Y ahí tenemos, triunfantes,
el individualismo, el liberalismo, el capitalismo, el socialismo materialista y
ateo, el consumismo,…lo que criticamos desde el mundo secularizado y que ya
pronosticaba la Iglesia
teniendo en cuenta los presupuestos de que partía y en los que se apoyaba el
proceso secularizador.
Aunque cuando se trataba de
defender los derechos humanos, la libertad de conciencia, la democracia,…la Iglesia se echaba para
atrás, como si no fueran también preceptos positivos religiosos, como si fueran
contrarios a los derechos de Dios y a los derechos de la verdad.
Este distanciamiento comenzó
ya con la Reforma
(protestante), la
Contrarreforma (católica) llegando, incluso a las guerras de
religión de los siglos XVI y XVII.
Estas guerras que tenían tanto
un componente político (nacimiento de las nuevas nacionalidades) como un
componente religioso, con la división y la posterior fragmentación en diversas
confesiones cristianas, originándose la incapacidad de garantizar ni la paz ni
la unidad europea, ni la convivencia entre sus pueblos sino que es causa de
sangrientas guerras, queriendo cada una monopolizar la fe negándole el pan y la
sal a las demás.
Para garantizar la paz es
preciso acudir a otros principios, por encima de la fe (escindida en diversos
credos e iglesias, causa de enfrentamientos confesionales y bélicos, está la
“razón común de la humanidad”.
De aquí saldrá el “deísmo”,
como religión de la razón que, por motivos históricos, queda así reforzado.
Además, la Iglesia Oficial , con su jerarquía
al frente se sitúa históricamente contra lo que aparece como conquistas
indiscutibles de la modernidad: la libertad de conciencia, los derechos
humanos, la democracia, la justicia social, la igualdad de todos los hombres,…
y las Encíclicas contra el “modernismo” se suceden unas a otras, negándolos y
exhortando a la resignación en nombre de un premio ultraterreno.
Es ya algo tópico y típico
situar a la Iglesia
contra el progreso de la ciencia (Galileo, el evolucionismo,…) pero que el
positivismo y el cientificismo son la expresión de una extralimitación,
llegando al otro dogmatismo (no sólo el dogmatismo religioso).
A la Iglesia le ha costado
mucho tiempo aceptar los avances de la secularización, como la igualdad de
todos los hombres no sólo como hermanos ante Dios, sino como ciudadanos iguales
en la sociedad, iguales ante la ley, sin leyes privadas (privi-legios) y la
posibilidad de participación igualitaria en los bienes naturales,…
Esta Iglesia que no parece la
misma que, en sus orígenes, supo acoger dialogalmente (una vez superado algún
ultra) la cultura clásica, griega y romana, que introdujo en el mundo romano ya
la exigencia de separación de política y religión, y afirmó los principios de
tolerancia y libertad de conciencia en materia religiosa, y que, hoy, no ha
sabido conectar con la de sus orígenes, negando y despotricando contra lo que
han sido avances de todo tipo, no sólo científicos, también sociales, morales,
laborales.
Recordar que desde el
Manifiesto Comunista hasta la primera encíclica social, “De rerum novarum”, de
León XIII tuvieron que pasar 50 años (de 1.848 a 1.892) y esperar a
los años 30 del siglo XX para que apareciera la “Quadragesimo anno”
La labor sanitaria y
educativa, la ayuda alimenticia, la ayuda a los más desfavorecidos,…lo puso en
práctica la Iglesia ,
con algunas de sus congregaciones (recordemos también a los jesuitas y la
intelectualidad) pero eran como actos de caridad (por Dios) más que como actos
de justicia (por ser personas).
El Concilio Vaticano II, con
Juan XXIII y grupos de teólogos comprometidos, parecía que iba a ser el
pistoletazo de salida de una nueva Iglesia, pero tras los primeros principios…
menos mal que, actualmente, el Papa Francisco es capaz de decir, públicamente:
“Defender al pobre no es ser comunista, es el centro del Evangelio”.
Pero su carisma personal no
parece encajar en toda la jerarquía eclesiástica.
Los Derechos Humanos, la
tolerancia y la libertad,…dejaron de ser defendidos por la Iglesia cuando el
Cristianismo fue declarado “religión oficial del Imperio”, que no fue con
Constantino, como a menudo se dice y se repite, sino con el Emperador Teodosio.
Ni que decir tiene que las
dudas que engendró el Vaticano con el régimen nazi están en la mente popular y
nada digamos en España, con el Cardenal Segura, Franco, la guerra civil o
“cruzada contra el comunismo, materialismo, ateísmo,…” que perduró durante toda
la larga etapa del postfranquismo, sobre todo la influencia del Opus y el
desprecio a los “curas obreros”.
De
la Teología de
la Liberación ,
mejor es no hablar.
“Progresismo” y
“Tradicionalismo” son los extremos, antitéticos, de una línea en el tiempo,
igualmente graves.
No así, necesariamente,
“Progreso” y “Tradición”.
Para el “Tradicionalismo”
cualquier tiempo pasado fue mejor, la valoración de la vida humana está en el
pasado, por ser pasado.
Las viejas Dictaduras de
Derechas mitifican las pasadas glorias patrias a las que tratan de volver
oponiéndose a la decadencia presente, pretendiendo, así, una legitimación
histórico-metafísica del poder detentado.
Pero eso mismo (y no podemos
ni debemos olvidarlo) es lo que hacen los nacionalismos, para quienes el “hecho
diferencial” quieren y pretenden que se convierta en fundamento de derechos
especiales, lo que supone una perversión aberrante que destruye de un plumazo
la idea moderna de “universalización de los Derechos Humanos” y la igualdad de
todos los hombres sin distinción de raza, sexo, religión, condición social,…
Estos tradicionalismos pueden
acabar rayando peligrosamente en “racismos” (no hay más que oír lo que piensan
y dicen los nacionalistas catalanes de los no catalanes, aunque lleven allí ya
integrados durante generaciones, y lo de los nacionalistas vascos no sólo lo
piensan y lo dicen, sino que matan en nombre de su raza-cultura-lengua-historia,…
Cuando la historia real no es
la ideal e inventada por ellos y que en las escuelas van moldeando la mente de
los niños.
El progresismo, en cambio,
cambian la letra de Jorge Manrique: “cualquier tiempo “futuro” será mejor”
Estas dos posiciones no son
sólo falsas, sino estúpidas, porque ambas son infieles a la realidad del ser
humano y a su dimensión histórica, traicionando la esperanza (el
tradicionalismo) y traicionando la gratitud (el progresismo).
Uno nos condena a la imitación,
viendo perversa la originalidad, el otro nos desarraiga de la tradición de la
que provenimos y nos aliena del presente.
Uno condena toda época nueva,
el otro condena toda época pasada.
En el presente, el único
tiempo real, se hermanan tanto la tradición como el progreso.
El presente es la
condensación de posibilidades positivas y negativas realizadas en el pasado, lo
que constituye el “haber” real del presente, con su correspondiente carga de
“debe”
Este presente conlleva
posibilidades nuevas que nos abren al futuro.
No estamos condenados por la
tradición, no estamos prisioneros de los fantasmas del pasado.
Lo que mide el verdadero
progreso es el capital axiológico que va realizándose en la historia.
Es a lo que hay que mirar, a
los valores que ennoblecen la vida humana.
Tendremos que recoger todos
los valores positivos que nos haya dado el pasado, ser fieles a ellos, tratar
de conservarlos y enriquecerlos.
Y nuestro reto consiste en
buscar y conseguir los nuevos valores positivos aún ausentes, para hacerlos
presentes.
Para quien no comparte la fe
es difícil que vea posibilidades y valores en la actitud y vida religiosa.
No sólo desde la religión
puede medirse el nuevo progreso, pero tampoco sin ella, porque además de
valores útiles, artísticos, éticos, científicos,…hay valores religiosos, con la
dimensión de ultimidad, que está en el fondo del alma de todos los hombres, el
querer no morir, el querer vivir eternamente.
El mensaje evangélico no está
dado de igual manera en todos los tiempos, y hoy debe ser descubierto.
¿La esperanza cristiana es
utópica?
¿Poner la meta en la otra
vida, esperada y deseada, es utópico?
Los creyentes y los no
creyentes lo ven, lo interpretan de forma distinta
(Sobre texto de José María
Vegas, “Religión y Progreso”, en Diálogo filosófico)
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