jueves, 17 de septiembre de 2015

MI SALAMANCA (El astronauta, el ciprés, Unamuno y yo)



            Acabo de regresar de mi Salamanca. He recorrido y revivido mis muchos paseos por la Plaza Mayor, en el doble sentido, sabiendo que ya no iba a encontrar a mi amigo Jerónimo. He salido por el arco del Corrillo y, tras visitar la Iglesia de San Martín, donde mi antiguo profesor de Literatura Comparada, D. Andrés Fuentes, cura, nos decía que, si alguna vez nos echábamos novia, no fuera de una chica que acudiera mucho a la iglesia, porque carecían de la alegría de vivir.

          He enfilado la Calle de La Rúa y, tras sentarme, contemplando la fachada de Anaya, he visto al “astronauta”. Que no es un buzo, sino un astronauta.
         Escuchar a algún improvisado cicerone y oír de seres extraterrestres, ya en el siglo XVI…
         El “astronauta” está en la Puerta de Ramos de la Catedral Nueva, desde el XVI al XVIII, pero que estaba (la puerta) muy deteriorada.
         Yo estuve, en 1993, viendo “las Edades del Hombre: el contrapunto y su mirada”, cuando Salamanca fue elegida sede de dicha fundación.
         Un cantero, llamado Miguel Romero, fue el autor del “astronauta”, un añadido en la estructuración de la Catedral. Es el símbolo de la modernidad. El “contrapunto” al resto. Es como un guiño secreto, una firma.
         Todos van buscando al astronauta de la Catedral y nadie se fija que hay otros adornos. Debajo del astronauta hay un lince, a su derecha un toro y, debajo del toro hay un dragón con un helado de tres bolas, que está sonriendo.
         Junto a la puerta, a la derecha, podemos ver tres figuras que representan el agua, el cielo y la tierra, son un cangrejo de río, una cigüeña y una liebre.
         Estas cosas, no deben extrañarnos. En la Catedral de Palencia (siglo XIV) hay un Fotógrafo; en la de Calahorra (siglo XVII), un teléfono móvil. Y, lo más de lo más, en Trujillo (siglo XIII) un escudo del Atletic de Bilbao.

         Pero tenía que continuar y,  como cada año,  me encontré sentado en el primer banco, extasiándome ante el Retablo Mayor de la Catedral Vieja.
        
         Siglo XV. 53 tablas ordenadas de abajo a arriba y de izquierda a derecha. Una historia, la Historia de la Salvación, en imágenes, con escenas de la vida de María y de Jesús. Pero sobre todo, el remate final, en lo alto del ábside, con el imponente Juicio Final.
         A la derecha de Cristo, los salvados, vestidos de blanco. A su izquierda, los condenados, desnudos y que parecen caminar hacia “la boca de un monstruo gigante”.
         Entre los condenados, los rostros de algún Obispo y algún Papa (alusión a que nadie está libre del Juicio Final).

          He rodeado la antigua Facultad de Derecho y me he dado de bruces con la Clerecía y la Casa de las Conchas. Cinco años pasando, casi a diario, para ir a mi Universidad Pontificia.
         Me he parado, sin prisa, en la esquina de la Casa de las Conchas. La “Esquina de los tres coños” (¡perdón!). Aunque dicen que el nombre era porque, al dar la vuelta, uno cualquiera exclamaba: “Coño, ¡qué bonito!”, “Coño, ¡qué frío!”. “Coño, ¡qué calle tan larga!”. La verdad era que para nosotros, sólo se mantenía uno de ellos.
         Contemplar la salida de los alumnos de la Universidad Pontificia, los días lectivos, hacía exclamar, a cualquiera: “Coño ¡cuánto cura!”, “Coño ¡cuánta monja!” y “Coño, ¡cuánto frío!”.

         Enfilando la calle Libreros, como siempre. Cantidad de turistas alucinando ante la fachada plateresca (como si la hubiera hecho un platero labrando filigranas sobre una joya) de la Universidad, siglo XVI, y, como siempre, ¡a la búsqueda de la rana perdida!”. Y, como casi siempre, los improvisados y espabilados cicerones, cambiando la historia según sean estudiantes o jubilados, queriéndoles sacar algún que otro euro y ofreciéndose a hacerles ver la rana sobre la calavera para que no le ocurran no sé cuantas desgracias si se fueran sin verla.
         La dichosa rana que, según la tradición, traía la buena suerte a los universitarios y el estudiante que no la viera no aprobaba. Aunque, para otros, la rana es el símbolo de la lujuria, sobre una calavera, y el que la viera tendría una vida sexual exagerada.
         ¡Hay que ver el desborde de imaginación ante una “boutade” de un cantero cachondo!

         Y…. ¡el no va más¡ He franqueado la puerta y me he dado, de narices, con el patio ajardinado y su ciprés.
         Todos sabíamos que Gerardo Diego, en el verano de 1924, visitando el Monasterio de Silos, quedó deslumbrado por el ciprés del claustro del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos y, esa misma noche, creó el inmortal soneto, desde entonces prendido a su nombre. “El ciprés de Silos”:
        
                   “Enhiesto surtidor de sombra y sueño
                  Que acongojas al cielo con tu lanza.
                  Chorro que a las estrellas casi alcanza
                  ………
                  Flecha de fe. Saeta de esperanza
                  ………
                  Mudo ciprés en el fervor de Silos”.

         Paco, Antonio, Jerónimo y yo, sentados en el banco del claustro ajardinado, mirando el ciprés, veíamos a Gerardo Diego, y lo recitábamos, convencidos de que ese soneto podía haber salido de su imaginación si hubiera descubierto nuestro ciprés antes que el de Silos.

         Soneto espiritual, que invita a mirar a las estrellas y a elevar el alma.

         Y, a veces, en oposición, alguno de nosotros, seguía con:
        
                   “A un olmo seco”

         (Un canto y añoranza a una vida que se va. Un triste lamento)        
        
                   “Al olmo viejo, hendido por el rayo
                   Y en su mitad podrido”

                   (La enfermedad de Leonor, la joven esposa de D. Antonio Machado)

                   “Con las lluvias de Abril y el sol de Mayo
                   Algunas hojas verdes le han salido”

                   (La pequeña, pero pasajera, mejoría primaveral experimentada por Leonor).

         Nuestra mente, funciona así, por oposición. En pleno Agosto nuestra memoria nos trae recuerdos del frío que pasamos aquella tarde en… Y viceversa.

         Y he subido por la majestuosa escalera que lleva a la Biblioteca, donde tantas tardes pasé, estudiando e intentando ligar a aquella muchacha de Derecho, que nunca me hacía caso. Y me he sentado en los sillones, apoyando mis codos en esas mesas gordas y alargadas.

         Luego, sentado en el primer banco, del aula de Fray Luis, he cerrado los ojos y me he imaginado al fraile, preso por la Santa Inquisición y recién liberado de la cárcel, reiniciando la clase interrumpida años atrás: “Como decíamos ayer…”.

         Pero cuando empecé a llorar, de emoción, fue cuando entré en el Aula Magna, donde tantas conferencias escuché, y me imaginaba la escena. Don Miguel de Unamuno, que ejercía de anfitrión, como Rector de la Universidad, Dñª Carmen Polo de Franco, el Obispo de Salamanca, Pla y Daniel y el mutilado, tuerto y manco, general Millán Astray, fundador de la Legión, a imitación de la francesa y que, al momento, apostó por la rebelión de Franco, contra el gobierno legal republicano.

         ¿Lo recuerdan?.

         Era el 12 de Octubre de 1936, era el día de la Raza (ahora llamado día de la Hispanidad). En el paraninfo de la Universidad.
         Las dos Españas, claramente definidas en dos personajes públicos. La fuerza de la Razón y la razón de la Fuerza. Uno defensor de la libertad, de la cultura, del pensamiento,… en una palabra, de la vida; el otro, desde su puesto de Jefe de Radio y Propaganda, había lanzado el “heroico” grito de “Viva la muerte”, secundado y popularizado por miles de fanáticos.

         Unamuno, personaje siempre contradictorio, desilusionado por la República, con la que había colaborado para su implantación, defendía, en esos momentos, la causa de Franco, más que como “apoyo a” Franco como “desafecto con” la desilusionante república, guiada por el sentimiento más que por la razón, por la revancha más que por la sensatez, pero “legal”.

         Abre el acto Millán Astray con un discurso lacerante para la razón. Hablaba de “cortar en carne viva el cáncer de los vascos y de los catalanes y que, de esa forma, se sanaría a España”. Y, ebrio ya en sus discursos, comenzó a dar gritos y vivas, entre los que no faltó su acostumbrado “Viva la muerte!.
         Se sentó, vibrante aún el general, tras su fogoso envite.
         Unamuno, al que le tocaba hablar, con la mano en la frente, parecía meditar, se levantó pausadamente.
         Todos los ojos de los asistentes, que lo conocían, estaban fijos en él. Se hizo un silencio absoluto, y Don Miguel de Unamuno comenzó a hablar:

         “Estáis esperando mis palabras; me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia.
         Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarle de algún modo, del general Millán Astray.
         Dejaré a un lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. Y el obispo –y Unamuno señaló, con su dedo acusador, al asustado prelado- lo quiera o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona”.

         Se detuvo Unamuno. La sala, repleta, estaba enmudecida. Algo grave iba a pasar. Lo que iba a decir el Rector nadie lo imaginaba.

         “Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de “Viva la muerte” y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente.
         El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto en un tono más bajo. Es un inválido de guerra; también lo fue Cervantes.
         Pero, desgraciadamente, en España hay, actualmente, demasiados mutilados y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más.
         Me atormenta pensar que el general Millán Astray pudiera dictar la norma de la psicología de la masa.
         Un mutilado que carezca de la grandeza moral de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio, viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”

         En este punto del discurso, Millán Astray no pudo contenerse por más tiempo y, poniéndose de pie, gritó: “!Abajo la inteligencia¡ ¡Viva la muerte!”. Y fue coreado por la totalidad de los asistentes al acto que se celebraba en el paraninfo.
         Colérico ya y, visiblemente nervioso, Unamuno finalizó su discurso de esta forma:

         “Éste es el Templo de la Inteligencia y yo su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto; venceréis, porque tenéis fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y, para persuadir, necesitaríais algo que os falta: Razón y Derecho en la lucha.
         Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.

         Hubo un conato de intento de agresión en ese momento por parte de los acompañantes de Millán Astray a Unamuno. Lo impidió la esposa del general Franco, que salió con Unamuno del recinto.

         Ésta fue, quizá, la última clase del Profesor, porque el 31 de Diciembre de ese mismo año moría, de pena, confinado en su propia casa, ¿la recuerdan?. “La casa de las muertes”, casi frente al Palacio de Monterrey.

         La disputa con el general Millán Astray le había costado el cese fulminante de todos sus cargos.

         De nuevo las Letras y las Armas. El poeta, el intelectual y el soldado. La fuerza de la Imaginación, de la Razón y la razón de la fuerza. El convencer y el vencer. El alma y el cuerpo.


         El poder. Ejercido por el Capital, ejercido por el Ejército, ejercido por la Iglesia,… ¿Cuándo por la Inteligencia, por la Palabra, por la Razón?.

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