cuando llegaban las Navidades, apenas quedaba algo. Porque en Navidades, con todo el frío y las nevadas de todos los años, matábamos los otros tres, en la casa, naturalmente.
Venían los tíos a ayudar (igual que cuando había que subir el trigo al sobrado). Antes de empezar, los higos secos y el aguardiente eran obligatorios. ¡Cómo entraba el cuerpo en calor¡. Igual que era obligatorio poner la jeta de los cochinos a la lumbre (que ahora llaman barbacoa), y se comía muy caliente, con pimiento picante y un poco de sal.
Matar los cerdos era todo un arte. No daba igual clavarle el cuchillo un poco inclinado hacia abajo (que salía el chorro de sangre hacia arriba y ponía perdida a la mujer que, con mandil blanco, se disponía a recogerla, y removerla, para que no se cuajara, y hacer con ella las morcillas.
El pan duro que quedaba de un día para otro jamás se desperdiciaba. Mi abuela iba migándolo y cada año sacaba más de medio saco. Más las cebollas, que teníamos junto al melonar, y con la sangre de los cerdos, las morcillas, que, para que se curaran bien se colgaban en la chimenea, en unos varales o en puntas, para que se “ahumaran”. Era almuerzo-desayuno obligatorio, en esas madrugadas de frío, hasta que se terminaban.
Igualmente los “farinatos”, a los que los no salmantinos los llaman “pan preso”, porque sus componentes son migas de pan y las gorduras del cerdo, más mucho pimentón, amasado con agua caliente.
Los cerdos, una vez sangrados y muertos había que chamuscarlos, para quemarles los pelos. Lo hacíamos con pajas y junqueras que, en Septiembre, una vez acabado el verano, íbamos al campo a recoger y que traíamos dos o tres cargas.
Como los tres cerdos no daban para todo el año, se mataba una vaca para dos o tres familias. Mi padre siempre mataba “media vaca”, cuya carne era para mezclarla con la del cerdo y hacer chorizos.
Habías varios tipos de chorizos, desde las longanizas (los mejores) a los chorizos normales y a los de callos, que eran los de peor calidad, y que eran los que se echaban en el cocido, con los garbanzos. Además los chorizos gordos y los salchichones, así como el morcón, aprovechando los estómagos de los cerdos.
Mi padre de lo que más sembraba era trigo. Todos los años íbamos al molino del Sr, Pepe, el molinero, de la Orbada, dos veces, para hacer harina.
La cáscara del trigo, la traíamos aparte, en otros costales y se la echábamos a los cerdos y a las gallinas, mezclada con agua caliente.
Lo del “pan negro”, hoy denominado “integral”, era comida de pobres. Así que lo que se comía era pan blanco.
También se sembraba cebada, la suficiente para dar de comer a las dos burras.
Era, casi obligatorio, sembrar lentejas y garbanzos, para autoconsumo de todo el año. ¡Qué dolor de riñones arrancar las lentejas, a mano, antes de inventar lo de la binadora!. La siega de los garbanzos, con los hocines, era horrorosa.
Recuerdo que, al llegar a la punta, yo me tumbaba en la tierra y mi hermana Mary me pisaba los riñones. ¡Qué alivio¡.
Pero las lentejas tenían un problema, que como no se axfisiaran, a los pocos días les salían los gorgojos, y se desperdiciaban. Había que echárselas a los cerdos. Así que, en un rincón de la panera, teníamos un axfisiadero.
Era una pequeña habitación, herméticamente cerrada, con una pequeña abertura, por la que metíamos los sacos de lentejas, hacinados, los propios y los de vecinos y familiares, para aprovechar el espacio.
Nada más introducidos los sacos se iba cerrando, con ladrillos y cemento la apertura hasta dejar sólo un pequeñísimo agujero por el que cupiera una lata, que se colocaba dentro, se le echaba la bobolina (que olía a rayos) y se acababa de tapar todo el axfisiadero.
Como quedara alguna fisura, quedarían mal asfixiadas, y los gorgojos aparecerían, habiéndose estropeado toda la cosecha de lentejas.
(Continuará, no sé cuándo, pero, seguro-seguro, que contnuará)
muy bien ilustrado,para gente castellana de campo
ResponderEliminarcomo valenciano de campo ,te digo que aui era muy parecio el guardar el maiz el arros y otros alimento
saludos campesino