domingo, 11 de enero de 2015

LA VIDA.



Gracias a Dios (¡ironías del lenguaje¡) hemos empezado a olvidarnos, al menos un poquito, de Él y hemos dejado de considerar esta vida, humana y terrena como una preparación para la otra vida, divina y eterna.
Y estamos dedicando esta vida, cada vez más, a vivirla, a vivirla bien, a vivirla mejor.
No nos conformamos con el simple ir viviendo, sobreviviendo, sino que aspiramos a una super-vida.

Igualmente, solemos pensar ciertas etapas de la vida como preparación para otra vida posterior, como si ésta estuviera allí, esperándonos.

Así, por ejemplo, hemos considerado la etapa infantil y juvenil, de la enseñanza y de la educación como una mera preparación para el día de mañana, en vez de considerarlas y convertirlas en fines, etapas con pleno sentido en sí mismas.

El niño debe vivir la etapa escolar no como “preparación para”, sino como “fin en sí misma”, sin pensar en la vida futura. Disfrutarla. Gozarla.
Igualmente el joven y su etapa juvenil.

En vez de considerar la vida como vida, solemos considerarla, en cada momento como un “esbozo” de una vida posterior.

He oído barbaridades, en mi vida, pero ninguna como cuando una madre (y no es sólo una) suelta lo de: “mi niño es un hombre en pequeño”.
Me dan ganas de agarrarla por la pechera (“no tocarle los pechos”) y decirle: “Señora, su niño debe ser un niño y no un hombre, y su marido debe ser un hombre y no un Niño. Su niño tiene que ser travieso, como todos los niños, porque la travesura está en la esencia de la niñez, y si el travieso es su esposo es que es un gilipollas. Cada cosa a su tiempo”.

La vida infantil no es una preparación para la vida adulta.
La vida del niño tiene un interés completo en sí misma y no “en vistas a”, y lo que querrá será seguir jugando y no irse a la cama, y si pide irse a la cama es que o está enfermo o esta reventado.

Solemos fabricarnos un “yo ideal” y todo lo que hacemos es sólo medio para llegar a ese “yo ideal”, que nunca será real porque aunque se consiguiera lo cambiaríamos por otro “yo más ideal” todavía.
Ese “yo ideal”, inexistente, sólo presente en nuestra mente, es el que gobierna y dirige nuestra actividad, es el que nos exige y nos atrae.

Lo que ya somos, nuestro “yo realizado”, en vez de disfrutarlo lo hipotecamos, cada momento, por lo que no somos, el “yo ideal”, con el que nunca llegaremos a coincidir, porque seguiremos alejándolo en el horizonte.

“Si me quieres, quiéreme como “soy”, no como tú “quieres que sea”, a mi “yo real” y no “al ideal que quieres de mí”. Así no me quieres a mí, te quieres a ti, a la imagen ideal que tienes de mí” – algo así dice Unamuno.

Parece como si la vida tuviese “un” sentido, ya prefijado, y no el que cada uno quiera darle.
Como si la vida tuviese "una” meta a la que llegar, cuando la meta es la vida misma, no sacrificándola, sino consumiéndola.

Creo que Dios (si existe) en el Juicio Final (si existe) nos mirará los bolsillos para comprobar cuanto de vida no hemos vivido, y todo lo que encuentre será usado en contra nuestra.

¿Habrá pregunta más absurda que preguntarle al que pasea cuál es su meta?. La meta del paseo es pasear. Él no va a ninguna parte en concreto. Le da igual seguir que darse la vuelta, sentarse un rato o caminar. Está “paseando”, no “yendo a”. El paseo se agota en el paseo y en el pasear.

Al que “va” sí puede hacérsele la pregunta “dónde va”.


La vida es un paseo. La vida se agota en vivirla y hay que vivirla placenteramente, leyendo-oyendo-haciendo poesía, oyendo-componiendo música, escribiendo, pensando,… pero sin una finalidad ajena a la vida misma.

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