viernes, 16 de agosto de 2019

EL HOMBRE MEDIEVAL ( 2.1 )




         Los animales fenecen, en cambio, el hombre muere, o mejor, “se muere”, vive su muerte.

         La muerte siempre está preñada de misterio, porque al ser ella el punto final del libro que uno ha ido escribiendo durante toda su vida, larga o corta, es una puerta que se cierra, pero no se sabe, aunque se crea que ella, al mismo tiempo es una puerta que se abre. ¿Hacia donde?
         El misterio es doble, porque no sabemos si tras el portazo se abre otra puerta ni si, se abriera, hacia dónde nos llevaría.
         Esa ignorancia del misterio te lanza en manos de la creencia, creencia de que sí o creencia de que no.

         Pero como la muerte es el final de una seguridad, la vida, de momento, por si acaso, no podemos hacer trampas ante ella, por si acaso (repito).

         Me he preguntado, muchas veces, por qué el temor que nos embarga ante un cadáver. Si todavía está viva la persona, aunque esté moribunda, el contacto con ella no repugna, pero rozar, tocar, manosear,… un cadáver….

         ¿Por qué el cadáver de mi hermana o el de mi padre me imponían un no sé qué de miedo, o temor, o…. ¡yo qué sé qué¡ siendo como eran, ya, carne muerta, en una descomposición progresiva e inicialmente comenzada, sabiendo, como sabía que esos cadáveres ya no eran ellos?

         ¿Por qué esa “preparación del cadáver”, bien vestido, las manos juntas, ojos y boca cerrados…. si sólo es materia en descomposición que va a ser sepultada y de ahí no va a salir ya?
         ¿Es por aquello de la resurrección de la carne, al llegar al fin del mundo y “resucitarán con el mismo cuerpo y alma que tuvieron”?
         ¡Pues anda que la resurrección de los cadáveres de los campo de exterminio, de los echados a la fosa durante una guerra, de los envueltos en sudarios, de los…¡.

         Necesitamos hacer y que nos hagan esos ritos. ¿Para no provocar la ira de los difuntos y se nos presentes en los sueños martirizándonos y echándonos en cara que…?.

         En realidad, el muerto no necesita nada, ni siquiera que lo entierren, pero al insepulto los muertes lo temen, no sólo por causas higiénicas (que también).

         La muerte de una persona normal siempre es trágica y si es inesperada, más. “De morte repentina, libera nos, Domine”.

         La muerte de un santo no lo es, es una buena nueva para él y un buen recuerdo para nosotros. El tenía asegurada la vida eterna y va a ingresar en ella una vez dejada atrás su vida temporal y terrena.
         “Muero porque no muero”.

         Igualmente la vida de un guerrero tampoco es trágica, porque nunca es del todo inesperada. En su actividad guerrera, en el más mínimo detalle olvidado o no previsto, es atravesado por la espada de la muerte. Pero ésta es un honor para él, porque se había comprometido y jurado dar la vida por la sociedad.
         “Todo por la patria”.

         En mis tiempos de monaguillo, en cuanto a una persona se le presentaba el “cólico miserere” (técnicamente, una simple, mera y vulgar “apendicitis”) se le llamaba al cura, y éste al monaguillo y a casa del enfermo, que se retorcía de dolor, a darle el viático y la extremaunción, ritos perfectamente organizados, con los dedos del cura untados en los santos óleos, que yo transportaba, e irle perdonando al moribundo los pecados cometidos por la boca, por los pies, por los oídos, por la frente (el pensamiento), por el corazón (las obras)… Todo un ritual que le servía, psicológicamente al moribundo (porque al que le entraba el “cólico miserere” ese se moría).

         Los testamentos, sobre todo ya a finales de la Edad Media, son mitad sagrados, mitad profanos o legales. Uno está preparado para morir, ya puede morir tranquilo cuando ha dejado, en esta vida, todo atado y bien atado, habiendo cumplido con su alma, aunque sea en el último momento, haber cumplido con sus familiares, con la iglesia y con su cuerpo (dónde y cómo va a ser enterrado, qué mortaja ha de llevar, cómo va a ser el cortejo fúnebre…).

         Desnudo de riquezas (“ligero de equipaje”), pero bien vestido el cadáver para presentarse ante Dios.

         Al antiguo duelo de barbas arrancadas, de ropa desgarrada, de plañideras llorando,…. se pasa a algo más civilizado y menos tétrico como es la ropa de color negro, el luto, manifestación externa de un sentimiento de dolor interno por la muerte de ese ser querido.
         ¡Pobre de la viuda que no lo llevase o se lo quitase antes de tiempo¡

         Luego llegarían las misas, la primera la de “corpore insepulto”, a esa la seguirían muchas más en los días inmediatamente siguientes, además de las de los aniversarios de la muerte.
         Las “misas gregorianas” que, si mal no recuerdo, para que pudieran producir el efecto deseado en el difunto, eran treinta que debían ser en treinta días seguidos, de lo contrario….
         Las misas, naturalmente, se le “dicen” al muerto a cambio de ciertas cantidades de dinero. Es un trueque. “Yo aplico la misa por … Y tú me pagas por ello”.

Yo no sé qué diría Dios si se enterase.

2 comentarios:

  1. Hola, Tomás. Enhorabuena por estar ahí, que es lo importante. Por estar ahí y escribiendo, cumpliendo prórroga tras prórroga con ánimo, que es lo vital. Saludos.

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  2. Encantado de "re-verte" por estos lugares. Te he supuesto, o bien destrozado por tus nietos, o bien enfrascado en una nueva novela. Un abrazo.

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