viernes, 27 de septiembre de 2013

3.- EL HOMBRE RENACENTISTA.


 
El único protagonista de la Edad Moderna es “el hombre” que, saliendo de su “humanidad servil medieval”, con Dios como único y auténtico Señor reconocido, “se enseñorea, desendiosándose” y comenzando esta nueva aventura, como protagonista. Aventura que aún no ha cesado, Y en ello estamos.

En primer lugar el hombre comenzó “individualizándose”, siendo él mismo, único y no uno más, irrepetible, no partícula de un todo (gremio, feudo, iglesia,…).

Él es él. Así comienza, como individuo, aunque el proceso no llegará a su culmen hasta el siglo XVIII.

Si el mundo medieval era más “teológico” que “real”.

Si la realidad era sólo el reflejo y la manifestación de un Dios superpoderoso que la había creado así.

Si él no era él, ni para él, sino imagen y semejanza de eso Otro y para ese Otro.

Si…

Si…

No se sentía frustrado, sino satisfecho, convencido de que su misión en esta vida, tan breve, era desempeñar bien ese papel asignado por Dios a cambio de lo cual sería recompensado, nada menos que, con “la vida eterna”.

Esa era la verdad, además revelada, indiscutible bajo sospecha de pecado.

Querer salir, intentarlo tan sólo, de ese lugar asignado, era un pecado de soberbia, algo así como echarle en cara a Dios de su error, de su equivocación al ubicarlo, a él, en ese lugar, cuando él se consideraba digno y capaz de otro lugar superior, de otro papel ya no de segundón, sino de mayor protagonismo.

El hombre medieval era un ser conformista. De lo contrario, su soberbia (“pecado capital”) le implicaría la “malaventuranza” del castigo eterno infernal, aun sin pasar por el purgatorio.

No eran alicientes para él ni el goce intelectual de buscar y encontrar la verdad (que ya estaba dada, sólo le bastaba “creer”) y menos los placeres corporales (el mundo y la carne como dos de los tres “enemigos del hombre”).

¿Para qué buscar lo ya encontrado y para qué desear lo prohibido y pecaminoso?

La naturaleza no era ella sino “un bello libro abierto en el que se refleja  su Creador”.

Y él era sólo eso, un ser creado “para amar y servir a su Creador”.

Esa era la verdad, tanto de la naturaleza como de sí mismo.

Pero el hombre renacentista ha cambiado de gafas, tiene otra perspectiva, respaldada por los textos legados por la Antigüedad Clásica, en la que se refleja esa otra mentalidad no mediada por la religión cristiana, esa otra forma distinta de vivir y de ver la vida, como fin y no come medio, como estancia y no como posada, como valor en sí y no como moneda de cambio.

La vida real, aunque breve, no puede/no debe ser hipotecada por la mera “creencia y esperanza” de otra vida prometida eterna, de la que nunca, nadie, ha sabido nada.

Lo real, aunque breve, superior a lo ideal, aunque eterno.

La vida es, no para entregarla, ni al señor ni al Señor, sino para vivirla, usarla, gastarla, consumirla, agotarla.

Esta actitud subversiva rompe con la visión escatológica y religiosa y lo planta en la visión terrenal y laica y con la intención de permanencia.

Ya no se siente ni se ve como “creado por/ni creado para”, sino como creador de un mundo nuevo que va saliendo de sus manos, a su imagen y semejanza y tan sólo con las armas de la razón, de la cultura, de la ciencia, de la técnica.

Es un tiempo nuevo y un nuevo mundo el que sale de sí mismo, de la confianza en sí mismo, sin necesidad de creer en el Otro.

Es el “antropocentrismo” renacentista, instalado en la peana, una vez que se ha descabalgado de la misma al viejo-medieval “teocentrismo”.

El hombre va a comenzar la aventura de ser el protagonista (aunque luego lo haga mal y sea víctima de sí mismo) de su propia historia, para bien o para mal.

Nada que ver con Dios, ni para darle las gracias ni para echarle nada en contra. Se vive como si Dios no existiera, al margen de Dios.

Es “el reino del hombre” el que se inaugura.

 

 

 

 

 

 

 

 

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