martes, 8 de noviembre de 2011
LA CIENCIA Y DIOS.
Es en el siglo XVIII cuando se inicia el proceso de separación y de alejamiento (y no de oposición, ni contraposición, ni enfrentamiento –como tantas veces y tanta gente dice) entre las Ciencias y la Religión.
El hombre, con su razón, con sus ciencias, comprobó que podían explicar, dar razones, de los porqués de las cosas, sin tener que recurrir a la fe, a la religión, a la creencia, a Dios (“no necesito de la hipótesis Dios para poder explicar el funcionamiento, la regularidad, del universo. Basta con la ley de la gravitación de Newton” -Laplace dixit-).
El hombre se había soltado de la mano de Dios y de sus intérpretes intermediarios en la tierra, la Iglesia, y había comenzado a andar solo, dándose cuenta de que podía hacerlo, y sin peligro, como había pronosticado Kant en su “Qué es la Ilustración” (la mayoría/minoría de edad, la cobardía, el miedo o temor a…, la falta de decisión…, el “sapere aude”…).
Pero soltarse de la mano no es despreciarla, herirla, revolverse contra ella, rechazarla,… Simplemente es su ya no necesidad para andar, sabiendo que, cuando aparezcan bruscos desniveles, se agarrará, de nuevo, a ella, pero no para quedarse agarrado, sino para seguir, después, caminando solo de nuevo.
Dios sólo era, cognoscitivamente hablando, el último reducto al que acudir cuando la oscuridad se cerniera sobre el hombre y la luz de su razón no pudiera hacer frente a la oscuridad, a las tinieblas.
En el siglo XVIII muchos científicos no sólo no renegaron de Dios, sino que el enigma Dios los seducía y al que muchos admiraban como el Gran Relojero o el Gran Arquitecto que había impuesto un orden exquisito en la naturaleza, reflejado en la constancia e invariabilidad de las leyes naturales.
Pero desde el Argumento de Autoridad (Dios y su palabra revelada), que lo explicaba y daba razón de todo, tanto de lo concerniente al universo, como a la vida o como al hombre, fue poco a poco apareciendo y creciendo un desbancamiento progresivo de la explicación divina.
Que la razón y la ciencia tienen, como campo competencial, el mundo natural nadie lo cuestiona.
Pero que exista, además de este mundo natural, otro mundo sobrenatural, es cuestión de fe. Sobre él la razón nada dice, porque nada puede decir.
Los científicos, cuando se aplican y desarrollan su tarea, como científicos tienen unos límites marcados.
Pero los científicos son, también y a la vez, personas, que pueden ser creyentes, ateos, antiteos o agnósticos.
Lo que nunca hará un científico serio es meter a Dios en el terreno natural y considerarlo objeto de estudio y tratamiento científico.
La razón científica sólo puede moverse entre unos límites, entre lo infranatural y lo sobrenatural, por lo que nunca podrá decir algo serio y con sentido sobre estos campos vedados, sean reales o ficticios. Ni negarlos ni afirmarlos.
La existencia de Dios no es un problema que caiga bajo la competencia de la ciencia.
Decir que los fundadores de la ciencia moderna, en los siglos XVI y XVII (Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Boyle, Descartes, Pascal…) fueron creyentes, sincera y profundamente religiosos, no es descubrir algo nuevo ni supone desdoro a su actividad y a su autoridad científica.
Fue en el XIX cuando surgiría el “cientifismo”, produciéndose un enfrentamiento entre la Ciencia y la Religión, y que abocaba al ateísmo, pero ese “cientifismo” fue más obra de filósofos y sociólogos que de científicos. Éstos seguían en su actividad y se mantenían en su creencia o increencia, pero no se manifestaban, ni a favor ni en contra, sobre el hecho religioso, sabedores de que éste pertenecía a otro ámbito y no entraba en su campo competencial.
En otro lugar he expuesto la postura de Einstein ante la religión y sus análisis de los diversos tipos, por la emoción que le producía el orden y la armonía del cosmos.
No veía incompatibilidad entre Ciencia y Religión (que no debemos confundir con Iglesia y menos con Iglesia como organización social altamente jerarquizada).
Ante la extrañeza de algunos de su fervor religioso contestó, públicamente: “Sí, soy profundamente religioso. Al intentar llegar, con nuestros medios limitados, a los secretos de la naturaleza, encontramos que, tras las relaciones causales discernibles, queda algo sutil, intangible e inexplicable. Mi Religión es venerar esa fuerza, que está más allá de lo que podemos comprender. Es en este sentido en el que soy, de hecho, religioso”.
En otra ocasión sería más explícito, aún: “Creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía del mundo, no en un Dios que se ocupa del destino y de los actos de los seres humanos”.
Había sintonía entre la filosofía de Spinoza y la física de Einstein, sin confundirse entre sí.
El panteísmo de Spinoza y la religión cósmica de Einstein nada tienen que ver con ese Dios personal de toda la tradición cristiana. Lo que no quiere decir que profesara un ateísmo, como, inmediatamente salieron proclamando los ateos, puesto que negaba el Dios personal cristiano.
Einstein ni era ateo ni era creyente en ese Dios personal y trascendente, el Dios tradicional.
Es más, arremetía contra ambos, interesados en sacar partido de su autoridad científica: “Esos ateos fanáticos, cuya intolerancia es análoga a los fanáticos religiosos, y tiene el mismo origen…Son criaturas que no pueden soportar la música de las esferas”.
Distingue Einstein tres estadios, en la experiencia religiosa:
1.- La Religión del Miedo (miedo al hambre y a la enfermedad, miedo a los fenómenos atmosféricos y a los animales, miedo a la muerte y a…). Es la religión de los hombres primitivos.
2.- La Religión Moral y Social, que es el deseo, el anhelo de un guía, deseo y anhelo de amor, que se manifiesta en la creencia en un Dios personal, que premia y castiga, que ofrece y promete vida tras la muerte (“vita mutatur, non tollitur”), y, además, una vida eterna, para bien o para mal, según el juicio sobre la conducta en la vida terrena y temporal.
Estas dos fases, “grosso modo” corresponderían al Antiguo y al Nuevo Testamento.
3.- El Sentimiento Cósmico Religioso, al contemplar el maravilloso orden y la armonía de la naturaleza, y que la ciencia moderna ayuda a comprender, al tiempo que uno siente su pequeñez, su insignificancia, en ese gran espectáculo del cosmos. La “mota de polvo en el universo”.
La religión que mejor encarna este Sentimiento Cósmico Religioso es el Budismo, aunque también esté encarnado en Francisco de Asís, santo y patrón de los ecologistas, en su amor por las criaturas y las cosas (“hermano sol”, “hermano lobo” (¿quién no recuerda el poema?),… y en Spinoza, judío, hereje y panteísta, su “Deus sive natura” y su doctrina del “conatus”, y en un Demócrito, atomista, materialista y ateo, y su pasión por el conocimiento.
Es la percepción del cosmos como un misterio, la que engendra ese sentimiento religioso, y para esto, la ciencia tiene mucho que decir, si es valiente y es capaz de ir más allá de la explicación fenoménica y contempla el maravilloso espectáculo del orden cósmico.
Es la relación que hay/que debe haber entre Ciencia y Religión. Y de aquí la sentencia frontispicia: “la ciencia sin religión está coja, la religión sin ciencia está ciega”. No hay contradicción entre ambas.
“Creo que, en estos últimos tiempos, los únicos profundamente religiosos son los investigadores científicos serios”, que son los que son capaces de asombrarse y de sentir, de percibir, el misterio.
“Los seguidores de Spinoza vemos a Dios en el orden maravilloso de lo que existe”.
Pero este Dios de los científicos nada tiene que ver con el Dios personal que juzga, que premia y castiga, del 2º estadio, en el que están instaladas las iglesias tradicionales occidentales.
¿Místico Einstein?.
La religiosidad del científico, ante el orden cósmico, nada tiene que ver con la religiosidad del lego. Para éste Dios premia y castiga, para el científico Dios se muestra en el orden y, por lo tanto, en el misterio del cosmos.
Aunque el Dios personal (2º) del lego es mejor que no tener nada, y no poder darle un sentido trascendente a la vida.
“La experiencia más bella que podemos tener es sentir el misterio [...]. En esa emoción fundamental se han basado el verdadero arte y la verdadera ciencia [...]. Esa experiencia engendró también la religión [...], percibir que [tras lo que podemos experimentar] se oculta algo inalcanzable a nuestro espíritu, la razón más profunda y la belleza más radical, que sólo nos son accesibles de modo indirecto -ese conocimiento y esa emoción es la verdadera religiosidad-. En ese sentido, y sólo en ese, soy un hombre religioso. Pero no puedo concebir un Dios que premia y castiga a sus criaturas”.
El texto siguiente es como el reloj del deísmo. Si hay un reloj, por necesidad tiene que haber habido un relojero. Más allá ya no puedo ir, Si es relojero o relojera, si está casad@, solter@ o viud@, de qué nacionalidad es, cuáles son sus creencias, cuál es su ideología,… Sólo que tiene que haber un relojero, que ha impuesto un orden en las ruedas del reloj… Eso no puede ser fruto de la casualidad, del azar. “Necesidad de”
“ Somos como un niño que entra en una biblioteca inmensa, cuyas paredes están cubiertas de libros escritos en muchas lenguas distintas. Entiende que alguien ha de haberlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Ésa es en mi opinión la actitud de la mente humana frente a Dios, incluso la de las personas más inteligentes”.
Para las religiones monoteístas su Dios es un Dios personal.
Pero, puesto que Dios es inaccesible al hombre, ¿por qué decimos que es personal, si no lo sabemos ni podemos saberlo?. ¿No será sólo por analogía, con nosotros, por simbolismo?
En un libro, al que suelo recurrir a menudo, “¿Existe Dios?”, del polémico (para el Vaticano) católico Hans Küng, afirma:
“Cuando Einstein habla de razón cósmica y ciertos pensadores orientales de "nirvana", "vacío", "nada absoluta", hay que considerarlo como expresión del respeto ante el misterio del Absoluto, frente a determinadas concepciones "teístas" y excesivamente humanas sobre Dios [...]”.
“La esencia divina, que desborda todas las categorías y es absolutamente inconmensurable, implica que Dios no sea personal ni apersonal. [...]”
El término "persona" es una cifra de Dios [en el sentido de texto escrito en clave].
Einstein es un determinista y la pregunta que, inmediatamente, surge es:”si no existe el libre albedrío, porque nuestros actos están ya fijados en el determinismo universal, ¿existe/puede existir responsabilidad ética?.
Es el antiguo y clásico problema de cómo poder compaginar la presciencia divina con la libertad humana.
Si Dios ya sabe, ahora, lo que voy a hacer mañana ¿podría yo hacer otra cosa o no hacer esa cosa?
Si Dios ya sabe , ahora, lo que voy a hacer mañana ¿dónde está mi libertad y, por lo tanto, mi responsabilidad si no puedo ya no hacerlo, puesto que Dios ya sabe que lo voy a hacer?.
¿No será que soy un juguete mecánico que se come el coco y se devana los sesos, creyéndose libre, pero que, realmente ni lo es ni lo puede ser?.
Lo que haré mañana, pues, lo haré necesariamente.
Einstein llega a afirmar: “no creo en el pecado”.
Sin embargo Einstein sería un gran pacifista.
Su último acto público significativo, pocos días antes de morir, fue firmar el llamado Manifiesto Russell-Einstein, que llamaba la atención de los científicos y de la opinión pública sobre el riesgo de una guerra nuclear.
Luego vendrían Hiroshima y Nagasaki.
Pero la pregunta sigue estando ahí, presente: ¿qué sentido tiene intentar evitar una guerra que se producirá, o no, por pura necesidad, sin que nadie pueda cambiar el curso de los acontecimientos?
Parece o es una contradicción. Hablar de necesidad y de responsabilidad social.
Algo que, ya, se acepta comúnmente es afirmar que Einstein es, de los físicos, el último de los clásicos y no el primero de los modernos, por su enraizamiento en el determinismo de la Física del siglo XIX y, de ahí, su oposición a la física cuántica, basada en leyes probabilísticas y en la existencia de un azar objetivo en el mundo atómico (El Principio de Indeterminación de Heissemberg).
Einstein nunca aceptó el comportamiento aleatorio de los electrones y otras partículas, tal como expone la Física Cuántica.
Él lo expresaba en esa frase frontispicia:”No creo en un Dios que juegue a los dados”.
De ahí, también la polémica con Niels Böhr.
Einstein apostó por la necesidad, frente al azar.
“El tiempo no es más que una ilusión” –llegaría a decir. Por lo tanto todo está determinado, nada nuevo puede aparecer. Entre el “ser” y el “devenir” Einstein apostó por el “ser”.
Por eso la física de Einstein es más del siglo XIX, determinista, que del siglo XX, donde la física combina “azar” y “necesidad”, y el “devenir” es tan importante o más que el “ser”.
Hoy el cosmos se nos aparece como una sucesión de evoluciones (devenir) encadenadas –cósmica, biológica, cultural y personal- cuyo futuro no conocemos bien, pues habrá, en él, novedades no previsibles hoy.
Si viviera hoy Einstein ¿qué pensaría de la física actual, de la ética, de la libertad, de Dios?
Y ¿qué decir de Max Planck y su ciencia-religión?
Max Planck fue quien abrió el camino al mundo cuántico con su famosa hipótesis. Nieto y biznieto de pastores y teólogos luteranos, Planck no veía ninguna contradicción entre ciencia y religión; más aún: encontraba convergencias y paralelismos. La impresión producida por el orden y armonía de las leyes de la naturaleza, muy marcada en él, fue motor y estímulo de su trabajo. Einstein decía que "el anhelo de contemplar esa armonía es la fuente de la paciencia y perseverancia inagotables con que Planck se ha dedicado a la ciencia", y añade que la intensidad de su dedicación no se debe a la disciplina o a la fuerza de voluntad, pues su actitud mental es "la de un hombre religioso o un amante; el esfuerzo diario no nace de ningún programa o intención deliberada, sino directamente del corazón", descripción que no deja de recordar a la que Johannes Kepler, el descubridor de las leyes del movimiento planetario, hacía de su dedicación a la ciencia.
A su famosa ley de la radiación electromagnética le llevó precisamente la búsqueda de lo Absoluto, que creyó haber encontrado en su constante de acción h gobernadora del intercambio de energía entre la materia y la radiación. Así lo veía él:
“Nuestro punto de partida es siempre relativo. Así son nuestras medidas [...]. A partir de los datos obtenibles, se trata de descubrir lo Absoluto, lo General, lo Invariante que se oculta tras ello!.
Para él, esto es muy significativo, la ciencia no permitirá nunca explicarlo todo: siempre estaremos frente al misterio. Textualmente afirma:
“El progreso de la ciencia consiste en descubrir un nuevo misterio cada vez que se cree haber resuelto una cuestión fundamental [...]. La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza [la cursiva es mía].
Esta sensación de asombro maravillado ante el orden y armonía del cosmos se fue acentuando a lo largo de su vida, pero fue también alejándose de la idea de un Dios personal en una convergencia hacia el puntode vista de Einstein. Desde los años treinta se fue interesando cada vez más por la religión y empezó a dar conferencias sobre su relación con la ciencia, insistiendo siempre en la falta de oposición entre ellas al decir:
“Las ciencias de la naturaleza atestiguan un orden racional al que la naturaleza y la humanidad están sometidas, pero un orden cuya esencia íntima permanece incognoscible [...]. Los resultados de la investigación científica [...] nos confirman nuestra esperanza en el progreso constante de nuestro conocimiento de los caminos de la razón todopoderosa que gobierna el mundo”.
Confesaba luego su creencia en que Dios es percibido directamente por el individuo religioso, aunque no pueda ser aprehendido por la razón y solía terminar con un párrafo vibrante que hablaba de "una batalla común de la ciencia y la religión, una cruzada que nunca termina cuyo grito de llamada es y será siempre: ¡Hacia Dios!".
Tras oír esas opiniones puede parecer extraño que no creyera en un Dios personal, tanto más cuanto que solía participar en actos de culto como miembro de un consejo de ancianos de un templo cristiano de Berlín, pero él lo decía muy claramente: "Siempre he sido profundamente religioso, pero no creo en un Dios personal y mucho menos en un Dios cristiano". Por ello, su postura ha sido interpretada como una forma de panteísmo. Sin embargo, su Dios tenía ciertamente rasgos personales, pues Planck expresaba su confianza en él y su relación de dependencia. Cuando en 1944 su hijo Erwin, a quien se sentía profundamente unido, fue ejecutado por los nazis por su implicación en el frustrado atentado contra Hitler -otro hijo había muerto durante la primera guerra mundial y sus dos hijas gemelas, murieron de sobreparto las dos-, escribió a su amigo Alfred Bertholet el 28 de marzo de 1945:
“Lo que me ayuda es que considero un favor del cielo que, desde mi infancia, hay una fe plantada en lo más profundo de mí, una fe en el Todopoderoso y Todobondad que nada podrá quebrantar. Por supuesto, sus caminos no son los nuestros, pero la confianza en Él nos ayuda en las pruebas más duras”.
Estas palabras sólo tienen sentido si para él Dios era un ser que puede ser considerado como personal, con el que se puede tener una relación de yo a tú, no de yo a ello. Aunque no se sentía identificado con ninguna iglesia, participaba en sus ritos, lo que se explica por su aceptación del lenguaje simbólico como vía de acercamiento a Dios, pues para él un símbolo religioso era una indicación o un camino hacia algo superior e inaccesible a los sentidos que, aunque efímero y relativo, sugiere una vía hacia lo inmutable y lo absoluto. En eso radica la mayor diferencia entre Planck y Einstein: para este último la verdadera forma de la religión es la ciencia, mientras Planck las consideraba como dos estructuras distintas que no se oponen entre sí.
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