jueves, 15 de agosto de 2019

EL HOMBRE MEDIEVAL ( 1.2.)


Uno podía jugarse la vida eterna por cualquier resquicio no previsto.

Él vive la muerte en vida.
Su vida es tan sólo una preparación para la muerte.
Vive su muerte por adelantado, puede imaginársela y no quiere que sea traumática.

Hacer testamento, si tiene algo que dejar, es hacer memoria de su pasado, ordenar el presente y prever el futuro.

El hombre del final del medievo, sobre todo, experimenta, muy de cerca, las lacerantes epidemias que diezman a la población, haciendo mella hasta en su propia familia o allegados; la crueldad de las guerras cuerpo a cuerpo, con la sangre caliente manando, chorreando, viéndola o sufriéndola; por las aglomeraciones urbanas desorganizadas, no planificadas, sin control de tipo alguno… vive, en directo, las enfermedades, la agonía, los estertores de la muerte.

El desarraigo de los obligados a dejar el campo y a hacinarse en las ciudades, con las mayores posibilidades de contagio, con las mayores probabilidades de enfermar y/o de morir, redoblan la memoria en recuerdo de sus antepasados, seguramente menos infelices pero no previsores del futuro de sus hijos, hacen que este hombre medieval mire hacia adelante, hacia el futuro y se decide a dejarlo todo atado o más atado para que sus descendientes no puedan, el día de mañana, echárselo en cara, una vez que él haya desaparecido.

Profundamente convencidos de la existencia de la vida eterna y con una arraigada conciencia escatológica lo ponen en contacto vivencial con lo sobrenatural, viviendo su muerte por adelantado en la liturgia de la preparación.

Sobre todo en los últimos siglos del medievo, la redacción de los testamentos, la disposición espiritual al bien vivir y al bien morir, la minuciosidad con que se preparan las procesiones mortuorias (ataúd, caballos, número de sacerdotes, número de plegarias…), la escenificación del tránsito…

El más allá es visto desde una perspectiva apocalíptica, no como el lugar al que se desea ir (eso queda reservado a algunos místicos) sino como el sitio al que, queriéndolo o sin quererlo, tendrá que ir.
Y, puesto que allí, irremisiblemente, iré, tendré que organizarme y organizarlo todo para entrar en la vida eterna por la puerta grande, donde salgan a recibirle las cohortes de ángeles, arcángeles, querubines, serafines,…

Esta perspectiva escatológica hace que se sea más consciente  de la fugacidad de la vida, de la vanidad de las glorias de este mundo, de la comparación de esta nada temporal con aquella plenitud eterna.

Más pensando en el allende que en el aquende.

El testamento, en el que constan todos los preparativos de lo que hay hacer cuando uno se va a ir o cuando ya no se esté, es el auténtico pasaporte, el bonobús, la entrada franca para la vida eterna.
Es necesario, pues, hacerlo con una liturgia precisa y meticulosa para que nada quede suelto.
Aunque, naturalmente, ese testamento no lo es todo, porque debe ir acompañado de las buenas obras e intenciones, además de completado con los correspondientes sufragios.

Al testar, el testador, aunque no sea inminente la muerte, ya la vive desde lejos, tiene conciencia viva del traspaso de esta vida a la otra, por eso es su última voluntad, en ese momento.
Podrá, después, cambiarla, pero en ese momento, para él, es su última voluntad, como si la muerte fuera ya a darle la mano o pasarlo por la guadaña.

Hay una liturgia del testamento, como hoy realiza un bufete de abogados la redacción de un contrato, con muchas cláusulas, para dejarlo todo bien atado donde la otra parte contratante no encuentre ni pueda encontrar subterfugio alguno para su incumplimiento.

Se testa no sólo ante una muerte próxima sino que también es conveniente haberlo hecho cuando se embarque en un viaje comercial arriesgado, en el que se puede morir por infinidad de causas; igualmente al ver la enfermedad, la agonía y la muerte en directo de algún familiar, o la conciencia de una posible muerte súbita, no despertándote cuando te acuestas, o poder quedarte inconsciente… cuando ya no haya remedio.

Sólo pensar en la terrible justicia divina… pues, aunque es verdad que Dios es Padre, Dios también es Juez al que no se le escapa ni los pensamientos, ni las palabras, ni las obras, ni las omisiones y que no puede cometer sentencias injustas dejando sin castigar los pecados.

“El que hoy está sano, continuamente debe ser consciente de que mañana, de golpe, puede enfermar y morir”.

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Como el cuerpo es frágil, el alma debe estar en continua vigilia, sabiendo lo cierta que la muerte es y lo incierto de su hora.

Uno de los principios filosóficos arraigados en la mente popular es que “causa causae est causa causati”, (“La causa de una causa (también) es causa de lo causado por esa causa”.

Dios puede, pues, preguntarle, cuando esté en su presencia, si allí abajo ha hecho todos los deberes y ha dejado arregladas todas las cosas durante su vida terrena, sin dejar pendencias pendientes.

Dios puede acusarle de las desavenencias y disputas de sus familiares y sus hijos por sus bienes y propiedades, si se ha ido y no lo ha dejado todo muy clarito, en testamento expreso.
Por eso el testamento es el aval o carta de presentación para quedar exento de posibles acusaciones por parte de la justicia divina.

Además el testamento no puede dejarse para última hora, porque debe ser redactado en plenas condiciones psíquicas y morales del testador.

“Ahora que me encuentro con buena salud, en mi sano juicio y con buena memoria, yo…”, (así solían empezar los testamentos). Es lo más aconsejable, no siendo que luego falle la razón, lo haga mal….

El testamento, pues, es un auténtico seguro de vida eterna para el testador siempre que vaya acompañado de sana intención, de buenas obras y de sincero arrepentimiento.

El testamento es un pacto, es una póliza de seguros que se establece entre la iglesia y el testador, cubriendo tanto el ámbito natural como el espiritual.
Por eso en el testamento debe constar, expresamente, tanto las donaciones terrenas (como es el pago de deudas pendientes, las donaciones a familiares, las recompensas a amigos por favores recibidos, la retribución a colegas profesionales (entre mercaderes o negociantes), así como las donaciones espirituales (limosnas de todo tipo, donaciones a las parroquias, solicitud de oraciones, establecimiento y pago previo de los sufragios que el testador  establece para entrar en la vida eterna con la mayor premura posible…

Casi la mitad de la extensión de mi pueblo era del Seminario, procedente de donaciones testamentarias, (“las tierras de los curas”), imágenes encargadas por el difunto, joyas para que las luciera en las procesiones el santo o la virgen de su devoción, el encargo de misas por su alma (no siendo que uno vaya al purgatorio) para poder abandonarlo lo antes posible, el banco espiritual de la comunión de los santos, los días de indulgencias y las indulgencias plenarias, (que a mí me hacía dudar de que aún quedara un alma purgando), las misas gregorianas, los aniversarios con misas de difuntos…

El testamento ya no es sólo la transmisión de bienes por parte del difunto a sus herederos, es todo una radiografía psicológica subjetiva de la vivencia de ese paso previo de la preparación para la vida eterna, todo perfectamente precisado, tanto litúrgica como notarialmente.

¡Horror a morir intestado¡, por las posibles funestas consecuencias para su alma y por toda la eternidad.

Llegó a convertirse en una práctica habitual, por eso la frase más repetida en todos los testamentos es la de San Agustín: “Nada más cierto que la muerte, nada menos cierto que la hora de la muerte”, por lo tanto…

Tener conciencia de la muerte no es, pues, equivalente a proximidad temporal de la misma.

La fragilidad de lo caduco (experimentable) frente a la seguridad de lo perdurable (creíble). O, en términos metafóricos, el “tempus fugit” (de los relojes) frente al “aeternum manet” de la fe, el “tiempo del mercader” frente a “tiempo de la iglesia”.

Lo que tengo en mis manos (casi nada) y lo que se me promete (casi todo o todo).

Lo normal es tener, en la mesilla del dormitorio, una biblia, dejando para el despacho toda la librería con los libros profesionales o de lectura o de entretenimiento.
Todo un símbolo.
¿Quién me garantiza que mañana me levantaré de esta cama?

Comparar la vida con la flor que, tras breve tiempo, se marchita y desaparece.

Ya lo decía San Pedro: “Toda carne es como el heno y toda su gloria dura como la flor del heno. Se seca el heno y la flor se marchita. La palabra de Dios, en cambio, dura por siempre”.

La vida como una flor, como una sombra, como el humo.
Todo, siempre, tan fugaz y tan pasajero frente a lo que siempre dura y no tiene fin.

Platón expreso en los testamentos: “Todo lo natural tiende a no ser, frente a lo espiritual, que siempre ha sido, es y será”.

La muerte del cuerpo como descomposición de sus partes, de sus cuatro elementos, pero el alma es simple, no compuesta, y si la muerte es “descomposición de las partes”, mal puede descomponerse lo que no está compuesto.

Preocuparse, por lo tanto, más por la salud del alma, inmortal y destinada a la eternidad, que por la salud del cuerpo que, por naturaleza, tiende a no ser y, más pronto que tarde, dejará de ser.

Con lo eterno no se juega, porque es mucho lo que uno se juega.

Recordar, pues, el pasado, arrepentirse de él, si fuera necesario, con dolor de corazón y propósito de la enmienda, ordenar la vida en el aún presente y prever las consecuencias venideras.

Hacer balance para cuando uno tenga que enfrentarse al Dios Juez y su balanza justa, pesadora de palabras, obras, pensamientos y omisiones.

Es necesario dejarlo todo atado y bien atado para llegar al juicio divino con las suficientes garantías.
Ligero de equipaje corporal, repleto de equipaje espiritual.

Parece una contradicción, una vida (que está) viviendo, en vida, una muerte (que aún no está pero que se la espera y se la anticipa).

Esta vivencia de la muerte, en vida, está inserta en la cultura medieval.

Sacar el pasaporte en el aquí para el allí.

Lo “allende” en lo “aquende”.


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