jueves, 19 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 3 ) EL CASO GALILEO.

Recordemos el famoso juicio a Galileo que, generalmente, está mal interpretado.

 

La cuestión que se planteó en el juicio fue si la Tierra se mueve o permanece quieta, pero el problema de fondo, tan grave como para intervenir el Santo Oficio, era si estas cuestiones deben verificarse contrastándolas con la Biblia o con la naturaleza.

 

Desde la perspectiva de los jueces, el error de Galileo consistió en describir el cosmos sin contar con las Sagradas Escrituras (que es como entonces se interpretaba).

 

Su empeño en hallar para sus hipótesis demostraciones lógicas (lógicas en sentido griego, esto es, sustentadas en la realidad), no míticas (basadas en la tradición o la fe), resultaba inaceptable para la Iglesia, pues habría significado renunciar al concepto de revelación sobre el que reposaba su imagen del mundo y al poder hegemónico que ejercía en él.

 

Ese, y no otro, era el problema.

 

Entre ambas posturas no había ni podía haber término medio.

 

«Nadie abandona mediante razones una creencia a la que no ha llegado mediante razones».

 

La existencia histórica, entonces, era siempre existencia en un contexto espiritual, que Galileo no contemplaba.

 

No es igual vivir en unas circunstancias que en otras.

Ortega nos lo advertiría constantemente: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”

Si Yo soy la suma de dos sumandos no puede obviarse uno de ellos.

 

Idénticos hechos son interpretados de distinta manera.

 

Hoy sería ridículo que un barco evitara ciertas islas por temor a las sirenas, pero en tiempos de Homero hubiera parecido una medida prudente, porque se creía en ellas.

 

La gente creía en ellas como en las ballenas o los elefantes.

 

Esto no quita que el marinero que aseguraba haberlas visto estuviera mintiendo o engañándose. El peso de las creencias puede ser tan fuerte que se imponga a la propia realidad, aunque la realidad, de la que no deberíamos olvidar nunca que forma parte la muerte, acaba asomando por alguna parte y dictando su sentencia inapelable.

 

«Se puede engañar a todo el mundo alguna vez y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo», dijo Franklin.

 

El que cree sin razones para creer no admite razones para dejar de hacerlo.

 

El mecanismo por el que el marinero griego tomaba en serio los relatos sobre sirenas y otras criaturas fantásticas es el mismo que llevaba al soldado medieval a creer en la intervención de Santiago apóstol en las batallas contra los infieles (“Santiago matamoros”).

 

Nadie lo había visto y seguro que muchos recelaban de tales fábulas, si bien no estaba en el espíritu de la época cuestionarlas.

 

Si Dios quiso hacerse carne (“encarnación”) para salvar al hombre del pecado, puede en cualquier momento enviar sus legiones celestiales en auxilio de quienes combaten por él.

 

Hoy asombra la credulidad de nuestros antepasados, aunque la sorpresa que suscita su fe en la existencia de criaturas imaginarias no es, en verdad, muy diferente de la que nos produce la confianza ciega que se ha profesado en el siglo XX a caudillos iluminados («Yo no pienso, Stalin lo hace por mí», ironizaba Koestler cuando la discusión con algún miembro del partido lo conducía a posiciones peligrosas para la salud) y la que provocará posiblemente también en el futuro el apego que todavía sentimos hacia otro tipo de entelequias políticas de las que no hemos conseguido distanciarnos, pese a los avances de la globalización: nación, pueblo, etcétera.

 

Probablemente, bastará con que esta clase de categorías pierdan utilidad social y dejen de ser efectivas para que corran el mismo destino que otras equivalentes antaño tomadas en serio: hidalguía, limpieza de sangre, raza…

 

Horizonte, constelación de sentido, sistema de creencias, paradigma, contexto espiritual, da igual cómo llamemos a ese círculo dentro del cual nos movemos y desde el cual afrontamos la realidad, lo esencial es que formamos parte de él y que de él procede nuestra forma de entender lo que nos circunda.

 

Como nuestra inserción no es accidental, al contrario, formamos parte de lo mismo que nos constituye, resulta sumamente difícil distanciarse de los supuestos que alimentan nuestro pensamiento.

 

Estamos condicionados (aunque no determinados) por ellos y lo sabemos, pero no podemos hacerlos visibles.

 

Aunque haber vivido durante siglos bajo la fe en un Dios que trasciende todos los límites pueda hacer pensar que la conciencia de que las cosas son así se remonta a fechas recientes, en realidad, acompaña a la filosofía y, por tanto, a la civilización occidental, desde su origen.

 

Parménides, en el principio de esta historia occidental, opta la «vía de la verdad», que es el camino que hace el pensador que se esfuerza por poner al descubierto eso que la tradición encubre con sus prejuicios.

 

En un conocido pasaje del libro VI de La república, con la alegoría del Sol, Platón fue más lejos en la comprensión del asunto al observar que, así como la visibilidad que permite al ojo ver los objetos visibles no es un objeto visible, la inteligibilidad que permite a la mente comprender los objetos inteligibles tampoco es un objeto inteligible.

Expresado en un lenguaje actual: cualquier afirmación o negación implica un horizonte de sentido que no es susceptible de afirmación o negación, pues es precisamente él el que vuelve inteligibles nuestras afirmaciones y negaciones.

 

Platón partió de esto para afirmar la imposibilidad de que la filosofía deviniera alguna vez plena sabiduría porque nos condiciona esa luz sin la cual nada veríamos.

 

“Ni contigo, ni sin ti, tiene el conocimiento de la verdad remedio. Contigo porque…, sin ti porque…..”

 

Nosotros podemos añadir otra cosa respecto de la mentira: su tendencia a revelarse de forma tardía, cuando un cambio de horizonte la desconecta del sistema de creencias dentro del cual parecía lo contrario.

 

La dependencia de la verdad de un horizonte de sentido no implica que no haya verdades más allá de ellos, verdades que trascienden épocas o mentalidades, como las que encontramos en la ciencia o las que revelan las obras maestras del arte.

 

El problema de estas verdades es que nunca son las mismas.

Cada horizonte hace con ellas lo que cada nuevo amor con las vivencias del individuo: conferirles otro sentido.

 

La visión de la naturaleza en la Edad Media no era la misma que la que se tenía en el Renacimiento, como la visión que de ella tenía Newton no significa lo mismo desde que Einstein enunció la teoría de la relatividad, siendo el mismo objeto a conocer, la naturaleza, como podemos decir del hombre, de la moral, del arte,…

 

Todos sabemos la barbaridad que supone juzgar una obra de arte contemporánea con los criterios del arte moderno o del arte clásico, como absurdo es evaluar las investigaciones de la astronomía actual con los parámetros de la astronomía de Ptolomeo.

 

Existir en el tiempo, históricamente, resulta incompatible con la posibilidad de alcanzar la verdad, entendida como una experiencia incondicionada, completa, definitiva de la realidad.

 

Para creer que pueda explicarse por completo la realidad, en su incesante hacerse y rehacerse, o bien hay que salirse del tiempo, saltando a la eternidad, o bien hacerse la ilusión de poseer un sistema de ideas capaz de reducir cualquier fenómeno pasado, presente o futuro a sus categorías.

 

En un caso, se prescinde de la razón; en el otro, se hace un uso aberrante de ella.

 

El fanatismo religioso o los totalitarismos del siglo XX, herederos de Hegel, el pensador que se vanagloriaba de haber llevado la filosofía a la sabiduría, son dos ejemplos de las desastrosas consecuencias a las que suelen conducir ambos caminos.

 Recordemos el famoso juicio a Galileo que, generalmente, está mal interpretado.

 

La cuestión que se planteó en el juicio fue si la Tierra se mueve o permanece quieta, pero el problema de fondo, tan grave como para intervenir el Santo Oficio, era si estas cuestiones deben verificarse contrastándolas con la Biblia o con la naturaleza.

 

Desde la perspectiva de los jueces, el error de Galileo consistió en describir el cosmos sin contar con las Sagradas Escrituras (que es como entonces se interpretaba).

 

Su empeño en hallar para sus hipótesis demostraciones lógicas (lógicas en sentido griego, esto es, sustentadas en la realidad), no míticas (basadas en la tradición o la fe), resultaba inaceptable para la Iglesia, pues habría significado renunciar al concepto de revelación sobre el que reposaba su imagen del mundo y al poder hegemónico que ejercía en él.

 

Ese, y no otro, era el problema.

 

Entre ambas posturas no había ni podía haber término medio.

 

«Nadie abandona mediante razones una creencia a la que no ha llegado mediante razones».

 

La existencia histórica, entonces, era siempre existencia en un contexto espiritual, que Galileo no contemplaba.

 

No es igual vivir en unas circunstancias que en otras.

Ortega nos lo advertiría constantemente: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”

Si Yo soy la suma de dos sumandos no puede obviarse uno de ellos.

 

Idénticos hechos son interpretados de distinta manera.

 

Hoy sería ridículo que un barco evitara ciertas islas por temor a las sirenas, pero en tiempos de Homero hubiera parecido una medida prudente, porque se creía en ellas.

 

La gente creía en ellas como en las ballenas o los elefantes.

 

Esto no quita que el marinero que aseguraba haberlas visto estuviera mintiendo o engañándose. El peso de las creencias puede ser tan fuerte que se imponga a la propia realidad, aunque la realidad, de la que no deberíamos olvidar nunca que forma parte la muerte, acaba asomando por alguna parte y dictando su sentencia inapelable.

 

«Se puede engañar a todo el mundo alguna vez y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo», dijo Franklin.

 

El que cree sin razones para creer no admite razones para dejar de hacerlo.

 

El mecanismo por el que el marinero griego tomaba en serio los relatos sobre sirenas y otras criaturas fantásticas es el mismo que llevaba al soldado medieval a creer en la intervención de Santiago apóstol en las batallas contra los infieles (“Santiago matamoros”).

 

Nadie lo había visto y seguro que muchos recelaban de tales fábulas, si bien no estaba en el espíritu de la época cuestionarlas.

 

Si Dios quiso hacerse carne (“encarnación”) para salvar al hombre del pecado, puede en cualquier momento enviar sus legiones celestiales en auxilio de quienes combaten por él.

 

Hoy asombra la credulidad de nuestros antepasados, aunque la sorpresa que suscita su fe en la existencia de criaturas imaginarias no es, en verdad, muy diferente de la que nos produce la confianza ciega que se ha profesado en el siglo XX a caudillos iluminados («Yo no pienso, Stalin lo hace por mí», ironizaba Koestler cuando la discusión con algún miembro del partido lo conducía a posiciones peligrosas para la salud) y la que provocará posiblemente también en el futuro el apego que todavía sentimos hacia otro tipo de entelequias políticas de las que no hemos conseguido distanciarnos, pese a los avances de la globalización: nación, pueblo, etcétera.

 

Probablemente, bastará con que esta clase de categorías pierdan utilidad social y dejen de ser efectivas para que corran el mismo destino que otras equivalentes antaño tomadas en serio: hidalguía, limpieza de sangre, raza…

 

Horizonte, constelación de sentido, sistema de creencias, paradigma, contexto espiritual, da igual cómo llamemos a ese círculo dentro del cual nos movemos y desde el cual afrontamos la realidad, lo esencial es que formamos parte de él y que de él procede nuestra forma de entender lo que nos circunda.

 

Como nuestra inserción no es accidental, al contrario, formamos parte de lo mismo que nos constituye, resulta sumamente difícil distanciarse de los supuestos que alimentan nuestro pensamiento.

 

Estamos condicionados (aunque no determinados) por ellos y lo sabemos, pero no podemos hacerlos visibles.

 

Aunque haber vivido durante siglos bajo la fe en un Dios que trasciende todos los límites pueda hacer pensar que la conciencia de que las cosas son así se remonta a fechas recientes, en realidad, acompaña a la filosofía y, por tanto, a la civilización occidental, desde su origen.

 

Parménides, en el principio de esta historia occidental, opta la «vía de la verdad», que es el camino que hace el pensador que se esfuerza por poner al descubierto eso que la tradición encubre con sus prejuicios.

 

En un conocido pasaje del libro VI de La república, con la alegoría del Sol, Platón fue más lejos en la comprensión del asunto al observar que, así como la visibilidad que permite al ojo ver los objetos visibles no es un objeto visible, la inteligibilidad que permite a la mente comprender los objetos inteligibles tampoco es un objeto inteligible.

Expresado en un lenguaje actual: cualquier afirmación o negación implica un horizonte de sentido que no es susceptible de afirmación o negación, pues es precisamente él el que vuelve inteligibles nuestras afirmaciones y negaciones.

 

Platón partió de esto para afirmar la imposibilidad de que la filosofía deviniera alguna vez plena sabiduría porque nos condiciona esa luz sin la cual nada veríamos.

 

“Ni contigo, ni sin ti, tiene el conocimiento de la verdad remedio. Contigo porque…, sin ti porque…..”

 

Nosotros podemos añadir otra cosa respecto de la mentira: su tendencia a revelarse de forma tardía, cuando un cambio de horizonte la desconecta del sistema de creencias dentro del cual parecía lo contrario.

 

La dependencia de la verdad de un horizonte de sentido no implica que no haya verdades más allá de ellos, verdades que trascienden épocas o mentalidades, como las que encontramos en la ciencia o las que revelan las obras maestras del arte.

 

El problema de estas verdades es que nunca son las mismas.

Cada horizonte hace con ellas lo que cada nuevo amor con las vivencias del individuo: conferirles otro sentido.

 

La visión de la naturaleza en la Edad Media no era la misma que la que se tenía en el Renacimiento, como la visión que de ella tenía Newton no significa lo mismo desde que Einstein enunció la teoría de la relatividad, siendo el mismo objeto a conocer, la naturaleza, como podemos decir del hombre, de la moral, del arte,…

 

Todos sabemos la barbaridad que supone juzgar una obra de arte contemporánea con los criterios del arte moderno o del arte clásico, como absurdo es evaluar las investigaciones de la astronomía actual con los parámetros de la astronomía de Ptolomeo.

 

Existir en el tiempo, históricamente, resulta incompatible con la posibilidad de alcanzar la verdad, entendida como una experiencia incondicionada, completa, definitiva de la realidad.

 Para creer que pueda explicarse por completo la realidad, en su incesante hacerse y rehacerse, o bien hay que salirse del tiempo, saltando a la eternidad, o bien hacerse la ilusión de poseer un sistema de ideas capaz de reducir cualquier fenómeno pasado, presente o futuro a sus categorías.

 

En un caso, se prescinde de la razón; en el otro, se hace un uso aberrante de ella.

 

El fanatismo religioso o los totalitarismos del siglo XX, herederos de Hegel, el pensador que se vanagloriaba de haber llevado la filosofía a la sabiduría, son dos ejemplos de las desastrosas consecuencias a las que suelen conducir ambos caminos.

  

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