PRIMERA PARTE (1)
Cuenta la leyenda que hace
mucho tiempo reinaba en cierta parte de la India un rey llamado Sheram.
En una de las batallas en las
que participó su ejército perdió a su hijo, y eso le dejó profundamente
consternado.
Nada de lo que le ofrecían
sus súbditos lograba alegrarle.
Un buen día, un tal Sissa se
presentó en su corte y pidió audiencia.
El rey lo hizo pasar y Sissa
le presentó un juego que, aseguró, conseguiría divertirle y alegrarle de nuevo:
el ajedrez.
Después de explicarle las
reglas y entregarle un tablero con sus piezas, el rey comenzó a jugar y se
sintió maravillado: jugó y jugó y su pena desapareció en gran parte.
Sissa lo había conseguido.
Sheram, agradecido por tan
preciado regalo, le dijo a Sissa:
- Sissa, quiero recompensarte
dignamente por el ingenioso juego que has inventado (el sabio contestó con una
inclinación). Soy bastante rico como para poder cumplir tu deseo más elevado
–continuó diciendo el rey–. Di la recompensa que te satisfaga y la recibirás.
Sissa continuó callado.
- No seas tímido –le animó el
rey-. Expresa tu deseo. No escatimaré nada para satisfacerlo.
- Grande es tu magnanimidad,
soberano. Pero concédeme un corto plazo para meditar la respuesta. Mañana, tras
maduras reflexiones, te comunicaré mi petición.
Cuando al día siguiente Sissa
se presentó de nuevo ante el trono, dejó maravillado al rey con su petición,
por su modestia.
–
Soberano –dijo
Sissa–, manda que me entreguen un grano de trigo por la primera casilla del tablero
del ajedrez.
–
¿Un simple grano
de trigo? –contestó admirado el rey.
–
Sí, soberano. Por
la segunda casilla ordena que me den dos granos; por la tercera, 4; por la
cuarta, 8; por la quinta, 16; por la sexta, 32…
–
¡Basta¡ –le
interrumpió irritado el Rey– Recibirás el trigo correspondiente a las 64
casillas del tablero de acuerdo con tu deseo; por cada casilla doble cantidad
que por la precedente. Pero has de saber que tu petición es indigna de mi
generosidad. Al pedirme tan mísera recompensa, menosprecias, irreverente, mi
benevolencia. En verdad que, como sabio que eres, deberías haber dado mayor
prueba de respeto ante la bondad de tu soberano. Retírate. Mis servidores te
sacarán un saco con el trigo que necesitas.
Sissa sonrió, abandonó la
sala y quedó esperando a la puerta del palacio.
Durante la comida, el rey se
acordó del inventor del ajedrez y envió para que se enteraran de si habían
entregado ya al reflexivo Sissa su mezquina recompensa.
–
Soberano, tu orden se está cumpliendo –fue la respuesta–. Los matemáticos de la
corte calculan el número de granos que le corresponde.
El rey frunció el ceño. No
estaba acostumbrado a que tardaran tanto en cumplir sus órdenes.
Por la noche, al retirarse a
descansar, el rey preguntó de nuevo cuánto tiempo hacía que Sissa había
abandonado el palacio con su saco de trigo. –
-¡Soberano¡
– le contestaron– tus matemáticos
trabajan sin descanso y esperan terminar los cálculos al amanecer.
-
¿Por qué va tan despacio este asunto? – gritó iracundo el rey–. Que mañana,
antes de que me despierte, hayan entregado hasta el último grano de trigo. No
acostumbro a dar dos veces una misma orden.
Por la mañana comunicaron al
rey que el matemático mayor de la corte solicitaba audiencia para presentarle
un informe muy importante. El rey mandó que le hicieran entrar.
–
Antes de comenzar
tu informe –le dijo Sheram–, quiero saber si se ha entregado por fin a Sissa la
mísera recompensa que ha solicitado.
–
Precisamente para
eso me he atrevido a presentarme tan temprano –contestó el anciano –. Hemos
calculado escrupulosamente la cantidad total de granos que desea recibir.
Resulta una cifra tan enorme que…
–
Sea cual fuere su
magnitud –le interrumpió con altivez el rey – mis graneros no empobrecerán. He
prometido darle esa recompensa y, por lo tanto, hay que entregársela.
–
Soberano, no
depende de tu voluntad el cumplir semejante deseo. En todos tus graneros no
existe la cantidad de trigo que exige Sissa. Tampoco existe en los graneros de
todo el reino. Hasta los graneros del mundo entero son insuficientes. Si deseas
entregar sin falta la recompensa prometida, ordena que todos los reinos de la Tierra se conviertan en
labrantíos, manda desecar los mares y océanos, ordena fundir el hielo y la
nieve que cubren los lejanos desiertos del Norte. Que todo el espacio sea
totalmente sembrado de trigo, y toda la cosecha obtenida en estos campos ordena
que sea entregada a Sissa. Sólo entonces recibirá su recompensa.
El rey escuchaba lleno de
asombro las palabras del anciano sabio.
–
Dime cuál es esa
cifra tan monstruosa –dijo reflexionando –.
–
¡Oh, soberano!
Dieciocho trillones cuatrocientos cuarenta y seis mil setecientos cuarenta y
cuatro billones setenta y tres mil setecientos nueve millones y quinientos
cincuenta y un mil seiscientos quince (18.446.744.073.709.551.615) granos de
trigo.
El rey se quedó de piedra.
Pero en ese momento Sissa renunció al presente. Tenía suficiente con haber
conseguido que el rey volviera a estar feliz y además les había dado una
lección matemática que no se esperaban.
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