martes, 17 de abril de 2012

5.- SIGLO XX. REFLEXIONES (4)


Al darwinismo biológico ha seguido el darwinismo social y ahora estamos asistiendo al darwinismo tecnológico.

Además, no sólo somos “tecnológicos”, sino que también somos “competitivos”. Aquello satisface, esto cansa y frustra, porque los cajones de los ganadores premiados son sólo tres y dos de ellos felicitan al realmente ganador. Desde el cuarto hasta el último, aunque se autoengañen proclamando haber sido “participantes”, en realidad, en una competición, son “perdedores”.

¿Qué otra cosa es la “globalización” sino la “competitividad generalizada”?.

Ya no se persiguen ideales trascendentales sino que el objetivo es no quedarse atrás e ir más de prisa que los demás, en una carrera desaforada de competitividad.
En esta carrera ya no se mira tanto al frente como a ambos lados, para ver el ritmo de los otros y controlar la carrera.

¿No funciona la economía moderna de modo parecido al principio de la selección natural de Darwin?.
Ninguna empresa, ningún centro de investigación, como ninguna especie, quieren llegar a tener que extinguirse.
Todos y cada uno de ellos aspira, en primer lugar, a no ser descalificado y eliminado, teniendo que abandonar la carrera, por cierre y, en segundo lugar, poder subir al podio.

Este proceso se ha convertido en algo automático, incontrolable, incluso ciego, con juego sucio, porque el mismo proceso está más allá de todas las voluntades conscientes de los competidores.

Pero esta enloquecida carrera tecnológica, por ver quién llega antes y más lejos, no tiene otro objetivo más allá que correr y correr.
El recién fallecido, Steve Jobs, el creador de Apple, con, entre otros, su iPod, su iPhon, su iPad, y demás ¿cuál era su objetivo?
Es el dominio por el dominio mismo. Progresar o morir por inanición.


Siempre en un movimiento incesante y que no descansa en ningún tipo de proyecto común, con la vista puesta en engullir al contrincante.

Por primera vez, en la historia de la vida una especie viva, la humana, dispone de una capacidad tecnológica para destruir su propia casa, el planeta entero, sin ser consciente (o sí) del peligro que conlleva y sin tener ni idea de a dónde quiere ir.

No sólo poder de “transformación” (algo loable), sino poder de destrucción (algo censurable).
¿Es el hombre, con su pasión tecnológica, un gigante con el cerebro de un mosquito?
¿Puede estar garantizada la supervivencia de la especie?
¿Quién puede tomar las riendas?.
¿Sirve para algo el Protocolo de Kioto y otras reuniones por el estilo además de para parlotear con un discurso moralizador de prometer, todos, que van a ser buenos y no van a hacer sufrir más al planeta tierra?.
¿Podemos ser optimistas o debemos ser temerosos, no siendo que cualquier temerario…?

La amenaza, siempre presente, hace que estemos instalados en la inquietud.

¿Puede interpretarse esta loca carrera tecnológica como otra manifestación de la voluntad de poder?
¿Nos llevará al borde del precipicio o a una llanura tranquila de paz y felicidad, como querían los ilustrados?

El control de la tecnología de poder destructivo nunca estará en manos seguras, ni siquiera de quienes son conscientes de la tragedia a venir,
Y lo malo no es el poder (que también lo es) sino la ausencia de poder, que sería peor para todos (en contra de los grupos de antiglobalización).

La única solución que se me ocurre sería tomar o retomar las riendas. Pero ¿pueden hacerlo las democracias, cuya estrategia, como método, puede producir mayorías, muchas veces nefastas?. ¿Lo haría mejor una dictadura?. Así lo creyó Heidegger, con Hitler.
La duda se ha quedado a vivir con nosotros.

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