Tú
bien sabes, amor mío, que de los cinco sentidos que tenemos (hoy dicen que son
más de cinco, pero tú y yo nos entendemos), cuatro de ellos los tenemos en lo
alto, en la cabeza, esa parte en forma de cacahuete, medio añadido o medio
estrangulado por el cuello y unido a una doble trapecio, también estrangulado
por la cintura. Nuestro cuerpo parece una salchicha gorda, estrangulada por dos
cuerdas y apoyada en dos palillos y con otros dos palillos acabados en dedos.
La cabeza, esa “pequeña
parcela de siete pozos” (cuéntalos, si no te lo crees), siete agujeros incrustados
o encastrados, como rompiendo la figura geométrica. Siete agujeros ( 2 + 2 + 2
+ 1 ) siempre al acecho de lo que ocurre en el mundo alrededor para engullirlo
y llevarlo a la central de información, desde sus puestos de guardia
particulares, haciendo un barrido a todo el horizonte de lo sensible.
Pero ¿y el tacto?, tú sabes, amor mío, que el tacto es mucho
más que un sentido, es un sentido total, está en todas partes. El tacto nos
envuelve, nos arropa, él es nuestra frontera, acota nuestra propiedad; más allá
de él ya no soy yo.
El y yo coincidimos, nos
superponemos.
Te digo aún más, amor mío, un varón o una mujer podrán ser
ciegos o sordos o anósmicos o agénsicos y, sin embargo, seguir siendo personas
maravillosas, de personalidad elegante, y, aunque limitadas en algo, de trato
exquisito.
Pero al que le falte el tacto
(anestesia), sólo vida vegetativa, ¿eso es vida? o al que le falle el tacto
necesariamente será un mal educado, por no tocar, por no tocar lo suficiente,
por hacerlo demasiado, por no saber tocar o por hacerlo a destiempo, fuera de
lugar o de hora.
Y es que el sentido del tacto ha sido el sentido maldito, el
sentido pecaminoso, el sentido de los pecados gordos, el de los pecados
mortales.
Hoy se habla de la “cultura de la imagen” y todo tiene que
entrar por los ojos: coches o colchones, perfumes o créditos bancarios,
pornografía o teléfonos móviles. Todo lo audible, todo lo sabroso, todo lo
oloroso, tiene que ser visible.
Asistimos al desfile de la
proliferación, como hongos, de cadenas musicales y de las FM. Hoy cualquier
alcalde de pueblo, cuando está aburrido, se monta una emisora municipal o una
televisión local para poder ser visto y oído aún por sus opositores (para que
se jodan), pero ¡maldita la necesidad que tenemos de saber que a la Sr ª. Salustiana le ha salido un
juanete en el dedo chico del pie izquierdo.
Sabores a granel y gratuitos,
programas de cocina en todas las cadenas,”pruebe Ud.”, “degustación gratuita”,
“aperitivos variados”, “tabla de quesos o de ahumados”.
¿Y los olores?, colonias,
desodorantes, perfumes,….todos ellos con garantía de conquistar a la miss o al
mister de turno (hasta trece anuncios seguidos en días prenavideños y todo para unificar el olor y evitar el olor
vital, el olor propio, el olor personal ( no el mal olor, para esto basta y
sobra con la higiene).
¡Qué contradicción¡,
des-odorante, para que huelas, eso sí, a
lo que ellos quieren que huelas, y en frascos chiquitos y precios caros (¿cómo
no va a ser bueno siendo tan poco y tan caro?.
Pero…Y EL TACTO., ¿dónde, cuándo, una cultura del tacto?.
Fíjate, cariño mío, ¡qué contradicción¡ “el tocar es
intocable”, “el tacto es intocable”.
Yo puedo verte, oírte,
incluso olerte,…pero ¿tocarte?
El acariciar, el rozar, el manosear, el besar, el tocar, el
sobar,..Está prohibido, si no es oficial.
Lo tocable se convierte en
tabú, en intocable, en prohibido y, por si fuera poco, en pecado.
Todos los demás sentidos pueden practicarse en público, pero
el tacto NO.
Antes era la última fila del
cine o aquel rinconcito del parque, pero hasta el acomodador y su linterna o el
municipal de turno eran los encargados de interrumpir el acto más osado de la
inmoralidad pública. Criticado por señores de bien y multados por la autoridad
competente como escándalo público, cuando tú y yo sólo intentábamos conocernos
y reconocernos con el tacto. Siempre arrinconados al ámbito de lo privado.
¿Por qué?
Incluso, ¿recuerdas, cariño mío, aquellos primeros viernes de
mes, que acudíamos a cumplir con los requisitos de confesión y comunión, para
asegurarnos el cielo eterno, y a mí el cura me manoseaba, me tocaba la barbilla
casi sin barba o me acariciaba el pelo (a ti no, porque una rejilla o celosía
lo impedía) y casi lo único que me preguntaba aquel cura era si había habido
contactos con mi propio cuerpo o con el tuyo, y cuántos, y hasta dónde habíamos
llegado, y dónde?.
La ducha caliente era una tentación y el bidé un manifiesto
peligro. El aseo personal como prólogo del pecado por el posible placer
prohibido que suponía el tocarse los genitales.
¡Cuántas veces no te besé, ni te acaricié, ni te estreché o
estrujé entre mis brazos porque le tenía miedo a mi ya estrecha y escrupulosa
conciencia moral porque podía estrangular o herniar mi alma¡
Era una idea fija.
Aquel señor, ya viejo, y
vestido de negro, encerrado en un kiosco, no precisamente de golosinas, con un
silencio y una obscuridad alrededor, despachando recetas espirituales y
antivirales, con aquel pelo a cepillo y aquella ridícula coronilla de cinco
duros de extensión, con voto de castidad, pobreza y obediencia, y yo, allí,
indefenso, aún niño, informalmente vestido y despeinado, con la vitalidad a
flor de piel, disfrutando en sueños lo que en la realidad, despierto, sería
pecado; y una y otra vez oyendo aquello
de que la médula espinal seguiría desgastándose como siguiera yo haciéndome…..
y que me quedaría como Lolo, el tonto del pueblo, y que me quedaría delgaducho,
y que me moriría tísico ( qué sería eso?, ¿echar sangre por la boca si yo me
tocaba los bajos?), y que mis hijos saldrían enanos, feos, deformes porque mi
semen estaría cansado, sin fuerzas, debilucho,… y yo sería el responsable no
sólo de esos hijos, sino de los hijos de esos hijos….Yo, niño, me acordaba de
aquel cuadro de Goya “la imaginación crea monstruos”.
Siempre pensé que el hombre no era casto por naturaleza sino
por mala educación.
No
era ahorro, era pobreza.
Tú y yo, que nos devorábamos con la vista, que nos comíamos
con los ojos y con los oídos, que nos regalábamos a diario palabras bonitas,
palabras redondas, palabras pintadas, como bolitas de anís en manos de un niño.
Tú yo, con nuestros ocho sentidos juntos, fuimos castos a la
fuerza, no por mérito, sino por miedo.
¿Habrá idioma más universal y más natural que el lenguaje del
tacto? ¿Habrá un idioma a la vez tan
mudo y tan comunicativo? ¿Pero por que me confundieron identificando sexualidad
con genitalidad y ambos con pecado? ¿Por qué obstruyeron mi vitalidad?
¡Cuántos besos perdidos¡ ¿dónde irán los besos que no dimos?,
porque no fueron besos ahorrados o retrasados.¡Cuántos susurros ya
irrecuperables¡. ¡Cuánto fraude cometimos tú y yo a la naturaleza por la mala
educación del sentido del tacto¡ ¡cuánta cuenta corriente vital mantuvimos en
rojo, al rojo, en negro¡. No sólo no ahorramos, perdimos.
Tú y yo, exploradores avezados con la imaginación, y atadas
nuestras manos. Ni castos fueron nuestros besos, porque apenas hubo besos.
Besos furtivos, besos corteses, no besos encendidos. Me saltaba el diferencial
de mi conciencia moral. ¡Qué poca potencia moral contrataron en mi conciencia¡
Intentar una exploración corporal superficial, era saltar el fusible y quedarse
a oscuras.
¡Dios¡,
¡Dios¡, ¡Dios¡
Espero y deseo, amor mío, que la naturaleza nunca nos pase la
cuenta porque sería grande la factura.
¿Recuerdas a tu perro y a mi gatito?. Chuski y Fali. Nuestros
padres nos tenían prohibido tocarlos demasiado porque no crecerían, se
quedarían canijos y se “amariconarían”.
Incluso cuando llegábamos corriendo del colegio, contentos
porque el maestro estaba con gripe o se le había muerto su padre, y me echaba
corriendo, de golpe, encima de mi madre, y me llamaba bruto, salvaje…y me decía
tener poca educación, que no me había quitado los zapatos, que lo ponía todo
perdido y que, por si fuera poco, la había despeinado (supongo que a ti la tuya
te diría lo mismo).
¡Como
si el beso espontáneo de un niño no valiera más que mil peinados hechos por un
peluquero de barrio¡
Y luego, a diario, los
niños con los niños y las niñas con las niñas. Ningún sentido en contacto; tú
yo separados. Tan sólo la imaginación, la loca de la casa, deformándolo todo.
¡Qué tacañería vital la nuestra¡ ¡Cuánto tiempo
perdido¡,¡cuántas hojas en blanco en el todavía pequeño libro de la vida¡.
Nunca nadie nos enseñó que contentarse con satisfacer las
necesidades vitales no es vivir. La supervivencia no es auténtica vida. El
vivir bien (y todo vivir o es bueno o es un mal-vivir), supone lujo, supone
derroche, supone la presencia de lo superfluo pero querido. Vivir bien consiste
en verter y verterse más de la medida justa, vivir es pasión y la pasión
siempre es desborde, es emanación, es “echar pa que sobre”.
Nunca nadie nos dijo que
vivir es una actividad, pero que vivir bien es un placer y todo placer
supone la presencia de algo extra-ordinario, de lo no necesario, pero
conveniente, de superdosis intensivas.
Siempre nos hablaron de Apolo pero nos ocultaron la manera de
vivir dionisíacamente. El orden y la apariencia importaban más que la vida y la
esencia. Lo estático y lo fijo más que lo dinámico y vital. Nos cuadricularon,
amor mío, nos hicieron laboriosos en vez de convertirnos en lúdicos. El trabajo
era sagrado, el juego era superfluo. El trabajo es divino el juego demoníaco.
Nos educaron para ser formales, buenecitos,…era un honor para nuestros padres
comportarnos como personas mayores. ¡Qué
piropo y qué orgullo cuando alguien les decía “tu hijo es un hombre en
pequeño”¡. ¡Qué horror, cariño mío¡ ¡un niño ser un hombre¡.
Pertenecemos, amor mío, a la generación sándwich. Somos la
generación de la disculpa y me temo que seamos cómplices de la generación del
desencanto.
¿Recuerdas cuando, al entrar o salir, y apenas nos rozábamos
y nos pedíamos perdón mutuamente?. ¡Qué barbaridad, Dios, qué barbaridad¡.
Nunca nos pedíamos perdón por habernos visto, oído, olido…y eso que nuestros cuerpos estaban enfundados,
empaquetados, arropados, siempre más acá o más allá de la frontera. Tu cuerpo y
mi cuerpo nunca fueron tangibles ni chocables.
¡Cuántas caricias sofocadas¡ ¡cuánta lumbre apagada¡, ¡cuánta
ignorancia táctil¡, ¡cuánta atrofia afectiva¡, ¡ cuánta lejanía estando tan
cercanos¡, ¡cuánta biología, anatomía y fisiología¡, ¡cuanta neurona, órganos y
sistemas y cuán poca sexualidad y vida¡. Nos enseñaron a saber, pero no nos
entrenaron a vivir. ¡Cómo sublimaron nuestros afectos en conocimientos
científicos¡ pero ¿por qué subordinar la vida a la razón? pero ¿es que debemos
vivir para razonar o razonar para vivir?.
Así que, ¡cuánta torpeza la nuestra, amor mío, cuando nos
encontramos a solas, desnudos, en aquel hotel, pero, eso sí, con el certificado
oficial del cura y del juez de que ya podíamos tocarnos…..
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