miércoles, 6 de mayo de 2020

FLORILEGIO 10 ( 4 ) DIOS Y SABER VIVIR-SABER MORIR



DIOS.

Si alguien necesita un Dios CREADOR, en buena lógica, debe necesitar un Dios RESUCITADOR.
Además ese Dios, al crearnos imperfectos y poder nosotros desviarnos del camino, debe ser PERDONADOR, no tener en cuenta nuestros fallos, porque Él así nos ha creado.

Imaginarse un Dios Juez neutral, que condene por toda la eternidad, me parece absurdo, al haber sido Él el creador de todos nosotros.

Si hay otra vida de ultratumba, y es eterna y no temporal, todos los hombres deben ser/debemos ser considerados “salvos”.

El ansia de supervivencia eterna es un ansia psicológica.
Nadie quiere “morir del todo y para siempre”.
Pero el hecho de desearlo no puede implicar que sea realidad.

Es la famosa “falacia conativa” de la que habla extensamente Gonzalo Puente Ojea.

El “desearlo” es algo natural, pero de ello no puede concluirse que “lo deseado necesariamente exista”.


SABER VIVIR-SABER MORIR.

La muerte siempre está presente (aunque a veces no seamos conscientes de ello) en el horizonte de la vida de cada hombre como límite último y absoluto o como frontera.

Si es vista la vida como frontera puede esperarse que haya otra vida más allá, al otro lado de la frontera, y si es eterna y bienaventurada, mejor.
Pero si es vista como punto final, como límite último, como límite absoluto, desaparece la esperanza y sólo queda desear que esté lejos, todavía, ese límite último, que dure más la vida, esta vida.

La muerte es algo que nos sucede de manera especial a los hombres, por ser conscientes de ella, de que, al final, llegará la guadaña sin poder evitarla.

Los animales fenecen, los hombres morimos o, mejor, “nos morimos” al ser conscientes de que la vida se apaga.

Tenemos, pues, que aprender a vivir intensamente y lo más felizmente que nos sea posible aunque sepamos que, querámoslo o sin quererlo, no nos libraremos de ella.

Todos los anteriores han muerto y yo, por lo tanto, que soy un hombre como ellos, al final “me moriré”, y me moriré con “mi muerte”.

¿Cuál puede ser el “sentido de la vida” sabiendo que, al final, estará la muerte esperando y nos engullirá?
¿Debemos vivir de cara a la muerte?
¿Debemos irnos acostumbrando a morir mientras vivimos?
¿La vida tiene sentido o es cada uno de nosotros el que tiene que darle sentido a “su” vida  en cada momento?

La vida tiene un “dirección” y al final está la muerte, pero ¿“sentido”?

Tu vida, mi vida y la vida de todos los hombres tienen la misma dirección pero cada uno vive “su” vida como mejor sabe y puede.

El sentido de cada vida es vivir el proceso del vivir, como si nunca tuviéramos que morir.

La muerte es un sinsentido.
Vivir de cara a la muerte sería darle sentido a un sinsentido.

Vivimos en este mundo y, aunque ya sabemos la dirección y la meta, lo que debemos hacer es ir bebiendo la vida, disfrutándola sin pensar en el más allá de la frontera.

La moral humana tiene que ser intramundana, sin pensar en fantasías religiosas que se toman como realidades y no puede dar respuesta a esas preguntas trascendentales, lo que sí hace la religión.

Ante la muerte el hombre sensato no debería ni esperarla ni desesperase ante ella, sino aceptar el final del trayecto y apearse.

Lo que racionalmente es imposible demostrar, la religión expresa la posibilidad de esa imposibilidad, esa zona de desconocimiento.

Yo soy partidario (como muchas veces he dejado escrito) de una religión laica, agnóstica y hasta filosófica, que se enfrente al sinsentido de la muerte apostando por dar un sentido intramundano, y mientras se vive, a la vida.

No sólo hay que vivir, hay que saber vivir para no temer, ni tener que pensar en lo que irremisiblemente llegará.

Mi compañero y amigo, Alfonso, con su agnosticismo resignado, me mostraba su cuerpo, abierto en canal y me decía: “Tomás, esto se acaba ya mismo”.

Una moral autónoma, de respeto mutuo, que le sirve para andar por casa y que le impulsa a construir una sociedad más justa y feliz y sin mostrarse acogotado por lo irremediable.

Recuerdo al filósofo griego: “mientras yo esté, ella (la muerte) no está, y cuando ella esté, yo ya no estoy. Si ella y yo somos incompatibles ¿por qué temerla?”.

El dolor nunca puede ser deseado y, si llega, no puede ser disfrutado, masoquistamente.
El dolor sólo debe ser interpretado como una señal de que algo no funciona bien en el cuerpo, pero nada más.

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