jueves, 28 de febrero de 2019

PALABRAS DE UN AGNÓSTICO (26)



Esa, y no otra, ha sido (¿sigue siéndolo?) la moral cristiana.

Y no sólo eso, sino que lo que piensa de su vida desea y quiere imponérselo a los demás, incluso contra la voluntad del otro: “lo hago por tu bien”, “en la otra vida me lo agradecerás”

Minusvalorar la propia vida, en cambio, lleva/puede llevar a menospreciar la vida ajena.

Considerar esta vida natural y terrena como la necesaria purificación para conseguir la vida sobrenatural y eterna puede llevar al fanático creyente (terrorista islamista) a lanzarse con una furgoneta por las Ramblas de Barcelona, a disparar a discreción a paseantes pacíficos, o a colocarse cinturones de explosivos y hacerlos estallar en una discoteca de “infieles” equivocados.

Es nuestra condición mortal la que necesita pautas morales que prohíban hacer daño a los otros y prescriban ayuda, apoyo, solidaridad,… porque nos necesitamos mutuamente, porque es lo mejor para todos.
Para esto no hacen falta los dioses, basta con pensar: “nos conviene hacer a los otros lo que nos gustaría que nos hicieran a nosotros y no hacerles lo que nos gustaría que no nos lo hicieran”.

La moral es social, no divina, pero si consideras que es Dios el autor de nuestra naturaleza, y ésta es mortal, y nos necesitamos mutuamente para mejorar nuestras vidas; si “causa (Dios) causae (naturaleza humana) est “causa causati” (solidaridad y ayudas necesarias), Dios es el que dicta los mandamientos naturales a cumplir.

Las leyes morales, los mandamientos, naturales, en última instancia provienen de Dios que, además, nos revela lo que nos espera tras la muerte y nos indica el buen camino para llegar a buen fin.

Y si la muerte es, entonces, sólo un tránsito, la vida no es sino el campo de pruebas para exaltar el más allá y el después, a costa del más acá y del ahora.

No otra cosa es la sentencia de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido” es decir, los hombres no aceptarían ninguna restricción moral sino por la sumisión al espanto ante los castigos infernales o, lo que es lo mismo, que las normas no tienen otra base que la voluntad divina así que si en este mundo, tú….

Las normas morales (de la moral cristiana), pues, tienen mucho que ver con la “obediencia a” y el “miedo de” ese Dios, y nada que ver con lo que realmente necesitamos y queremos.

Si lo pensamos bien, y fríamente, la vida buena no es la vida eterna, religiosamente premiada o castigada (ésta es otra cosa) sino la que comprende y respeta la que la muerte significa para quienes estamos sujetos a ella: es la forma más intensa de compañerismo, “compañeros de fatigas que se ayudan mutuamente”
Pero si fuéramos de naturaleza inmortal los preceptos de ese Dios Absoluto, Eterno, Inmortal,…no serían sino sólo enunciados de una prueba de obediencia pero destinada no a mejorar nuestro “tránsito” por este mundo, sino a aceptar y asentar el poder del Dueño del Universo.

¿Cómo se explica, si no, el dicho bíblico: “De todos los árboles del jardín podéis comer pero de “ese” árbol que está en el centro del jardín no comeréis porque….y seréis como dioses?”.

Dios no quiere que seamos dioses, como Él, no tendríamos necesidad de El, seríamos autónomos, independientes,…lo que Él no puede consentir, porque es Él el que necesita seres subordinados e imperfectos que le adoren, que le reconozcan su superioridad,…

La “vida buena”, éticamente hablando, es la vida autónoma, porque obrar por el premio a conseguir o por el peligro a evitar, es una vida y una ética heterónoma.

Pero no son irreconciliables el compañerismo por amor al compañero y el cumplimiento del precepto divino.
No en vano, Jesús de Nazaret nos lo recordó: ``En verdad os digo que todo cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a Mí me lo hicisteis”. (Mateo 25:40)

La disposición de la persona éticamente recta, que busca una vida buena en los límites de la mortalidad, pero sometida al pánico de la segura muerte e insegura hora, debe ser “utilitaria”, buscando y luchando por el bien de todos los que participan de la misma naturaleza mortal y que favorece la armonía social mientras estamos vivos, conviviendo.

Cada vez que elegimos aceptar una injusticia (y sus consecuencias) en vez de cometerla, estamos actuando como si fuéramos inmortales pero sabiendo que no lo somos.
Y, si hay algo, después de la muerte, además de la tranquilidad de conciencia, en esta vida, por haber obrado así, lo otro se te dará por añadidura.
O como decía Tierno Galván: “Dios no abandona nunca a un buen marxista”

Debemos obrar como inmortales, sin el miedo y el afán que la muerte impone, pero sabiendo que somos mortales y que por eso, y sólo por eso, debemos comportarnos éticamente con nuestros semejantes en tal destino.

Ya lo había dicho Kant, aunque con otras palabras: “lo éticamente relevante para los mortales no es llegar a ser felices sino merecer la felicidad, ser dignos de merecer la felicidad”

Ésta sería la forma laica de la santidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario