domingo, 25 de junio de 2017

SAN AGUSTÍN (3) HISTORIA DE "VITA BREVIS"

VITA BREVIS

La carta de Floria Emilia a Aurelio Agustín.

JOSTEIN GAARDER

Cuando en la primavera de 1995 visité la Feria del Libro de Buenos Aires, alguien me recomendó que dedicara una mañana al famoso mercado de San Telmo.

Tras unas intensas horas recorriendo los puestos, encontré refugio en una pequeña librería de viejo.

Entre una modesta selección de manuscritos antiguos, mi mirada se detuvo en una caja roja que tenía una etiqueta con la inscripción «Codex Floriae».

Algo despertó mi interés y la abrí cuidadosamente.
En ella descubrí un montoncito de hojas manuscritas que parecían antiguas, muy antiguas; no tardé en comprobar que el texto estaba en latín.

En una línea aparte se leía un saludo inicial escrito en mayúsculas: «Floria Emilia Aurelio Augustino Episcopo Hipponensi. Salutem» (Floria Emilia saluda a Aurelio Agustín, obispo de Hipona, salud”

Tenía que tratarse de una carta.
¿Sería realmente una carta dirigida a ese teólogo y padre de la Iglesia nacido a mediados del siglo IV y que pasó la mayor parte de su vida en el Norte de África?
¿Y se la enviaba una mujer llamada Floria?

Yo conocía bien la biografía de Agustín.
Ningún otro personaje muestra con tanta claridad el dramático cambio cultural que tuvo lugar durante la transición entre la antigua cultura grecorromana y la cultura cristiana, que caracterizaría a Europa hasta nuestros días.

La mejor fuente para conocer la vida de Agustín es, qué duda cabe, el propio Agustín.

A través de sus “Confesiones”, (escritas hacia el año 400), proporciona, una visión única del agitado siglo IV, así como de sus propios conflictos espirituales, relacionados con la fe y con la duda.

Tal vez sea Agustín el individuo anterior al Renacimiento que más cercano nos resulta.

¿Qué mujer podía haberle escrito una carta tan larga?

En la caja había al menos 70 u 80 hojas.

Yo jamás había oído hablar de tal escrito. Intenté traducir una frase más: «Me resulta curioso el saludarte con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente "a mi pequeño y divertido Aurelio"».

No estaba muy seguro de la traducción, pero al menos pude entender que se trataba de una carta de carácter muy personal.

De repente se me ocurrió una idea.

¿Podría ese escrito proceder de la que, durante muchos años, fue concubina de Agustín; es decir, de la mujer a la que, como él mismo escribe, se vio forzado a rechazar por haber elegido el celibato y la privación de todo amor sensual?

Sentí un escalofrío, porque sabía muy bien que la tradición agustiniana lo único que conoce de esa desafortunada mujer, o de su larga convivencia con Agustín, es lo que él mismo escribe en sus Confesiones.

Al instante, tenía al librero a mi lado señalando la caja.
Yo seguía petrificado por lo que creía haber descubierto.

-Muy interesante -me dijo en inglés.
-Sí, eso espero.

Me habían hecho ya algunas entrevistas para prensa y televisión, en relación con la Feria del Libro, y él me había reconocido:

-“El mundo de Sofía”, ¿cierto?

Afirmé con la cabeza; él se inclinó sobre la caja, la cerró y la colocó cuidadosamente sobre un pequeño montón de manuscritos, como dando a entender que no estaba muy interesado en vender éste.
Tal vez se mostraba especialmente receloso al saber quién era yo.

-¿Se trata de una carta a san Agustín? -le pregunté.

Su sonrisa me resultó algo inquietante.

-¿Cree usted que es auténtica?
-No es algo imposible —contestó-

-Sólo lleva en mis manos unas cuantas horas, pero, si supiera con seguridad que este escrito es en realidad lo que aparenta ser, no lo tendría aquí.
-¿Cómo lo consiguió"?

Se echó a reír:

-No llevaría tanto tiempo en este negocio si no hubiera aprendido a proteger a mis clientes.

Empezó a apoderarse de mí una gran curiosidad, así que le pregunté:

-¿Cuánto pide por él?
-Quince mil pesos.

Me pareció una exageración pedir tanto dinero por un manuscrito que, aunque parecía ser una carta de la concubina de Agustín, quizá tuviera sólo unos cientos de años, pues en el mejor de los casos podría tratarse de una copia de una hasta ahora desconocida carta al padre de la Iglesia, o quizá era una copia de una copia aún más antigua.

Aunque también podría haber sido escrita en algún convento latinoamericano hacia el siglo XVI o finales del XVII.
Aun así, era algo que merecía la pena llevarse a Europa.

Creo haber oído decir que en determinados ambientes conventuales se escribían de vez en cuando este tipo de cartas apócrifas escritas por santos o dirigidas a ellos.

Se disponía a cerrar la tienda, así que le di mi Visa.

-Doce mil pesos -dije.

Le ofrecía casi cien mil coronas por algo que tal vez no tuviera ningún valor como antigüedad, pero yo sentía una gran curiosidad por el manuscrito.

Ya cuando hace muchos años leí las “Confesiones” de Agustín, había intentado ponerme en la situación de esta concubina.

La visión que tenía Agustín del amor entre hombre y mujer me dejó unas profundísimas huellas.

El librero, que había aceptado la oferta, dijo:

-Creo que lo mejor que podemos hacer es considerar esta compra-venta como una especie de riesgo compartido.

Puse cara de asombro porque no entendía lo que quería decir, y se apresuró a explicármelo:

-O estoy haciendo un negocio estupendo, o el de usted es mejor.

Aceptó la tarjeta de crédito y dijo con semblante sombrío:

-Ni siquiera he tenido tiempo de leer el manuscrito. Dentro de unos días, o se hubiera disparado de precio, o yo mismo hubiera tirado esta caja roja a esa cesta que ve usted ahí.

Miré la cesta que me señalaba, estaba llena de viejos libros de bolsillo.
En un cartel se podía leer: «2 pesos».

Fui yo el que hizo el mejor negocio.

Una vez en mi poder, el «Codex Floriae» lo fecharon hacia finales del siglo XVI, y me dijeron que probablemente fue escrito en Argentina.

La gran pregunta sigue siendo si realmente existió un antiguo pergamino del  que este «Codex Floriae» es copia.

A mí no me cabe duda de que la carta es auténtica y de que, al fin y al cabo, tiene que tener su origen en la que durante muchos años fue la concubina de Agustín.

Me resulta prácticamente imposible creer que fuera falsificada en Argentina hacia finales del siglo XVI.

Es más fácil imaginarse que su original procediera verdaderamente de la época de Agustín.
Tanto la sintaxis como el vocabulario utilizados en el manuscrito llevan la marca inconfundible de la Antigüedad tardía; y lo mismo ocurre con esa mezcla de sensualidad y reflexión religiosa casi desesperada que Floria despliega.

En el otoño de 1996 llevé el manuscrito a Roma, a la Biblioteca del Vaticano, con el fin de conseguir un análisis más preciso.
Pero allí me ayudaron poco, más bien al contrario: en el Vaticano sostienen tenazmente que jamás ha existido un «Codex Floriae».

No me sorprendería que la Iglesia católica hubiera querido ocultar la carta de Floria, si tuvo conocimiento de ella.

Naturalmente, me había quedado con una fotocopia del manuscrito, y durante la primavera de 1996 intenté darle forma en noruego.
No obstante, cuando en la carta se citan las Confesiones de Agustín, opté por usar la excelente traducción noruega de Oddmund Hjeldes de los primeros diez libros.
El trabajo de traducción ha sido un increíble rompecabezas.

 La edición en castellano de “Vita brevis” se ha adecuado, por indicación del autor, a nuestra cultura, de mayor familiaridad con las tradiciones latina y cristiana.
Debido a ello, se han suprimido aquellas notas que en la edición noruega servían para aclarar conceptos no propios de la cultura escandinava, pero que resultaban obvios para un lector español.
En nuestra edición se han consultado las traducciones publicadas por la Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.) y Alianza Editorial.


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