Todo lo vivo muere, ha muerto o morirá. Todo es mortal. También nosotros. Lo deducimos de la experiencia. Pero “desearíamos” no morir, ser “inmortales”,
Igualmente todo lo real es finito, tiene unos límites, en el tiempo y en el espacio. También nosotros, estamos aquí, (y no allí, no somos “ubicuos”) y ahora (no estuvimos antes ni estaremos después). Somos “finitos, limitados” y nos gustaría no serlo.
La finitud en el tiempo, la “temporalidad”, la “mortalidad”, produce en nosotros miedo. Miedo que debemos vencer si no queremos vivir atenazados.
La victoria sobre ese miedo nos ha sido ofrecida y prometida por la religión, por todas las religiones.
Una de las dimensiones de toda religión es la “soteriológica”, “la de salvación”. Hemos invocado a los dioses y ellos han acudido para “salvarnos”, para “rescatarnos de la “finitud”. Hemos creído, durante casi toda la vida del hombre sobre la tierra, en ellos y, a cambio de la confianza (fe) y de conductas determinadas, se nos ha prometido la salvación “eterna” (“el tiempo ilimitado, sin fin, para siempre”).
Pero siempre, relacionados con los dioses, están las “peanas o altares” y los “púlpitos”. En ninguno de los dos se da la “horizontalidad”, “el diálogo”, el “tú a tú”. A los dioses, elevados en los altares, se les invoca, verticalmente, hacia arriba, para “pedirles mercedes” o para “que nos evite males”. Creemos en su omnipotencia, en que en sus manos está concedérnoslo.
Desde los púlpitos, sus representantes, los “sacer-dotes” (personas “sagradas”), verticalmente, hacia abajo, nos recriminan las malas prácticas y nos invitan u obligan a cumplir los mandamientos que, según ellos, son “palabra de Dios”, siendo, ellos, los únicos intermediarios autorizados, entre los dioses y los hombres, los que interceden por nosotros, comunicándoles a los dioses nuestros deseos y nuestros temores.
Todo lo que ocurre, bueno o malo, es porque los dioses quieren o lo permiten.
En palabras de San Agustín: “Dios hace lo que quiere, como quiere, cuando quiere, donde quiere,….” y lo que nosotros intentamos, rezándole, es que “quiera lo nuestro”.
Los “sacerdotes”, como intérpretes únicos autorizados de los “libros sagrados”, en que se ha manifestado la “palabra de Dios”, han regido las vidas de los hombres durante gran parte de la historia.
La moral y la política han estado, en exclusiva, en sus manos.
Pero en Grecia, sin casta sacerdotal y sin libros sagrados (porque ni la Ilíada, ni la Odisea, ni la Teogonía de los dioses, lo son, como tampoco han sido sacerdotes ni Homero ni Hesíodo), en las colonias griegas del Asia Menor, apareció una nueva forma de gobernarse los hombres. Se le llamó “democracia”.
En esta forma de gobernarse no entran los dioses sino los hombres, no la fe, sino la razón. Se discute, se argumenta, en público, se “dan razones” de lo que se dice y de lo que se quiere. Hay, en las asambleas, libertad para exponer y replicar. Son autónomas. En ellas hay horizontalidad. Los hombres son ciudadanos, con los derechos y deberes que ellos mismos se dan y manifiestan en las “leyes”, conclusiones de las Asambleas.
No es que sobren los dioses, es que no hacen falta para gobernar nuestras vidas. Se consideran “autó-nomos” y “aut-árquicos”, y el ideal de su polis es ser, también, “auto-suficiente”.
La obsesión de Sócrates por SABER.
.- Maestro, ¿“SABER” para qué? –pregunta el discípulo.
.- SABER para OBRAR bien.
.- Maestro, ¿y OBRAR bien, para qué?.
.- Para SER FELIZ.
Sólo se puede SER FELIZ si se OBRA BIEN. Y sólo se OBRA BIEN si se SABE qué es el BIEN.
Igual que sólo el TÉCNICO sabe qué es lo que hay que HACER, sólo el FILÓSOFO sabe cómo debemos OBRAR. Si el primero conoce los mecanismos de los utensilios que usamos, para que FUNCIONEN, el segundo sabe las conductas adecuadas que debemos poner en práctica, en nuestras vidas, para SER FELICES.
Toda PRÁCTICA, pues, necesita una TEORÍA.
La Teoría (Theos = dios y “orao” = ver) “visión divina”, “conocimiento perfecto” por parte del hombre.
La meta de la Teoría es el conocimiento del mundo que nos rodea para poder encontrar nuestro lugar en él, para, así, poder obrar adecuadamente y aprender a vivir felizmente.
Para los griegos el mundo se les presentaba como un “cosmos” (“orden”), como un “todo ordenado y animado”. El cosmos es igual que un ser vivo, como nosotros, por ejemplo, que estamos compuestos de muchos y distintos órganos, pero sin que cada uno vaya por un lado, sino ordenados, cada uno con una función distinta (corazón, pulmones, hígado, cerebro,..) pero actuando “en orden al todo”, para bien del conjunto, el cuerpo humano.
Los griegos miraban los cielos y se extasiaban del “orden” que existía entre las “estrellas”, siempre moviéndose entre la tierra y la esfera de las estrellas fijas, pero de una manera regular, “ordenada”, sin salirse de sus órbitas.
Igualmente el “orden en la naturaleza”, la sucesión de las estaciones, del día y de la noche, de la siembra y de la cosecha, de la aparición de las flores en primavera y del frío en invierno, del mismo fruto que sale de las mismas semillas, de los animales depredadores que a su vez son presas,… todo “ordenado”, un “cosmos”, tanto en el mundo sublunar como en el mundo translunar.
Ese “orden”, ese cosmos, es “divino” (en el sentido de que “no es humano”, que no depende de nosotros). No que el causante de ello sea un dios, es el orden el que es divino.
Los estoicos no creen en dioses personales causantes del orden. “Lo divino es el orden”.
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