jueves, 29 de junio de 2017

EL AMOR EN SAN AGUSTÍN (1) REPROCHE DE FLORIA EMILIA.

SAN AGUSTÍN  Y EL AMOR


CONFESIÓN de Floria, en respuesta a las CONFESIONES.

Ella, Floria Emilia, representando los valores modernos de la filosofía clásica, cuestiona el represivo oscurantismo de la cultura cristiana en el que él, Aurelio Agustín, decide adentrarse cuando opta por el celibato y renuncia a los placeres terrenales.
Floria advierte al teólogo y padre de su único hijo, Adeodado, del peligro que supone creer en un Dios castigador y vengativo que no permite al hombre disfrutar de sus creaciones, pues tal vez el mayor pecado del ser humano sea la soberbia de pensar que le espera otra vida más elevada y despreciar, como consecuencia, todo aquello que la única vida que, con seguridad existe, ésta, le ofrece a través del mundo de los sentidos.
“Que el Dios del Nazareno os perdone por toda la ternura y amor que rechazáis” - escribe Floria.
Así, esta excelente NOVELA del autor de El Mundo de Sofía, con admirable sencillez, va exponiendo los absurdos presupuestos sobre los que se edificó la Iglesia católica, esa “gran multinacional del miedo” que todavía tiene “sucursales por todo el globo”.
La novela VITA BREVIS, de  Jostein Gaarder, muestra a la luz el supuesto  CODEX FLORIAE, las cartas que la compañera de Agustín de Hipona escribió tras la lectura de las  famosas CONFESIONES, narración autobiográfica en la que éste nos cuenta el camino de su conversión del paganismo a la fe cristiana.

Flora Emilia le reprocha las referencias a su amor como algo pecaminoso, su elección por la “continencia” (“Santa Continencia” –llega a denominarla) y por una vida alejada de la sensualidad y hace una gran exhortación al  Carpe Diem, (“aprovecha el instante, el momento”), al disfrute de la vida en cada uno de sus instantes y con todos los sentidos dispuestos a ello.

“La vida es breve”.

Además, Floria Emilia, vaticina el lugar para la mujer en este nuevo mundo cristiano que para sus ojos está aún por venir.

“Imagina un frondoso paisaje en donde haya personas y animales, flores, niños, vino y miel.

Un paisaje donde también exista un terrible laberinto.

Imagínate, santo obispo, tú, antiguo compañero de juegos en el lecho, imagínate ahora perdido en ese profundo laberinto donde no encuentras el  hilo de Ariadna que pueda guiarte fuera de los oscuros caminos y te permita volver al paraíso en que habitabas anteriormente.

En el fondo de ese laberinto reinan teólogos y platónicos y, cada vez que un hombre nuevo entra en su territorio, su número aumenta: pues a todo el que va llegando se le convence de que todo cuanto está fuera es obra del diablo.

Te toca ahora a ti ser persuadido, y pronto dejas de querer salir de allí.

 Es porque tú también te has adherido a esa legión de teólogos, te has convertido en uno de esos antropófagos que viven en las profundidades del oscuro laberinto.

Quizá debería llamarlos” pescadores de hombres”

No olvidas a la mujer que amaste, pero alabas a Dios por haberte separado ya de ella, porque ella ya no te puede tentar.

Sólo en tu memoria permanecen aún vivas «las imágenes de aquellas cosas que la costumbre dejó impresas en ella».

¡Que Dios te perdone¡

Tal vez Dios esté sentado en algún lugar viendo cómo desprecias sus obras.

En tus Confesiones escribes repetidas veces que en tu vida anterior estabas donde no está Dios.
Pero tal vez sea ahora cuando estás perdido de verdad.

 También Edipo pensaba que iba por el camino correcto cuando marchó de Delfos a Tebas.
Ese fue su trágico error.
Todo le hubiese resultado mejor si hubiera vuelto a Corinto, con sus padres adoptivos.

A ti te habría sido mucho mejor  regresar a Cartago.
Aquí intuimos todavía el amor de Dios en las flores, en los árboles y en Venus.

Quiero mencionarte unas palabras de Horacio: «Piensa que cada día que amanece es tu último día».

 No es seguro que éste vaya a ser tu último día, pero puede ocurrir que así sea.
De igual modo puede pensarse que no existe otra vida después de ésta para nuestras almas.
Puede ser, viejo rétor, y quiero que vuelvas a meditar sobre esa posibilidad.

Imagina que el obispo de Hipona Regia se haya equivocado.


LA VIDA ES BREVE, DEMASIADO BREVE. 

lunes, 26 de junio de 2017

SAN AGUSTÍN (4) ¿QUÉ ES "VITA BREVIS""?

Vita brevis: Las cartas de Floria Emilia a Aurelio Agustín.

La obra fue escrita en noruego y publicada en 1996.
“La vida es breve, demasiado breve. Tal vez sólo vivimos aquí y ahora. Si fuera así, espero que no hayas estado dando la espalda a esos días, que al fin y al cabo tienen luz, para adentrarte en un oscuro y siniestro laberinto del pensamiento del que yo no puedo rescatarte”

Floria aparece resentida pero tranquila, frente a un San Agustín atormentado, en esa encrucijada del mundo antiguo… “Mis dos voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, luchaban entre sí, destrozando mi alma con su enfrentamiento” (Confesiones, VIII, 5).
“Se sabe, aunque la Iglesia siempre ha pasado de puntillas sobre este hecho, que San Agustín, más tarde Padre de la Iglesia latina, tuvo en su juventud una amante que le dio un hijo al que amó con predilección”.
Floria, su amante, supuestamente le escribe una carta al tiempo que ella lee las Confesiones, una de las grandes obras del obispo de Hipona.
Para algunos críticos estas cartas son la primera biografía de corte intimista que se haya escrito.
En ella, Floria, con ironía y sarcasmo, critica a Agustín por haber abandonado el verdadero y auténtico amor humano, el que ellos se tenían, para entregarse al amor divino, que es abstracto y poco se sabe de él
La obra, “es una ardiente defensa del amor sensual y una temerosa crítica a la represión religiosa de las pasiones y sentimientos humanos; una obra completamente distinta a las obras anteriores del autor noruego, aunque lleve el inconfundible sello de su siempre alerta curiosidad filosófica”.
La obra es muy original y es una manera distinta y atractiva de entrar en discusión con las posiciones de una de las personas que más han influido en la construcción del pensamiento y la cultura occidental.
San Agustín es un hombre de su época, siglo IV-V, que transita de la cultura grecolatina, que entra en crisis, a la que construye el cristianismo, del cual él es uno de sus grandes arquitectos.
La lectura y crítica del autor a San Agustín, por lo demás válida en buena parte de sus puntos, considero que es precisa y aplastante.
San Agustín es un innovador, pero, al final, también es un hijo de su tiempo que va a ser padre de gran parte de la posteridad.



domingo, 25 de junio de 2017

SAN AGUSTÍN (3) HISTORIA DE "VITA BREVIS"

VITA BREVIS

La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín.

JOSTEIN GAARDER

Cuando en la primavera de 1995 visité la Feria del Libro de Buenos Aires, alguien me recomendó que dedicara una mañana al famoso mercado de San Telmo.

Tras unas intensas horas recorriendo los puestos, encontré refugio en una pequeña librería de viejo.

Entre una modesta selección de manuscritos antiguos, mi mirada se detuvo en una caja roja que tenía una etiqueta con la inscripción «Codex Floriae».

Algo despertó mi interés y la abrí cuidadosamente.
En ella descubrí un montoncito de hojas manuscritas que parecían antiguas, muy antiguas; no tardé en comprobar que el texto estaba en latín.

En una línea aparte se leía un saludo inicial escrito en mayúsculas: «Floria Emilia Aurelio Augustino Episcopo Hipponensi. Salutem» (Floria Emilia saluda a Aurelio Agustín, obispo de Hipona, salud”

Tenía que tratarse de una carta.
¿Sería realmente una carta dirigida a ese teólogo y padre de la Iglesia nacido a mediados del siglo IV y que pasó la mayor parte de su vida en el Norte de África?
¿Y se la enviaba una mujer llamada Floria?

Yo conocía bien la biografía de Agustín.
Ningún otro personaje muestra con tanta claridad el dramático cambio cultural que tuvo lugar durante la transición entre la antigua cultura grecorromana y la cultura cristiana, que caracterizaría a Europa hasta nuestros días.

La mejor fuente para conocer la vida de Agustín es, qué duda cabe, el propio Agustín.

A través de sus “Confesiones”, (escritas hacia el año 400), proporciona, una visión única del agitado siglo IV, así como de sus propios conflictos espirituales, relacionados con la fe y con la duda.

Tal vez sea Agustín el individuo anterior al Renacimiento que más cercano nos resulta.

¿Qué mujer podía haberle escrito una carta tan larga?

En la caja había al menos 70 u 80 hojas.

Yo jamás había oído hablar de tal escrito. Intenté traducir una frase más: «Me resulta curioso el saludarte con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente "a mi pequeño y divertido Aurelio"».

No estaba muy seguro de la traducción, pero al menos pude entender que se trataba de una carta de carácter muy personal.

De repente se me ocurrió una idea.

¿Podría ese escrito proceder de la que, durante muchos años, fue concubina de Agustín; es decir, de la mujer a la que, como él mismo escribe, se vio forzado a rechazar por haber elegido el celibato y la privación de todo amor sensual?

Sentí un escalofrío, porque sabía muy bien que la tradición agustiniana lo único que conoce de esa desafortunada mujer, o de su larga convivencia con Agustín, es lo que él mismo escribe en sus Confesiones.

Al instante, tenía al librero a mi lado señalando la caja.
Yo seguía petrificado por lo que creía haber descubierto.

-Muy interesante -me dijo en inglés.
-Sí, eso espero.

Me habían hecho ya algunas entrevistas para prensa y televisión, en relación con la Feria del Libro, y él me había reconocido:

-“El mundo de Sofía”, ¿cierto?

Afirmé con la cabeza; él se inclinó sobre la caja, la cerró y la colocó cuidadosamente sobre un pequeño montón de manuscritos, como dando a entender que no estaba muy interesado en vender éste.
Tal vez se mostraba especialmente receloso al saber quién era yo.

-¿Se trata de una carta a san Agustín? -le pregunté.

Su sonrisa me resultó algo inquietante.

-¿Cree usted que es auténtica?
-No es algo imposible —contestó-

-Sólo lleva en mis manos unas cuantas horas, pero, si supiera con seguridad que este escrito es en realidad lo que aparenta ser, no lo tendría aquí.
-¿Cómo lo consiguió"?

Se echó a reír:

-No llevaría tanto tiempo en este negocio si no hubiera aprendido a proteger a mis clientes.

Empezó a apoderarse de mí una gran curiosidad, así que le pregunté:

-¿Cuánto pide por él?
-Quince mil pesos.

Me pareció una exageración pedir tanto dinero por un manuscrito que, aunque parecía ser una carta de la concubina de Agustín, quizá tuviera sólo unos cientos de años, pues en el mejor de los casos podría tratarse de una copia de una hasta ahora desconocida carta al padre de la Iglesia, o quizá era una copia de una copia aún más antigua.

Aunque también podría haber sido escrita en algún convento latinoamericano hacia el siglo XVI o finales del XVII.
Aun así, era algo que merecía la pena llevarse a Europa.

Creo haber oído decir que en determinados ambientes conventuales se escribían de vez en cuando este tipo de cartas apócrifas escritas por santos o dirigidas a ellos.

Se disponía a cerrar la tienda, así que le di mi Visa.

-Doce mil pesos -dije.

Le ofrecía casi cien mil coronas por algo que tal vez no tuviera ningún valor como antigüedad, pero yo sentía una gran curiosidad por el manuscrito.

Ya cuando hace muchos años leí las “Confesiones” de Agustín, había intentado ponerme en la situación de esta concubina.

La visión que tenía Agustín del amor entre hombre y mujer me dejó unas profundísimas huellas.

El librero, que había aceptado la oferta, dijo:

-Creo que lo mejor que podemos hacer es considerar esta compra-venta como una especie de riesgo compartido.

Puse cara de asombro porque no entendía lo que quería decir, y se apresuró a explicármelo:

-O estoy haciendo un negocio estupendo, o el de usted es mejor.

Aceptó la tarjeta de crédito y dijo con semblante sombrío:

-Ni siquiera he tenido tiempo de leer el manuscrito. Dentro de unos días, o se hubiera disparado de precio, o yo mismo hubiera tirado esta caja roja a esa cesta que ve usted ahí.

Miré la cesta que me señalaba, estaba llena de viejos libros de bolsillo.
En un cartel se podía leer: «2 pesos».

Fui yo el que hizo el mejor negocio.

Una vez en mi poder, el «Codex Floriae» lo fecharon hacia finales del siglo XVI, y me dijeron que probablemente fue escrito en Argentina.

La gran pregunta sigue siendo si realmente existió un antiguo pergamino del  que este «Codex Floriae» es copia.

A mí no me cabe duda de que la carta es auténtica y de que, al fin y al cabo, tiene que tener su origen en la que durante muchos años fue la concubina de Agustín.

Me resulta prácticamente imposible creer que fuera falsificada en Argentina hacia finales del siglo XVI.

Es más fácil imaginarse que su original procediera verdaderamente de la época de Agustín.
Tanto la sintaxis como el vocabulario utilizados en el manuscrito llevan la marca inconfundible de la Antigüedad tardía; y lo mismo ocurre con esa mezcla de sensualidad y reflexión religiosa casi desesperada que Floria despliega.

En el otoño de 1996 llevé el manuscrito a Roma, a la Biblioteca del Vaticano, con el fin de conseguir un análisis más preciso.
Pero allí me ayudaron poco, más bien al contrario: en el Vaticano sostienen tenazmente que jamás ha existido un «Codex Floriae».

No me sorprendería que la Iglesia católica hubiera querido ocultar la carta de Floria, si tuvo conocimiento de ella.

Naturalmente, me había quedado con una fotocopia del manuscrito, y durante la primavera de 1996 intenté darle forma en noruego.
No obstante, cuando en la carta se citan las Confesiones de Agustín, opté por usar la excelente traducción noruega de Oddmund Hjeldes de los primeros diez libros.
El trabajo de traducción ha sido un increíble rompecabezas.

 La edición en castellano de “Vita brevis” se ha adecuado, por indicación del autor, a nuestra cultura, de mayor familiaridad con las tradiciones latina y cristiana.
Debido a ello, se han suprimido aquellas notas que en la edición noruega servían para aclarar conceptos no propios de la cultura escandinava, pero que resultaban obvios para un lector español.
En nuestra edición se han consultado las traducciones publicadas por la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.) y Alianza Editorial.


miércoles, 21 de junio de 2017

SAN AGUSTÍN (2) "VITA BREVIS" MÓNICA: MADRE Y SUEGRA



¿Quién no ha manejado o, al menos ha oído que Jostein Gaarder, escritor Noruego nacido en 1951, tuvo una gran resonancia a raíz de la publicación de su libro “El mundo de Sofía”, en el que aborda de manera original un recorrido didáctico por todas las corrientes filosóficas existentes?

Gaarder hace, con “Vita Brevis”, otro inteligente aporte a la literatura.

Se trata de una polémica obra publicada por primera vez en 1996, en la que recoge una supuesta colección de cartas encontrada por accidente en algún mercado artesanal de Buenos Aires, escritas por Floria Emilia, quien fuera la compañera y amante de Agustín de Hipona y madre de su hijo Adeodato.

Es tan impecable el estilo epistolar y la manera como aborda las reflexiones de esta mujer excepcional, que hubo quienes asumieron las cartas como ciertas.

El conocimiento sobre la vida del santo, su recorrido existencial y la impresionante influencia de Mónica, la madre del obispo, se convierten en el eje de esta historia en la que, con enorme suficiencia intelectual, Floria rebate, revisa y critica muchas de las afirmaciones hechas por Agustín de Hipona en sus célebres “Confesiones”.

El texto propone una deliberación seria en torno a la significación y alcance de la “continencia” que Agustín convierte en la esencia de su amor y dedicación a Dios.

Floria ve una especie de perversión en la actitud obsesiva del santo por rechazar todo aquello que tenga que ver con el cuerpo, las sensaciones del cuerpo, el sexo, los alimentos, y el asumirlos como una especie de amenaza para la relación con el Creador.

El texto puede ser tratado desde el aspecto espiritual y filosófico, o desde el aspecto de la composición literaria, o desde el punto de vista histórico”.

Floria rechaza que se la reduzca sólo a la condición de “concubina”: 

-“bien sabes que nuestra unión fue algo más que un común y fugaz concubinato, tan propio del hombre antes del matrimonio.  Convivimos en fidelidad durante más de doce años y también nació nuestro hijo…”

Floria rebate la visión agustiniana del Creador:

-“Que Dios prefiere que el hombre viva en celibato” - escribes. Yo no tengo ninguna fe en un Dios así…”

Critica la persistencia de Agustín al afirmar que Adeodato es “un hijo concebido desde el pecado”:

 “…o en el amor, honorable Obispo, un niño es concebido en el amor…”

Y critica, constantemente, la  obsesión de Agustín con el significado de los deseos:

-“Escribes constantemente en todos tus libros sobre “el deseo de los sentidos” y los “deseos pecaminosos”…”, 
-“… ¡pobre Aurelio! Te avergüenzas de ser un hombre…”.

Argumenta a través de sus preguntas:

-“No debemos intentar vivir como algo que no somos. ¿No sería eso burlarse de Dios? Somos seres humanos.

La vida es tan breve, que no podemos emitir juicio de culpabilidad alguno sobre el amor…

-“Primero debemos vivir y luego…luego podemos filosofar…”

El perfil de la madre de Agustín de Hipona se vislumbra siniestro:

-“Me he preguntado si, en el fondo, no fue tu propia madre la que te robó la voluntad de amar a una mujer…”

Se aprecian sus comentarios funestos, su obsesión por perfilar la “carrera” de su hijo.

El trabajo hecho para buscar que Agustín se casara incluso con otra mujer de mejor “clase”, la manera como el santo vivía en función de agradar y satisfacer en todo a su madre.

Para Floria, es evidente la existencia de la conspiración materna en su contra.

Se considera una mujer traicionada:

“…me vendiste a cambio de la salvación de tu alma. ¡Qué traición Aurelio, qué traición! No, yo no creo en un Dios que exige sacrificios humanos. No creo en un Dios que destroza la vida de una mujer con el fin de salvar el alma de un hombre…”

La solvencia intelectual y el conocimiento de los debates éticos y filosóficos que se vivieron en su tiempo le permiten concluir de manera categórica:


-“…habría sido mejor que fueses esclavo sobre la tierra, que sumo sacerdote en el siniestro laberinto de los teólogos…”

martes, 20 de junio de 2017

SAN AGUSTÍN (1) SANTA MÓNICA.

SANTA MÓNICA BENDITA…

Desde muy pequeño, a la hora de irme a la cama, de rodillas, además de rezar “cuatro esquinitas tiene mi cama…” también rezaba: “Santa Mónica bendita // madre de San Agustín // recoge mi alma // que me voy a dormir”.

Quién fuera Santa Mónica no tenía la más mínima idea.

De estudiante de Filosofía, en la Facultad, me decidí por San Agustín para hacer mi “tesina” de Licenciatura.

El título fue: “Noli foras ire, redde te ipsum, in interiore homine habitat veritas, et post, transcende te ipsum”
“Foras” (el mundo), “Te ipsum” (el yo, el sujeto), “Transcende te ipsum” (Dios trascendente)

Es un camino: se empieza por el “exterior”, el mundo; se pasa por el “interior”, el alma, y se da el salto a lo “superior” Dios.

Así pude conocer algo de la vida de la madre de San Agustín, de Santa Mónica.

Lo que sigue es una “Agio-biografía” de Mónica, pero sobre todo como “esposa” y “madre” y nada se dice de ella como “suegra” (aunque su hijo Agustín no estuviera casado, sino solo emparejado, con Floria Emilia).

Uno de sus logros fue la separación de la pareja, enamoradísima, teniendo Floria Emilia que volver a África, teniendo que renunciar a su hijo Adeodato (Diosdado, “dado por Dios”), fruto del amor de la pareja y convivencia durante muchos años.

Para mí, Mónica fue una madre posesiva y celosa y que no paró hasta conseguir sus dos objetivos vitales: 1.- que su hijo se convirtiese al Cristianismo y 2.- que abandonara a la mujer-compañera-amante con la que congeniaba al cien por cien, eran muy felices y siendo padres de un niño, muy inteligente, de nombre Adeodato (“a-Deo-dato”)

El complejo de culpabilidad que Agustín fue fraguando en su mente, por su madre y por su nueva religión, viendo pecado en todo lo que oliera a placer, desde el perfume a la comida y no digamos al placer del sexo y obsesionado por su nueva “amante”: la Santa Continencia.

AGIOGRAFÍA.

Santa Mónica es famosa por haber sido la madre de San Agustín y por haber logrado la conversión de su hijo.

Mónica nació en Tagaste (África del Norte) a unos 100 kms. de la ciudad de Cartago, en el Imperio romano, en el año 332.

Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy religiosa pero de muy fuerte disciplina.
Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad (como su nombre lo indica) pero sus padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio.
Este era un buen trabajador, pero con muy mal genio, además de mujeriego, jugador y sin religión ni gusto por lo espiritual.

La hizo sufrir lo que no está escrito y durante treinta años ella tuvo que aguantar los tremendos estallidos de ira de su marido que gritaba por el menor contratiempo, pero éste (todo hay que decirlo) jamás se atrevió a levantar la mano contra ella (no era un “maltratados físico”, ¿pero psíquico…?

Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer.

Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir durante muchos años.

En aquella región romana del norte de África, donde las personas eran sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica por qué su esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero no la golpeaba nunca, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión.

Mónica les respondía: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando el grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos y yo no acepto la pelea, pues....no peleamos". 

Esta fórmula, desde tiempo inmemorial, se ha hecho célebre en el mundo y ha servido a millones de mujeres para mantener la paz (¿) en la casa.

Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande con los pobres, nunca se oponía a que ella se dedicara a estas buenas obras, y quizás por eso mismo logró su conversión.

Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo lo hiciera la suegra de Mónica, mujer terriblemente colérica que, por meterse demasiado en el hogar de su nuera, le había amargado la vida a la pobre Mónica (como luego haría ella son su hijo, Aurelio Agustín y su nuera, Floria Emilia, consiguiendo su separación)

 Un año después de su bautismo, murió santamente Patricio, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.

Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que su hijo mayor, Aurelio Agustín, era extraordinariamente inteligente, y por eso lo enviaron a la capital del estado, la ciudad de Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria.
Pero Agustín tuvo la desgracia de que su padre no se interesaba por sus progresos espirituales. Solo le importaba que sacara buenas notas, que brillara en las fiestas sociales y que sobresaliera en los ejercicios físicos, pero acerca de la salvación de su alma, no se interesaba ni le ayudaba en nada.
Y esto fue fatal para él, pues fue cayendo de mal en peor en pecados y errores.

Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez peores, de que el joven llevaba una vida poco santa, por no decir “disoluta”.

En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al curarse de la enfermedad, como casi todos, abandonó el propósito de hacerlo.

Finalmente, se hizo socio, seguidor, de una secta llamada de los Maniqueos, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el Diablo.

Mónica que era bondadosa pero no cobarde, ni floja, al volver su hijo de vacaciones y empezar a oírle mil barbaridades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y le cerró las puertas, porque bajo su techo no quería albergar a enemigos de Dios.

Pero sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que vio que ella estaba en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo y que en ese momento se le acercaba un personaje muy resplandeciente y le decía:"tu hijo volverá contigo " y enseguida vio a Agustín junto a ella.

Le contó al muchacho el sueño que había tenido y él dijo, lleno de orgullo, que eso significaba que ella se iba a volver maniquea como él.
Pero ella le respondió: "En el sueño no me dijeron, mamá irá a donde su hijo, sino tu hijo volverá contigo".

Esta hábil respuesta impresionó mucho a su hijo, quien más  tarde la consideraba como una inspiración del cielo.

Esto sucedió en el año 437.

Faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.

Por muchos siglos ha sido muy comentada la bella respuesta que un obispo le dio a Mónica cuando ella le contó que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín.
El obispo le respondió: "Esté tranquila, señora, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas".
Esta admirable respuesta y lo que había oído en el sueño, la llenaban de consuelo y esperanza, a pesar de que Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.

Cuando tenía 29 años, el joven decidió ir a Roma a dar clases. Ya era todo un doctor.
Y Mónica propuso irse con él para librarlo de todos los peligros morales.
Pero Agustín le hizo una jugada tramposa (de la cual se arrepintió mucho más tarde)
Al llegar junto al mar le dijo a su madre que fuera a rezar a un templo, mientras iba a visitar a un amigo, y lo que hizo fue subirse al barco y salir rumbo a Roma, dejándola sola, pero Mónica no era mujer débil para dejarse derrotar tan fácilmente.
Así que tomó otro barco y se dirigió a Roma.

En Milán Mónica se encontró con el Santo más famoso de la época, San Ambrosio, arzobispo de esa ciudad.
En él se encontró con un verdadero padre lleno de bondad y de sabiduría que la fue guiando con prudentes consejos.
Además, Agustín se quedó impresionado por su enorme sabiduría y la poderosa personalidad de San Ambrosio y empezó a escucharle con profundo cariño y a cambiar sus ideas y entusiasmarse por la fe católica.

Y sucedió que en el año 387, Agustín, al leer unas frases de San Pablo sintió una impresión extraordinaria y se propuso cambiar de vida.
Envió lejos a la mujer con la cual vivía en unión libre, dejó sus vicios y malas costumbres, se hizo instruir en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo bautizar.
Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en el África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco.
Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo.
Ya podía morir tranquila.
Y sucedió que estando ahí en una casa junto al mar, por la noche, al ver el cielo estrellado y dialogando con Agustín acerca de como serán las alegrías que tendrían en el cielo, ambos se emocionaban comentando y meditando los goces celestiales que les podían esperar.

En un determinado momento Mónica exclamó entusiasmada: "¿Y a mí que más me puede amarrar a la tierra? Ya he obtenido mi gran deseo, el verte cristiano católico. Todo lo que deseaba lo he conseguido de Dios". 
Poco después le invadió una fiebre, y en pocos días se agravó y murió.
Lo único que les pidió a sus dos hijos es que no dejaran de rezar por el descanso de su alma.

Murió en el año 387 a los 55 años de edad.


Miles de madres y de esposas se han encomendado en todos estos siglos a Santa Mónica, para que les ayude a convertir a sus esposos e hijos, y han conseguido conversiones admirables.

viernes, 2 de junio de 2017

ARISTÓTELES Y EL AMOR (Y 5)

Amar es decir: «no morirás» o quizá mejor: “no debes morir. Mi mundo, sin ti, no merece la pena”.

Cuando fallece un ser verdaderamente querido (marido, esposa, hijo, novio o novia, amigo o amiga de verdad) no sólo es que sintamos como un vacío auténtico la pérdida de ese sujeto, un pellizco, un hueco en nuestro ser, sino que el universo todo, que el amor había hecho resplandecer, se torna de repente, y al menos por algunos momentos, un auténtico sin-sentido, tedioso, anodino y falto de color.

Nada de lo que nos rodea, nada de lo que hacemos y con lo que otras veces hemos gozado, tiene ahora razón de ser… Nada.

Parece como si todo se desvaneciera con la persona a la que, según recuerda Agustín de Hipona, «habíamos amado… como si nunca hubiera de morir».

La falta del ser querido provoca la carencia de significado de uno mismo y sus actividades y de todo y todos los que le circundan.

En Soria, Machado se convierte en enfermero de su mujer, cuya salud es lo único que le preocupa.
Tras una aparente mejoría, Leonor vuelve a agravarse, pero antes de morir, aún tiene un momento de alegría al recibir de manos de Antonio el primer ejemplar de Campos de Castilla. 
Pocos días después, el 1 de agosto, muere Leonor en brazos del poeta.
La muerte de su esposa hunde a Machado en un dolor tan hondo que el éxito de Campos de Castilla —cuya publicación es recibida con entusiasmo por la crítica madrileña, Ortega y Azorín al frente— no logra atenuar.

En algún momento pensó suicidarse (según le confiesa en una carta a Juan Ramón): “Cuando perdí a mi mujer pensé pegarme un tiro. El éxito de mi libro me salvó, y no por vanidad, ¡bien lo sabe Dios!, sino porque pensé que si había en mí una fuerza útil, no tenía derecho a aniquilarla”».


Y en otra carta, ésta a su admirado Unamuno: “La muerte de mi mujer dejó mi espíritu desgarrado.
Mi mujer era una criatura angelical, segada por la muerte cruelmente. Yo tenía adoración por ella; pero por sobre el amor está la piedad.

“Yo hubiera preferido mil veces morirme a verla morir, hubiera dado mil vidas por la suya. No creo que haya nada de extraordinario en este sentimiento mío.
Algo inmortal hay en nosotros que quisiera morir con lo que muere”.

Tal vez por esto viniera Dios al mundo. Pensando en esto me consuelo algo. Tengo a veces esperanza. Una fe negativa es también absurda.
Sin embargo, el golpe fue terrible y no creo haberme repuesto.
Mientras luché a su lado contra lo irremediable me sostenía mi conciencia de sufrir mucho más que ella, pues ella, al fin, no pensó nunca en morirse y su enfermedad no era dolorosa.
En fin, hoy vive en mí más que nunca y algunas veces creo firmemente que la he de recobrar”.

Quienes aman de veras ponen en comunicación el núcleo más íntimo de sus respectivas realidades: al acto personal de ser.
Lo que se ama es el ser de la persona querida… desde y con el propio ser del amante.

“Morir es un atentado contra el ser”.

«Que seas bueno y que estudies mucho» -así me despedía mi padre todos los años, cuando abandonaba el pueblo para seguir estudiando en Salamanca.

Primero “ser”, luego “trabajar”.

Sabiduría de una persona que las circunstancias lo alejaron de la escuela desde muy pequeño.
De la “escuela”, no de la “vida”,

Aristóteles estaría plenamente de acuerdo con mi padre, o mi padre era aristotélico sin saber quién era Aristóteles.

Y es que el verdadero amor ha de ir acompañado del deseo eficaz de que aquellos a quienes amamos mejoren.

Y es que “ser”, para el hombre, es no sólo vivir, también perfeccionarse, desarrollarse, desenrollarse, crecer, madurar, …el telos.

El amor no sólo descubre la futura perfección de aquel a quien amamos, sino que, en sentido estricto, la exige, la reclama.
El amor obliga, amablemente, a perfeccionarse tanto al amante como al amado.

Cuando queremos de veras no amamos tanto lo que la persona del otro es en sí, (que también) cuanto su plenitud final que deseamos de ella, el proyecto  perfectivo futuro.

Al anhelarlos mejores de lo que son actualmente, les alentamos a avanzar en el camino de su propia superación.

Nuestra tarea, en esta vida, es desenvolver esa riqueza que tengo y tiene el amado hasta alcanzar aquello que, hasta cierto punto, ya éramos desde el comienzo.

Llegar a actualizar la potencialidad que éramos y somos.

El ideal humano, masculino o femenino, como todos los demás ideales, no se nos da nunca hecho (ya no sería ideal); es preciso construirlo; con barro propicio, con el amor y el sacrificio de todos los días.

El amor, ese querer que alguien sea y obtenga la riqueza definitiva encerrada en su ser, se configura como el motor de toda educación, de cualquier intento de ayudar a otras personas y eso lo sabemos muy bien los que hemos sido docentes, lo que puede “dar de sí” el el alumno que ahora es así.

Lo que busca, desea, intenta el amor es que el ser a quien queremos alcance su propio apogeo: el suyo, realmente distinto del de cualquier otro individuo humano entre los que existen, han existido o existirán… y también del nuestro propio.

Así es/era como Aristóteles definía el amor, como «querer el bien del otro en cuanto otro».

Lo único que puede/que debe hacer el amante sobre la persona amada es estimular el nacimiento de lo más propio y lo me­jor de ella, ayudarla a descubrirse, a verse como en un espejo que le ofrece el que la ve, el amante.

El que quiere transformar a la persona amada -error tan frecuente- no la ama de verdad, lo que está intentando es que sea como el amante quiere que sea, no como ella quiere ser.

“Si me quieres, quiéreme como soy, en acto y en potencia, y ayúdame a desarrollar mi potencialidad y no me añadas nada tuyo. Ayúdame a ser yo, córtame la cuerda que me enrolla para que yo me desarrolle”.

Hablar de amor entre animales es sólo una pobre metáfora.

El animal no puede amar porque no puede entregarse.

Su instinto sólo le lleva a copular y a vivir o sobrevivir, siguiendo siendo él, nada sabe del otro, sobre todo el macho, y la hembra sólo mientras amamanta a la cría, y poco más, nada que ver con el amor humano.

El animal no puede darse porque no se posee, como ser, sólo lo es.

El hombre sólo es radicalmente hombre, persona, si y en la medida en que, persigue el bien del otro en cuanto otro y al enriquecerlo, se enriquece él mismo.

El niño, nacido prematuro e indefenso, al menos en las primeras etapas de su desarrollo, parece ser sólo un conjunto de necesidades, pero es eso y mucho más que eso.

¿La satisfacción de sus necesidades va acompañada de amor?.

De hecho, es más importante que el niño sea amado a que un determinado número de sus necesidades objetivas no se satisfaga.

El niño, además de comer necesita ser amado.



jueves, 1 de junio de 2017

ARISTÓTELES Y EL AMOR (4)

3.- PARA OTRO

QUERER – EL BIEN – PARA EL OTRO (EN CUANTO OTRO).

En ese paréntesis, «en cuanto otro», reposa la clave del verdadero amor.
Amar, en su concepción más certera, es perseguir el bien del otro “no por mí, sino por él”.
No por el beneficio más o menos material o sentimental que pudiera proporcionarme a mí, sino por el bien del otro, en cuanto otro.

Acabo de terminar varios spots sobre “el amor en Abelardo y Eloísa”, una pareja de amantes medievales y he disfrutado comprobando el verdadero amor: “todo por el otro, en cuanto otro”.
Lo que hacen pensando en “lo mejor para el otro”, aunque se salga perdiendo en los resultados de la obra.

“El placer de dar”

Al hacerlo así, yo me volveré mejor persona, pero esto debe ser la consecuencia del obrar así y no el objetivo principal del obrar así.

Únicamente por él, por aquel a quien se quiere, y por una razón muy clara: porque es persona y, sólo por tal motivo, merecedora de amor.

Todos y cada uno nos amamos a nosotros mismos, mucho y bien. Y el mandamiento dice que “amarás al otro como te amas a ti mismo”.

El núcleo de esta reflexión es responder a la pregunta: ¿cuál debe ser el bien querido y perseguido para el amado?, ¿cómo se concreta, en definitiva, el amor al otro, a los demás?

Y nos sentimos anegados, porque los beneficios que hemos de proporcionar a los seres queridos se vuelven infinitos pues, debo procurar todos los bienes que les aprovechen y, entonces, nuestra tarea deviene inabarcable e inacabable: el número de esos bienes no tiene límite.
Pero ¿por qué razón habría yo de abstenerme de facilitar una ventaja a mi mujer, a mis hijos, a mis amigos más íntimos, a mis vecinos, incluso a mis simples conocidos… siempre que ese apoyo esté en mi mano y contribuya de alguna manera a su mejora o perfeccionamiento?

Aunque con una condición: que se trate de ayudas reales, objetivas, capaces de perfeccionar de veras a aquellos a quienes se las entrego.

Pero si recurrimos no a la cantidad sino a la calidad de los mismos, quizá se reduzcan a dos:
1.- Que la otra persona exista o siga existiendo, que siga viva.
2.- Que sea buena, que madure y se perfeccione como persona (que sea feliz).

Ser y Ser Bueno.

1. Que exista

Decir sí no tanto con palabras o con algunas obras, sino con la vida entera.

Amar es apuntalar con todo nuestro ser (entendimiento, voluntad, afectividad, actitudes, habilidades, posesiones, capacidad de entrega y servicio…) el ser de la persona a la que queremos: derramar, volcar cuanto somos, sentimos, podemos, anhelamos y tenemos en apoyo de quien amamos, con el fin de que éste se despliegue y desarrolle hasta su culmen perfectivo.

Esto ya lo exponía Aristóteles, en su Teoría del Acto y la Potencia, lo que realmente somos y lo que podemos llegar a ser, lo que podemos dar de sí.

“Desarrollarse”  es actualizar la potencia que ya somos.
“Desarrollarse” es “desenrollarse”.

Cuando nos enamoramos lo primero que surge en uno son sentimientos de este estilo: ¡es maravilloso que existas!, ¡yo quiero, con todas las fuerzas de mi alma, que tú existas!, ¡qué maravilla, qué gozada, qué acierto, el que hayas sido creado!

“Amar es hacer hasta lo imposible para que el otro siga existiendo”

El amor entre seres humanos tiene como principal efecto hacer realmente real (para el que ama) a la persona querida; conseguir que, para él, exista de veras.

En medio de una multitud todas ellas nos pasan desapercibidas, de las que nada podemos decir, a las que ni siquiera seríamos capaces de reconocer más tarde y que en nada han influido ni seguramente influirán en nuestro comportamiento: ninguna de ellas, realmente, existe para nosotros. Co-existimos pero no con-vivimos.

Por el contrario, cuando entro en casa o en mi lugar de trabajo, cuando me reúno con el grupo de amigos, a los que sí aprecio, todos existen para mí, despiertan sentimientos y reflexiones, me instan a ocuparme de ellos, modifican mi conducta… que es la manifestación más clara de la presencia real y consecuente del otro ante mí.
En otras palabras, me llevan a estar en los detalles materiales y espirituales que hagan más gozosa y fecunda sus vidas… porque sí que los advierto como reales.

«Siempre que volvíamos por la calle de San José —se lee en Platero y yo— estaba el niño tonto a la puerta de su casa, sentado en su sillita, mirando el pasar de los otros. Era uno de esos pobres niños a quienes no llega nunca el don de la palabra ni el regalo de la gracia; niño alegre él y triste de ver; “todo” para su madre, “nada” para los demás».

Estas últimas palabras subrayan la colosal realidad de que para una madre, como para cualquiera que ama de veras, el hijo, hermano o amigo constituye en efecto su “todo”, sus “todos”.
Y ese “todo” no es exclusivo de uno sólo de los hijos, son todos los hijos, su pareja, sus familiares, sus amigos,…

La madre se da “toda”, en “todo”, para “todos”.

Creo que es el amor materno el más completo.

En contraposición, lo contrario al amor, al que se encuentra aparejada la vida, son la indiferencia y el odio con los que va unida la muerte.

Cuando alguien no sólo no ama, sino que odia, y odia en serio, lo que pretende en última instancia, es eliminar el ser de lo no-querido, suprimirlo en cuanto otro, valorándolo sólo en la medida en que sirve a mis propios gustos, pasiones o intereses, configurándolo, como “un apéndice de nuestro egoísmo, una prótesis del propio yo”, o anularlo de forma radical, arrojándolo fuera del conjunto de los existentes o impidiendo que llegue a entrar en el festín de la vida (terrorismos, genocidios, fobias racistas o de otro tipo, violencia en general…).

Y cuando es toda una civilización la que, por una excesiva y a veces neurótica atención de cada uno de sus miembros a sí mismo y a lo suyo, se encuentra de algún modo dominada por el desamor, no debe extrañarnos que dé a luz a una auténtica cultura del desinterés, del egoísmo, y, si se me apura, como se nos recuerda con frecuencia, incluso de la muerte.

El  auténtico amor, el amor intachable, no sólo confirma o corrobora en el ser a quien ama, sino que lo hace con tal franqueza y radicalidad, que aquel que nos enamora nos resulta imprescindible para todo.

¡Qué bien lo expresa nuestro Ortega en sus “Estudios sobre el amor”: «Amar a una persona es estar empeñado en que exista; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde aquella persona esté ausente» 

¿Eres capaz de concebir, ahora mismo, cómo sería tu vida sin tu pareja o sin tus niños?
¿Te ves a ti mismo funcionando con normalidad si él o ellos te faltaran?


Aunque todos sabemos que, tras los inmediatos nudos en el corazón y toda la cabeza revuelta dándole vueltas y más vueltas al mismo tema, el tiempo va desanudando unos y ensombreciendo los otros hasta que, de nuevo, se rehaga la vida, pero en ese instante… el suelo se nos hunde al echar el pie a tierra y la cama no sirve para el uso del descanso ordinario.ARIST´P