viernes, 27 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 10 ) LA NACIÓN ES UNA CONSTRUCCIÓN CULTURAL, NO NATURAL

 

El sentimiento nacional no es natural.

Fue, sin embargo, decisivo para la consolidación de los Estados modernos.

Antiguas y poderosas construcciones políticas, la milenaria República de Venecia o el Imperio austrohúngaro desaparecieron de escena debido a su incapacidad para generar una identidad nacional.

 

En el horizonte actual, el de la globalización, tales identidades parecen haberse vuelto un lastre.

La simple supervivencia política o económica exige una integración creciente.

La nación, como organismo natural o alma colectiva, constituye un obstáculo.

Claro que esta forma de concebirla, la concepción romántica, no es la única que existe.

Los ilustrados, padres de la idea de nación, confiaban en el poder del Estado y de la ley para homogeneizar a las poblaciones, pero lo esencial para ellos son los individuos.

Desde su perspectiva, la nación no es algo orgánico, biológico, sino una construcción cultural ampliable en cualquier dirección.

Fueron los románticos, con su apego a la naturaleza (raza, clima, paisaje) y su oposición al progreso, quienes imaginaron la nación como una especie de entidad invariable.

 

Que el sentimiento nacionalista prosperara allí donde, a pesar de existir una comunidad lingüística o cultural, no había surgido un Estado, o donde el Estado funcionó de modo insatisfactorio, no es casual.

De lo primero son ejemplo Alemania e Italia; de lo segundo, España, uno de los Estados más antiguos del mundo, con una población uniforme (lingüística, cultural, racial y religiosamente) con graves problemas de identidad.

 

El nacionalismo surgió en España como reacción al proceso homogeneizador impulsado por un Estado débil y una burguesía que vivió de manera traumática el lento tránsito a la modernidad.

 

Sus seguidores, contrarios a la industrialización, la centralización administrativa, la secularización y todo cuanto amenazara la personalidad orgánica de los reinos que los Reyes Católicos unieron bajo su Corona, rechazaron la ilustración y el sistema liberal burgués en nombre de una idealizada época medieval, hontanar de las naciones culturales.

 

Su romántica apología del mundo medieval, periodo mítico en el que, según sostenían, imperaban la libertad y la justicia y señores y siervos cooperaban bajo el espíritu de la verdadera religión, descansó en grandiosas mentiras.

La primera y fundamental fue la invocación a una «nación soberana» que habría existido ya en un momento histórico dominado, paradójicamente, por el principio de la desigualdad jurídica.

 

Como su horizonte mental seguía siendo el de la fe (los lazos del nacionalismo con la Iglesia son bien conocidos) y la fe suministra a quien la tiene la extraordinaria ventaja de poder poner cualquier incongruencia fuera del alcance de los críticos, el proceso de falsificación del pasado se desarrolló sin freno.

 

Las refutaciones de los sabios —en ocasiones, sus ataques de risa— no les hacían mella.

 

Al igual que aquel cardenal barroco que creía posible pintar cuerpos del natural sin desnudarlos, ellos estaban convencidos de poder participar en el debate científico sin asumir el imperativo de veracidad.

 

Oscar Wilde dio una explicación indirecta de esta actitud en su ensayo “La decadencia de la mentira” al distinguir entre: la desfiguración de los hechos, o sea, la mentira de quien respeta la verdad, y la verdadera mentira, con su desprecio hacia toda prueba.

 

«La verdadera mentira posee su evidencia en sí misma, no necesita más».

Se comprende, aunque constituya una vergüenza para sus partidarios, que los hechos inventados por el nacionalismo sean, además de falsos, irrisorios.

 

Sin entrar en el bochornoso capítulo del racismo, clásico vicio nacionalista, basta con evocar las necedades que los vascos invocaron para construir su identidad nacional (que el autor de los fueros fue Noé, que los López de Haro, señores de Vizcaya, eran vástagos directos del hada Melusina, que la lengua vasca fue una de las lenguas surgidas en la torre de Babel…).

 

Una lista parecida de insensateces se podría hacer con los argumentos esgrimidos por quienes reducen la historia de Cataluña a una sucesión de gestos heroicos de resistencia frente al centralismo castellano o español.

 

Los hechos se manipulan a voluntad y, como lo que se persigue no es el aplauso de los sabios, previamente desacreditados como esbirros del poder, sino la adhesión de los ignorantes, la cosa funciona del mismo modo que lo hacían las mentiras sobre el apóstol Santiago.

 

«Al ignorante todo le parece posible», dice Kafka.

 

Dirigirse a un círculo de personas convencidas de que no existe otra verdad que la que concuerda con los dogmas de la corrección patriótica tiene, ciertamente, muchas ventajas para el historiador desaprensivo.

 

Una, y no pequeña, es despreocuparse de las fuentes.

 

Cualquier texto vale como prueba, incluidos aquellos que los expertos rechazan, los falsos cronicones, por ejemplo, que llegan incluso a manipular, interpolando en ellos lo que interesa, por ejemplo, sustituir las referencias originales a España por… «La Península».

 

Según parece, no se equivocan quienes piensan que el único requisito para ser nacionalista es no ser nada más.

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