viernes, 18 de enero de 2019

EL DERECHO/EL DEBER DE SER FELICES (1)


Dice Aristóteles que todo lo que el hombre hace lo hace para ser feliz, lo hace en vistas a la felicidad, que es el mayor bien de todos.
No es que tengamos derecho a la felicidad (que también) sino que tenemos el deber de ser felices.
Aunque, luego, tengamos distintos conceptos de “felicidad” y mientras para unos consiste en esto, para otros consista en otra cosa, pero todos, todos obran/obramos buscando la felicidad, buscando ser felices.

“Lo mejor, lo más hermoso y lo más agradable es la felicidad” –nos dice el estagirita en su Ética a Nicómaco.

La Ética Laica lo afirma tajantemente y, además, que esa felicidad tiene que ser en esta vida, mientras estamos en la tierra.

Sin embargo, desde sus orígenes hasta hoy mismo, las morales religiosas han reprimido esta felicidad terrena reservando la auténtica felicidad para el más allá, como algo demasiado “precioso” para ser degustado durante nuestro “peregrinaje” y “destierro”.
Para ellas esta vida no es una “meta” sino sólo un camino para hacer méritos, para merecer aquella felicidad ultraterrena y eterna.

Buscar la felicidad aquí abajo es renunciar a la meta, dicen las morales religiosas.
Más aún, los méritos para merecer aquella felicidad es, sobre todo, el sacrificio, la mortificación, que serían como la moneda de cambio para sacar el pasaporte, el billete o la entrada para disfrutar eternamente (porque la felicidad ultraterrena no es como la de aquí abajo, temporal, huidiza, inconstante, móvil, imperfecta…aquella es eterna y total, plena)

¿Quién no va a sacrificar los años, más o menos, de esta vida para conseguir la vida eterna feliz?
¿Quién no va a hipotecar el tiempo en aras de la eternidad?

“El ayuno riguroso es penitencia gratísima a Dios” y “mientras caminamos en esta vida la felicidad está en el dolor” –afirma la moral del OPUS DEI en “Camino” (la obra por excelencia de su fundador, el rápidamente “santificado” Escrivá de Balaguer.

Vienen a decir las morales religiosas, de una u otra forma,  que, en esta vida, “cuanto peor, mejor”.
De aquí las Bienaventuranzas: “Bienaventurados los pobres…los que tienen hambre y sed…los que lloran…”

¡Con lo fácil que es, pues, ser “bienaventurado”¡ pero casi nadie (nadie) quiere serlo; todos quieren/queremos ser ricos, estar bien comidos y bebidos, reírse, bailar, disfrutar, pasarlo bien, no hipotecar esta vida, sino vivirla a tope,…

Hay que renunciar al concepto de felicidad terrena, natural, para hacerse digno y meritorio de la felicidad eterna, sobrenatural, ultraterrena,…

La virtud, entendida no desde el punto de vista religioso, es el dominio perfecto, excelente, de una actividad.
Y así podemos decir de alguien que es un “virtuoso del violín, o del balón, o de la pluma o,…” porque dominan la práctica de esas actividades.

La virtud, dice Aristóteles, es “el hábito de obrar bien”  (Ara Malikian, Messi, Cervantes,…son virtuosos por cómo dominan el violín, el balón, la pluma).
El vicio, en cambio, es “el habito de obrar mal” (como éste que está escribiendo esto, con dos dedos, mirando las letras, lentamente, equivocándome a menudo…)

Pero “la virtud religiosa implica la felicidad tal como es entendida dentro del dogma religioso y se corresponde con un concepto religioso de felicidad” y que puede llegar a recomendar la renuncia a la vida sexual (o ser obligatoria para ser sacerdote, con el voto de castidad) o más peligroso todavía, castigar la carne con el cilicio (como el Opus Dei), un auténtico masoquismo, una mortificación hiriendo la carne, pero que es visto como la mejor manera de acercarse a Jesucristo, imitándolo, porque todos sabemos que fue coronado de espinas, azotado y, finalmente, crucificado.

Conocí a una joven profesora de filosofía, que había militado en el Opus Dei y que, al final pudo salir de él (con lo difícil que ello es por el acoso que sufre el que quiere abandonar o acaba de abandonarlo para que vuelva).
Me contaba cómo, cuando iba en autobús a la facultad y veía a un joven atractivo y se le desataba la imaginación, deseándolo, se bajaba en la próxima estación (aunque no fuera la suya), sacaba del bolso unas piedrecitas, “picudas”, que siempre llevaba consigo, se las metía dentro del zapato y así, andando y sufriendo, hasta llegar a la facultad. Esa era la manera de compensar, moral y religiosamente, el mal pensamiento que había tenido en el autobús.

¡Hasta dónde llega la borrachera obsesiva, el paroxismo, como para afirmar: “Un cuarto de hora más de cilicio por las almas del purgatorio; cinco minutos más por tus padres; otros cinco minutos por tus hermanos de apostolado! Hasta que cumplas el tiempo que te señala tu horario” (Camino)

¡Tremendo!.

Si alguien ha visto la película “Camino”, de Javier Fesser, puede entender lo que es el Opus.

Por supuesto que no todos los creyentes católicos son del Opus Dei ni piensan, ni actúan, como ellos, en ese crudo y brutal sadomasoquismo.
A la gran mayoría de católicos, en su sano juicio, les repugna este tipo de tormentos, pero no hay que olvidar que la influencia del Opus Dei en la Curia Vaticana es notable.

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