Estoy convencido de que nuestros hijos, cuando realmente nos valoran en lo que somos, es cuando nos hacen abuelos.
Cuando, tras abandonar el palomar, tienen que construir su nido y, sobre todo, mantenerlo en orden, unido y feliz, caen en la cuenta de que sus padres, o sea nosotros, tuvimos, también, que pasar por ahí, en tiempos de penuria y sin tantas facilidades como ellos han tenido y tienen.
Pero el amor no debe exigir reciprocidad.
Se ama por el placer que produce el amar, sin buscar contraprestaciones.
Lo que tienen que hacer nuestros hijos es pasarles a los suyos el reconocimiento y la gratitud que tuvimos con ellos, para que la cadena no se rompa.
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