La primera preocupación ética
del hombre, desde los orígenes, ha sido la conciencia de la mortalidad, propia
y ajena por lo que, hasta que la muerte llegue, vamos a intentar, de la mejor
manera posible (normas de comportamiento) para vivir, todos, más y mejor.
Y todo, por reconocernos
mortales mientras aún estamos vivos.
Mortales no son sólo los que
van a morir (que también) sino, sobre todo, los que “ven venir a la muerte” y
la intentan retrasar.
Solemos, a veces, imaginarnos
lo imposible: vernos muertos en un ataúd, camino del cementerio,…y todo el
mundo cariacontecido diciendo lo que siempre decimos: “¡qué buena persona era!,
¡no tenía que haber muerto¡”…
El falso muerto del vivo
real.
La muerte llega cuando ya
dejamos de vernos morir.
Por ser todos mortales nos
solidarizamos con todos e intentamos no dañar a nadie (algo que algunos también
lo extienden a los animales, sobre todo a los que, como nosotros, son mamíferos
y vertebrados).
La condición mortal que
llevamos adosada a la vida es la fuente de la moralidad (y de la inmoralidad),
de comportarnos mutuamente bien con los otros pero que, si fuera necesario, lo
mataríamos, en legítima defensa, para nuestro beneficio, porque así aplazamos,
de momento, la segura destrucción.
El placer de vivir la vida,
en esta vida, viene siempre contaminado por el miedo a la siempre posible
inminencia de la muerte.
En todos nosotros el
beneficio privado prima sobre el beneficio público, social, comunitario aunque
es el que hace lo contrario, el que lucha por lo público más que por lo propio,
el que llegará a ser más inmortal al poder ser visto por los que vienen detrás,
subido en un pedestal, en una glorieta, en honor a sus méritos, o en la memoria
de los que los conocieron o se enteraron por los medios de comunicación de su
bonhomía, de su afabilidad, su sencillez, su bondad y su honradez en el carácter y en el comportamiento.
Para defenderse de la muerte.
que siempre anda rondando alrededor de uno, algunos atesoran riquezas, buscan
honores, compran cosas, …lo que sea con tal de estar por encima de los demás y,
si se tiene que morir, que mueran primero los otros, los que poco o nada tienen que perder, los de
abajo, como si la guadaña, al segar, supiera de categorías.
Para un creyente no todo
acaba con la muerte porque en el más allá no estarás totalmente solo sino ante
un juez con el libro de cuentas abierto y con su “haber” y su “debe”, y ese sí
sabe hacer “justicia justa” y te dará todo lo que mereces, pero sólo lo que
mereces, sea bueno (vivir para siempre y totalmente feliz), malo, y te enviará
al infierno (vivir para siempre y con
tormentos indescriptibles) o regular (y te pondrá en cuarentena, durante un
tiempo indeterminado, y de la que los vivos podrán sacarte pagando tus días de
hipoteca pero si no tienes a nadie que te rece porque en vida,….(pero ya hemos
descrito, arriba, cómo funcionaba esto)
Sólo así acatarás las normas
morales, camino que te llevará a uno u otro sitio.
Comprenderás, pues, que la
muerte, como aniquilación, sería una suerte y un descanso ante esta otra muerte
tras el juicio divino.
La dicha o la desdicha,
irremediables y sempiternas, se instalarán en tu mente durante toda tu vida,
condicionando el cumplimiento de las normas o el incumplimiento de las mismas,
y no podrás quitártelas de la cabeza, haciendo, constantemente, examen de
conciencia y poder arrepentirte si, tras confesar, haces propósito de la
enmienda y satisfaces con obras lo que el confesor considere conveniente.
Sólo así la muerte no es,
realmente, una “verdadera muerte”, sino la ocasión para una super-vida si….o un
sin-vivir si…
Todo depende, pues, de la
perspectiva, si la muerte es considerada un “espejismo” (como la consideran los
no creyentes) o un “tránsito” (“vita mutatur….”), (como la consideran los
creyentes) y, tras él, lo auténticamente deseable o lo verdaderamente terrible
se harán realidad.
La muerte, pues, así, queda
desprestigiada aunque la vida se resienta, desvalorizándose, al ser sólo un
“medio para” y no un “fin en sí misma”, porque la auténtica vida llegará
después, “la otra vida”.
¿No será pagar un precio
demasiado alto? Porque no apuesta “una” vida, sino “la” vida, la única real que
ahora tienes en tus manos.
Los preceptos morales no
ayudan a prestigiar esta vida sino, incluso, a desprestigiarla en aras de la
posterior.
Los preceptos morales no son
ayuda a satisfacer nuestras necesidades sino, por el contrario, el sacrificio
de no satisfacerlas es la moneda de cambio para merecer la otra vida.
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