jueves, 26 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 9 )

 

Rechazar la mentira tampoco vuelve a nadie inmune al prejuicio. Esto todo el mundo debería tenerlo muy claro. A fin de cuentas, el esfuerzo por descubrir la verdad es inseparable de la conciencia de que nuestra visión de las cosas depende de factores que se nos escapan y sobre los que apenas ejercemos control.

 

Dicha falta de control resulta indispensable para que haya acción.

 

«Comprender la historia de manera errónea es crucial para una nación», dice Renan con lucidez.

 

El esfuerzo por aclararlo todo conduciría a la paralización.

Pensemos en la España del XIX, donde, a pesar de llevarse a cabo una profunda limpieza del fabuloso pasado heredado, pervivieron planteamientos no demostrados y se introdujeron otros infundados o falsos sencillamente porque congeniaban con las creencias, intereses o proyectos del presente.

 

La interpretación de la Reconquista como reconstrucción de algo que ya existió, idea que justificó la creencia posterior en un carácter español invariable; o la atribución a los Austrias de la destrucción de las libertades y derechos de los reinos integrantes de la Corona española y la mitificación consiguiente de los movimientos de resistencia al poder real (comuneros, germanías, justicia de Aragón, segadores…), expresión de una supuesta soberanía popular, son un buen ejemplo de lo que trato de expresar.

 

¿De dónde sacaron los historiadores decimonónicos que dichos movimientos encarnaban la soberanía popular?, ¿acaso en los primitivos reinos hispánicos hubo semejante cosa?

La respuesta, para quien estuviera familiarizado con el mundo medieval, tenía que ser por fuerza negativa, pero, en un momento en que se buscaba con ansiedad la unificación jurídica del país, a nadie le interesó demasiado la verdad.

 

La nación, que, durante la guerra de la Independencia, en ausencia del rey, había tomado conciencia de sí misma y asumido como un derecho la soberanía, trató de justificar aquel paso inventando un pasado ideal en el que el rey y el pueblo se hallaban en el mismo plano.

 

Era una mentira en toda regla, pues, primero, habían sido los Borbones, empeñados en fortalecer y modernizar el poder del Estado, y no los Austrias, quienes trataron de suprimir las leyes particulares de los diferentes reinos, a fin de imponer una legislación común; y, segundo, esas leyes nada tenían que ver con libertades y derechos, sino con privilegios de origen feudal que favorecían a la nobleza.

 

Curiosamente, la extraña evolución del país a lo largo del siglo XIX, con su traumática incapacidad para superar el pasado y, a la vez, adaptarse a los nuevos tiempos, dio pábulo a que esta falsa verdad se volviera en contra de la propia nación.

 

La pérdida de las últimas colonias fue acompañada por un sentimiento de fracaso que alimentó la convicción de que España era un país anómalo, mal constituido, y que la solución de sus males, (al menos eso empezaron a defender los nacionalistas), era liquidarlo, admitir que la integración de sus partes nunca acabó de producirse y que lo mejor era romper el Estado y volver al punto de partida.

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