Confieso que soy agnóstico,
que no soy fiel ni seguidor de religión alguna, que tengo muchos amigos
creyentes, otros no creyentes y algunos crédulos (los respeto a todos por igual
porque son iguales en cuanto personas), admiro a Jesús de Nazaret, al
histórico, no al que han vestido de Dios y lo denominaron y denominan el
Cristo, me seduce el cristianismo primitivo, el recién salido del horno de los
primeros cristianos, aquellos de los que los romanos llegaron a decir: “hay que
ver como se aman”, y no soporto a la jerarquía eclesiástica con su complejo de
superioridad, la voz de su amo, su consideración de pastores como si sus fieles
fueran ovejas necesitadas de prados y abrevaderos.
Tengo en alta consideración
al “cristianismo vivido” tal como lo hacen los que se parten el alma en el
tercer mundo, sin esperar nada a cambio, por el placer de imitar a Jesús de
Nazaret.
Me considero hombre
aristotélico, más racional que inteligente, crítico obsesivo y que meto el
bisturí de la razón en todo lo que se menea por el afán irresistible de “querer
ver claro, de iluminar lo obscuro” para poder decidir, con criterio,
críticamente, si aceptarlo y loarlo o si rechazarlo y vituperarlo.
Mi moral es racional, laica,
pues, sin colorido religioso alguno, lo que si no es digna de alabanza tampoco
es merecedora de desprecio. Es un hecho, no un valor, aunque, para mí sea un
“hecho valioso”.
Soy ajeno a la “papolatría”
de turno y a los jerifaltes de la jerarquía, más amigos de la coacción y de la
imposición que de la tolerancia, se me hacen, si no odiosos, sí incómodos.
La sumisión que exigen a sus
seguidores no va con mi forma de ser.
Si como ciudadano no obedezco,
por placer, las leyes sino que, simplemente, las cumplo y las acato, en el
terreno moral la única autoridad a la que obedezco es a “mi conciencia”,
aunque, siendo recta, sea errónea.
Si la fe debe ser racional,
para ser auténticamente fe, la credulidad, infantiloide, hace tambalear mis
cimientos.
Nada humano me es ajeno, como
tampoco lo es lo divino. Con mi razón como lanza tengo licencia para tocarlo
todo.
La “teología” misma ¿si no se
hace desde y con la razón, desde dónde y con qué se hace?
Todo seglar puede y debe
hacer teología si así lo desea y lo cree conveniente.
¿Desde cuándo es un coto
privado de los teólogos oficiales?
No es posible que alguien
crea lo que la razón condena. Lo irracional nunca puede ser objeto de fe.
No puede haber triángulos
cuadrados ni en el cielo, ni aunque lo revelase un dios.
El gran pecado del hombre no
es desobedecer a Dios (y, por extensión, a la Iglesia y sus vicarios)
sino desobedecer a su conciencia, llevarle la contraria, obrar contra ella.
Nadie, pues, siendo creyente,
está obligado ni a creer ni a obedecer todo lo que digan los jerarcas
eclesiásticos, desde el papa hasta el último cura de barrio.
He dicho y repetido que soy
un “crítico”, que quiero ver claro para optar racionalmente.
Veamos, pensemos, en la Historia.
La “crítica” hizo a Europa.
Primero fue en unos campos y
luego en otros.
Y la religión fue de los
últimos. Aunque más que a la religión fue una crítica a la Iglesia como jerarquía,
como poder, con su Teología oficial, tomista, aunque Santo Tomás fuera un
medieval y no hubieran pasado, ya, varios siglos.
Se produjo el cambio de
paradigma en Astronomía, en Física, en Geografía, en Tecnología, en Historia,
en Geología,… La Crítica
iba invadiéndolo todo y, ante la nueva iluminación, iba superando lo antiguo.
Si el hombre hizo, creó, la
técnica, superando el trabajo manual, la técnica hizo técnico al hombre.
Ahora le tocaba a la Iglesia , a su Jerarquía, a
su Teología, a su “palabra de Dios”.
Al crearse un nuevo mundo se
creó, también, un hombre nuevo.
La imprenta, el libro,
convirtió al hombre, de simple oyente, en lector, como el ferrocarril lo
convirtió en viajero, el posterior avión en pasajero, la radio y la televisión
en oyente y espectador de lo distante y sin moverse del sitio, y la tecnología,
automatizada, convirtió al obrero de mono azul en trabajador de cuello blanco,
sin apenas esfuerzo físico en su trabajo y sí y sólo trabajo mental.
Miramos al presente y
contemplamos cómo la vida se nos ha alargado y está alargándose, pasando de
aquella media de 30 años a la media actual de 70 para arriba.
Y no sólo en cantidad de
años, también en calidad de vida.
La clase acomodada de tiempos
antiguos disfrutaba de una calidad de vida peor, inferior, a la que disfruta
hoy la clase económicamente débil.
Decía Marx que “el mundo es
el cuerpo inorgánico del hombre”, y si ese mundo ha cambiado tanto, también ha
cambiado el hombre,
Y si el hombre anterior
miraba más al arriba del cielo, el hombre moderno ha apostado por el abajo de
la tierra.
Hoy, ya, nadie “muere porque
no muere”. Hoy, nadie quiere morir, nadie tiene prisa en abandonar esta vida
que, si, a veces, es un valle de lágrimas, también, muchas veces, es un valle
de alegrías variopintas y de momentos felices.
Y dudamos (negamos) que Dios
sea el creador de nuestras almas que Él pone en nuestros cuerpos como efectos
de una cópula entre un varón y una mujer.
La parte principal del
hombre, la espiritual, sería divina y la parte material, la mala, la
pecaminosa, sería la humana, el cuerpo.
Hoy, con la razón, hemos
apostado porque la materia, a medida que se vuelve más compleja, da un salto
cualitativo y de lo no vivo, muy complejo, sale, surge lo vivo, aunque fuera,
en un principio, una vida muy simple, pero que a medida que va siendo más
compleja da otro salto cualitativo, a base de pequeños saltos cuantitativos,
evolucionando, hasta hacer surgir la conciencia.
Marx-Engels lo expresaban muy
gráficamente: “el cerebro segrega pensamientos (la materia crea la conciencia)
como el hígado segrega bilis”
El jesuita y paleontólogo
Teilhard de Chardin lo expresa así: “el espíritu no es sino la forma más alta
de la autorrealización de la materia”.
Con lo que, naturalmente, la Iglesia Oficial nunca ha estado
de acuerdo y no ha soltado a Dios en el fenómeno del surgimiento de la
conciencia, del alma, del espíritu.
Sigue siendo agustiniana:
“Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está (vive) inquieto hasta que
descanse en Ti”
Somos un fragmento del mundo
que ha llegado a la conciencia, a ser conscientes de nosotros mismos, a la
libertad.
Pero hubo que esperar al
siglo XX para que un Papa, Pío XII, un intelectual, llegase a afirmar la “sana
y legítima laicidad del Estado” y que “los seglares son hombres ufanos de su
dignidad personal y de su sana libertad”,
incluso que un seglar pudiera “ser elegido Papa”
Pero si la Iglesia oficial, en el
orden teórico, especulativo, sabe que tiene la batalla perdida, en el orden
práctico batalla como nunca. Quiere estar presente en la vida de los
ciudadanos, y no sólo en la iglesia y desde el púlpito, también desde la
enseñanza en las aulas, con su teoría creacionista y con su moral religiosa.
Pero si volvemos a Jesús de
Nazaret, la moral que Él proponía era una moral natural (“el sábado para el
hombre y no el hombre para el sábado”, el “óvolo de la viuda”, la ayuda
“curando a los enfermos”, “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es
de Dios”, “coger espigas del campo si se tiene hambre” (la “vida” como valor
prioritario y superior a la “propiedad privada”)…
¿Y cuál es el objetivo de una
“Ética cívica”? La convivencia social y la paz social, a pesar de los
diferentes credos de las personas.
Ésta es la laicidad que ha
conquistado el mundo actual sin depender nada más que del hombre mismo y de su
razón, sin relación alguna con lo alto ni con el Altísimo, sin autoridad
religiosa intermediaria entre Dios y los hombres, sin libro revelado de por
medio.
El Derecho Natural, hoy, son
los “Derechos Humanos”, productos de la razón, del diálogo y del consenso, y
ajenos (no necesariamente contrarios) a
la fe, a cualquier fe, a cualquier Dios, y que debe ser la guía de todo hombre,
creyente o no creyente.
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