martes, 26 de abril de 2011

VIVIR, TENIENDO QUE MORIR, ESA ES LA SOLUCIÓN

Hablar de “la muerte” es fácil, muy fácil, porque los que se mueren, siempre, son los otros. Y hablar de la muerte de los otros…
Pero nosotros, cada uno de nosotros, no “morimos”, “nos morimos”, y esto es, ya, otro cantar.

Desde la Prehistoria, a los muertos se les enterraba con alimentos y con utensilios que, se creía, podrían serles útiles en la otra vida.

Nosotros “inducimos” que moriremos porque, a diario, comprobamos cómo “muere” la gente, ajena a nosotros o querida, pero dejan de existir como seres vivos y nos dejan. Viven sólo en nuestro recuerdo.
Y sabemos que la muerte llega en cualquier momento y en cualquier lugar, sin buscarla ni desearla, que te tocará aunque no juegues. Llegará de día o de noche, en la casa, en la cama o en la carretera, solo o acompañado, apuñalado o suicidado, a jóvenes y a adultos, a niños y a mayores. Nadie sale vivo de esta vida. Y como vemos, y vemos, y vemos…. concluimos que también a nosotros, antes o después, nos llegará.

Cuando imaginamos nuestro funeral estamos autoengañándonos, nos vemos vivos (viendo) y muertos (no siendo). Y “lo que no puede ser, no puede ser, y, además, es imposible” –que diría el del pueblo.
Nadie puede vivir su muerte, en vida. Eso es una farsa.

Moriremos, pero nos gustaría no morirnos, seguir vivos, ser eternos o, al menos, intemporales.

Nos “creamos” el deseo de no morir y, luego, “creemos” en que no moriremos.
“Creer” es aceptar como existente lo previamente “creado”, nunca comprobable, porque ya no estaremos allí.

“Querer no morir” es un deseo, “morir” es un hecho. Un hecho seguro, aunque incierto. Incierto el cómo, el cuándo y el porqué, pero cierto el hecho.

“Mors certa, incerta hora” – que decían los clásicos.

Lo de “plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro” son las tres formas de inmortalidad que está en nuestras manos. Seguir vivo físicamente en el árbol, como efecto nuestro, seguir vivo biológicamente, con nuestros genes, en nuestro hijo, seguir vivo intencionalmente en la mente de nuestros lectores. Tres formas de perpetuarse, de no morir del todo, aunque ya no estemos para comprobarlo.

Los animales son mortales, pero no son concientes de ello.
Los dioses son inmortales, y son conscientes de ello.
Los hombres, en cambio, a mitad de camino entre ambos, somos mortales y somos conscientes, sabedores, de nuestra mortalidad. Eso generará la llamada “angustia existencial”.

Pero yo, optimista, y antiexistencialista, afirmo que no hay que vivir cara a la muerte. A la muerte (aunque sé que llegará) hay que intentar, siempre, darle esquinazo, aunque sé que está acurrucada tras cada esquina y que saltará sobre mí en cualquier momento no previsto.
Es la ventaja de ser conscientes de la muerte, su imprevisibilidad. Porque entre esquina y esquina hay una acera, que es un paseo, que es la vida.

Hay que ir, mientras podamos, de la mano de la vida, eludiendo la muerte, no entrando en su juego. Jugar con la muerte, poniendo en peligro la vida, es un perder asegurado, ahora o luego, aquí o allí, antes o después,… pero es la ruina asegurada.

Entre ese “habernos nacido” nuestros padres, sin contar con nosotros y ese “seguro tener que morir”, sin nuestro consentimiento, está “la vida”.
La vida como un libro entre las dos pastas. Y lo que importa es el argumento, largo o corto, pero que no sea un tostón, que no sea aburrido sino espectacular, atractivo y atrayente.

La vida, toda vida, es una “empresa limitada”, pero lo importante es que no sea una empresa fallida.

Si lo pensamos fríamente, la muerte no es una pérdida para el que muere, sino para los supervivientes. Para el muerto la muerte es nada, porque ya no está.

El hombre, cada uno de nosotros, tenemos que ser “seres para la vida”. Puesto que moriremos, mientras estemos vivos, vivamos intensamente, no intentando hacernos los encontradizos con la muerte, para no tropezar con ella, sabiendo que hasta ahora, nadie ha salido vivo de la vida.

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