lunes, 23 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 7 ), MÁS MENTIRAS HISTÓRICAS.

En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas:

 

"Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada.

No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros.

Por descontado tenía una mala reina.

Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible y corrupta...

En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios.

Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte.

En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares.

Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud.

El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena.

Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos.

Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces.

Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio.

La desolación, en definitiva, fue general.

 

La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado.

 

Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios".

 

Aunque la Iglesia censuró a autores como Maquiavelo o Hobbes, partidarios de separar la política y la moral, el uso que ha hecho de la mentira a lo largo de su historia demuestra que sabe a la perfección cómo funcionan las cosas.

 

Milagros, reliquias, apariciones, indulgencias, nada de esto es anecdótico.

 

Cuando se mira el mundo con los ojos de la fe, la realidad cuenta poco.

 

Es de admirar a las personas beatas y crédulas asistir a las apariciones de la Virgen, sobre una encina, a tal o cual niña y que sólo ella dice verla mientras los asistentes aceptan el milagro mirando y nada viendo.

 

Esto vale también para la historia.

 

¿Qué interés tiene el pasado si lo que importa es la salvación?

“¿Para qué quieres saber Todas las lenguas del mundo si pierdes tu alma?” había dicho San Pablo.

 

Es natural que bajo la hegemonía del pensamiento católico prosperaran las falsificaciones históricas.

 

En España hubo incluso un género específico, el falso cronicón, códices fraudulentos presuntamente antiguos en los que, además de justificarse los lentos avances hacia la unidad política y religiosa del país, se deslizaban con sutileza noticias favorables a las pretensiones de una ciudad, una diócesis, una familia nobiliaria, en suma, un “pagador”.

 

Nuestro antropólogo Julio Caro Baroja, en su libro: “Las falsificaciones de la Historia (en relación con la de España), narra la leyenda de Beroso, el Caldeo.

 

Beroso fue un sacerdote de Babilonia, de inicios del siglo III a.C, en la época de control del Imperio Seleúcida y que se cree que vivió entre los años 350 a.C y 270 a.C.

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Inventó una lista de reyes de España que descendía de Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé quien supuestamente había constituido una monarquía en toda España poco después del Diluvio.

 

Pero aparecerá el “falso Beroso” o  “Pseudo-Beroso”, un libro supuestamente elaborado por Beroso pero que, en realidad, se trataba de una elaborada falsificación.

 

En 1.498, un oficial del papa Alejandro VI llamado Annio de Viterbo, dominico a sueldo del papa Alejandro Borgia y de los Reyes Católicos. pretendió haber descubierto libros perdidos de Beroso.

Tuvieron cierta influencia en la manera de pensar renacentista sobre la población y la migración, debido a que Annio proporcionó una lista de reyes de Jafet (tercer hijo de Noé) en adelante, cubriendo así una laguna histórica después del relato bíblico sobre el diluvio.

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Sus ficciones sobre España, a la que presenta con tintes gloriosos, tal vez hayan ejercido en la formación de la conciencia nacional un influjo más duradero que muchas verdades.

 

Lo mismo puede decirse de las falsificaciones de Jerónimo Román de la Higuera, clérigo pseudo-erudito, mitómano y al borde de la perturbación mental (el genuino precursor del falsario patriota, Sabino Arana o, quizá también del andaluz Blas Infante), que, a principios del XVII, llenó la historia española de mentiras que ha costado siglos desmontar.

 

El negocio funcionaba tan bien que se trabajaba incluso a cara descubierta, con desprecio absoluto de toda prueba, como hizo Antonio de Nobis, autor de una Historia de Cataluña llena de dislates de la que se han nutrido abundantemente los catalanistas.

 

Pero quizá lo más ilustrativo para comprender el peso extraordinario de la mentira durante el tiempo en que fue hegemónico el catolicismo es que la falsificación sirviera también de alternativa reivindicatoria.

 

La palma en esto la tuvieron los “Plomos del Sacromonte”, doscientas veintitrés planchas circulares de plomo, de diez centímetros, grabadas con dibujos y textos en latín y caracteres árabes, que aparecieron en Granada a finales del XVI, poco después de que se hubiera descubierto allí, en el curso de unas obras en la torre Turpiana, una caja con los restos del mártir San Cecilio, un pergamino políglota y una imagen de la Virgen.

 

El fin de todos estos documentos era demostrar que Cristianismo e Islam podían entenderse.

 

Sus creadores, probablemente moriscos, sugerían que, en los albores de la cristiandad, los granadinos fueron convertidos por misioneros de lengua árabe (San Cecilio, acompañante de Santiago, venía de allí) y que, por eso, los moriscos eran… ¡cristianos viejos!, lo que debía tenerse en cuenta antes de su previsible expulsión, en aras de la integridad racial del país.

 

Tragarse semejante patraña parece imposible, pero como, entreveradas, se deslizaban afirmaciones relativas a la evangelización de la península ibérica por Santiago y al dogma de la Inmaculada Concepción, asuntos sobre los que discutía la jerarquía española con una Roma poco dispuesta a respaldarla, varios distinguidos prelados no dudaron en concederle crédito y defender su autenticidad hasta que, en 1682, ya en el XVII, el papa Inocencio XI zanjó definitivamente el debate con una breve condena.

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