jueves, 25 de junio de 2020

FLORILEGIO 15 ( 8 ) "TRADICIÓN Y PROGRESO"



Y ahí tenemos, triunfantes, el individualismo, el liberalismo, el capitalismo, el socialismo materialista y ateo, el consumismo,…lo que criticamos desde el mundo secularizado y que ya pronosticaba la Iglesia teniendo en cuenta los presupuestos de que partía y en los que se apoyaba el proceso secularizador.

Aunque cuando se trataba de defender los derechos humanos, la libertad de conciencia, la democracia,…la Iglesia se echaba para atrás, como si no fueran también preceptos positivos religiosos, como si fueran contrarios a los derechos de Dios y a los derechos de la verdad.

Este distanciamiento comenzó ya con la Reforma (protestante), la Contrarreforma (católica) llegando, incluso a las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.

Estas guerras que tenían tanto un componente político (nacimiento de las nuevas nacionalidades) como un componente religioso, con la división y la posterior fragmentación en diversas confesiones cristianas, originándose la incapacidad de garantizar ni la paz ni la unidad europea, ni la convivencia entre sus pueblos sino que es causa de sangrientas guerras, queriendo cada una monopolizar la fe negándole el pan y la sal a las demás.

Para garantizar la paz es preciso acudir a otros principios, por encima de la fe (escindida en diversos credos e iglesias, causa de enfrentamientos confesionales y bélicos, está la “razón común de la humanidad”.
De aquí saldrá el “deísmo”, como religión de la razón que, por motivos históricos, queda así reforzado.

Además, la Iglesia Oficial, con su jerarquía al frente se sitúa históricamente contra lo que aparece como conquistas indiscutibles de la modernidad: la libertad de conciencia, los derechos humanos, la democracia, la justicia social, la igualdad de todos los hombres,… y las Encíclicas contra el “modernismo” se suceden unas a otras, negándolos y exhortando a la resignación en nombre de un premio ultraterreno.

Es ya algo tópico y típico situar a la Iglesia contra el progreso de la ciencia (Galileo, el evolucionismo,…) pero que el positivismo y el cientificismo son la expresión de una extralimitación, llegando al otro dogmatismo (no sólo el dogmatismo religioso).

A la Iglesia le ha costado mucho tiempo aceptar los avances de la secularización, como la igualdad de todos los hombres no sólo como hermanos ante Dios, sino como ciudadanos iguales en la sociedad, iguales ante la ley, sin leyes privadas (privi-legios) y la posibilidad de participación igualitaria en los bienes naturales,…

Esta Iglesia que no parece la misma que, en sus orígenes, supo acoger dialogalmente (una vez superado algún ultra) la cultura clásica, griega y romana, que introdujo en el mundo romano ya la exigencia de separación de política y religión, y afirmó los principios de tolerancia y libertad de conciencia en materia religiosa, y que, hoy, no ha sabido conectar con la de sus orígenes, negando y despotricando contra lo que han sido avances de todo tipo, no sólo científicos, también sociales, morales, laborales.

Recordar que desde el Manifiesto Comunista hasta la primera encíclica social, “De rerum novarum”, de León XIII tuvieron que pasar 50 años (de 1.848 a 1.892) y esperar a los años 30 del siglo XX para que apareciera la “Quadragesimo anno”

La Iglesia no supo distinguir lo bueno de lo malo, lo válido y lo rechazable, del proceso de la modernidad.

La labor sanitaria y educativa, la ayuda alimenticia, la ayuda a los más desfavorecidos,…lo puso en práctica la Iglesia, con algunas de sus congregaciones (recordemos también a los jesuitas y la intelectualidad) pero eran como actos de caridad (por Dios) más que como actos de justicia (por ser personas).

La Iglesia se mantuvo encasillada mucho tiempo, demasiado tiempo aunque, cada vez más esté superando aquellas rémoras aceptando las grandes conquistas (los progresos reales) de la modernidad (aunque, confesémoslo, muy a menudo nos encontramos, en nuestra misma España, cardenales y obispos que parecen no haber pasado de la Contrarreforma, por sus declaraciones públicas y sus conductas anticuadas, fuera de tiempo)

El Concilio Vaticano II, con Juan XXIII y grupos de teólogos comprometidos, parecía que iba a ser el pistoletazo de salida de una nueva Iglesia, pero tras los primeros principios… menos mal que, actualmente, el Papa Francisco es capaz de decir, públicamente: “Defender al pobre no es ser comunista, es el centro del Evangelio”.

Pero su carisma personal no parece encajar en toda la jerarquía eclesiástica.

Los Derechos Humanos, la tolerancia y la libertad,…dejaron de ser defendidos por la Iglesia cuando el Cristianismo fue declarado “religión oficial del Imperio”, que no fue con Constantino, como a menudo se dice y se repite, sino con el Emperador Teodosio.

Ni que decir tiene que las dudas que engendró el Vaticano con el régimen nazi están en la mente popular y nada digamos en España, con el Cardenal Segura, Franco, la guerra civil o “cruzada contra el comunismo, materialismo, ateísmo,…” que perduró durante toda la larga etapa del postfranquismo, sobre todo la influencia del Opus y el desprecio a los “curas obreros”.

De la Teología de la Liberación, mejor es no hablar.

“Progresismo” y “Tradicionalismo” son los extremos, antitéticos, de una línea en el tiempo, igualmente graves.
No así, necesariamente, “Progreso” y “Tradición”.

Para el “Tradicionalismo” cualquier tiempo pasado fue mejor, la valoración de la vida humana está en el pasado, por ser pasado.
Las viejas Dictaduras de Derechas mitifican las pasadas glorias patrias a las que tratan de volver oponiéndose a la decadencia presente, pretendiendo, así, una legitimación histórico-metafísica del poder detentado.

Pero eso mismo (y no podemos ni debemos olvidarlo) es lo que hacen los nacionalismos, para quienes el “hecho diferencial” quieren y pretenden que se convierta en fundamento de derechos especiales, lo que supone una perversión aberrante que destruye de un plumazo la idea moderna de “universalización de los Derechos Humanos” y la igualdad de todos los hombres sin distinción de raza, sexo, religión, condición social,…

Estos tradicionalismos pueden acabar rayando peligrosamente en “racismos” (no hay más que oír lo que piensan y dicen los nacionalistas catalanes de los no catalanes, aunque lleven allí ya integrados durante generaciones, y lo de los nacionalistas vascos no sólo lo piensan y lo dicen, sino que matan en nombre de su raza-cultura-lengua-historia,…

Cuando la historia real no es la ideal e inventada por ellos y que en las escuelas van moldeando la mente de los niños.

El progresismo, en cambio, cambian la letra de Jorge Manrique: “cualquier tiempo “futuro” será mejor”

Estas dos posiciones no son sólo falsas, sino estúpidas, porque ambas son infieles a la realidad del ser humano y a su dimensión histórica, traicionando la esperanza (el tradicionalismo) y traicionando la gratitud (el progresismo).

Uno nos condena a la imitación, viendo perversa la originalidad, el otro nos desarraiga de la tradición de la que provenimos y nos aliena del presente.
Uno condena toda época nueva, el otro condena toda época pasada.

En el presente, el único tiempo real, se hermanan tanto la tradición como el progreso.
El presente es la condensación de posibilidades positivas y negativas realizadas en el pasado, lo que constituye el “haber” real del presente, con su correspondiente carga de “debe”

Este presente conlleva posibilidades nuevas que nos abren al futuro.

No estamos condenados por la tradición, no estamos prisioneros de los fantasmas del pasado.

Lo que mide el verdadero progreso es el capital axiológico que va realizándose en la historia.
Es a lo que hay que mirar, a los valores que ennoblecen la vida humana.

Tendremos que recoger todos los valores positivos que nos haya dado el pasado, ser fieles a ellos, tratar de conservarlos y enriquecerlos.
Y nuestro reto consiste en buscar y conseguir los nuevos valores positivos aún ausentes, para hacerlos presentes.

Para quien no comparte la fe es difícil que vea posibilidades y valores en la actitud y vida religiosa.
No sólo desde la religión puede medirse el nuevo progreso, pero tampoco sin ella, porque además de valores útiles, artísticos, éticos, científicos,…hay valores religiosos, con la dimensión de ultimidad, que está en el fondo del alma de todos los hombres, el querer no morir, el querer vivir eternamente.

El mensaje evangélico no está dado de igual manera en todos los tiempos, y hoy debe ser descubierto.

¿La esperanza cristiana es utópica?

¿Poner la meta en la otra vida, esperada y deseada, es utópico?

Los creyentes y los no creyentes lo ven, lo interpretan de forma distinta


(Sobre texto de José María Vegas, “Religión y Progreso”, en Diálogo filosófico)


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