domingo, 29 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 11) TOTALITARISMO Y GLOBALIZACIÓN

 TOTALITARISMO Y GLOBALIZACIÓN


Aunque la idea de nación como sujeto de la historia ha prevalecido hasta hace poco —los historiadores actuales tienden a interesarse más por los fenómenos globales o por aquellos que pasaron desapercibidos a sus antecesores (vida cotidiana, minorías) —, tuvo grandes enemigos.

 

Marx y Engels son, sin duda, los más conocidos.

Desde su perspectiva, (la de la lucha de clases), el protagonista de la historia no son las naciones, sino los hombres.

El problema es que éstos viven sumidos en un horizonte determinado por creencias que enmascaran y subliman los intereses de los poderosos.

 

Para convertirlos en verdaderos agentes de la historia, es preciso sacarlos antes de la alienación, lo que exige derribar el Estado (y la nación), encarnación de la hegemonía burguesa.

Mientras tal cosa tiene lugar, los únicos que entienden los acontecimientos, o sea, los únicos para quienes la realidad no es un conjunto aleatorio de sucesos contingentes, sino algo racional, son aquellos que han logrado acceder a los misterios teóricos de la revolución.

 

La infalibilidad que se atribuye en los regímenes comunistas inspirados en Marx al líder y órganos supremos del partido es consecuencia directa de la teoría y no una circunstancia casual.

No en vano el materialismo histórico, a diferencia de la historiografía ilustrada, supone que los hechos están sujetos a ciertas categorías a priori, cuyo conocimiento es la expresión de un saber absoluto.

No hay nada azaroso e indeterminado en los acontecimientos sociales, nada irracional, o al menos eso pensaban hasta que la realidad tuvo la descortesía de desmentirlos.

 

Si bien es difícil conectar tal convicción con las ideas de Nietzsche y Freud, los otros dos «filósofos de la sospecha» (expresión pleonástica que, sorprendentemente, todo el mundo aprueba), no se puede discutir que la reflexión sobre la alienación, la voluntad de poder y la libido ha ejercido una considerable influencia en nuestra época.

 

Ahora bien, esa influencia ha sido, sin duda, mucho mayor en la conciencia individual que en la conciencia nacional.

 

Hasta los juicios de Nuremberg, las naciones vivieron en un estado de autosugestión, convencidas de que, como los reyes a los que reemplazaron, no tenían que dar cuenta de sus actos porque nadie podía juzgarlas.

 

Recuérdense los problemas que tuvieron los países implicados en la Segunda Guerra Mundial para construir una versión asumible de su responsabilidad.

Salvo los ingleses, cuyos sacrificios disculpaban los excesos de última hora, todos tenían mucho de qué avergonzarse.

 

Suiza y Suecia disimularon sus productivos coqueteos con el nazismo a fuerza de aportar grandes sumas de dinero para la reconstrucción del continente.

Holanda castigó con dureza a los colaboradores, pero, a diferencia de Noruega, los amnistió a las primeras de cambio.

En Francia, donde la noción de colaboración resultaba problemática debido a la existencia del régimen de Vichy, las culpas se diluyeron entre sutilezas jurídicas y aspavientos retóricos, y, en los países sometidos a la jubilosa dictadura del proletariado, las depuraciones sirvieron para quitar de en medio a cualquiera que cuestionara el comunismo.

 

En cuanto a los responsables directos del conflicto, el remedio fueron soluciones de fantasía.

Austria adoptó el disfraz de víctima del expansionismo alemán;

Alemania del Este, tras permitir a los cuadros nazis sustituir la esvástica por la hoz y el martillo, cultivó la leyenda de una resistencia soterrada a Hitler, y en la otra Alemania se convino que habían sobrevivido sólo los inocentes.

 

Estas operaciones de maquillaje demostraron que las naciones seguían viéndose a sí mismas como algo sagrado.

 

Ha tenido que pasar el tiempo, surgir un derecho internacional y producirse un cambio de horizonte para que la buena conciencia nacional (excluida la de los nacionalistas sin Estado y la de quienes creen que los problemas actuales desaparecerían cerrando fronteras) empiece a ser verdaderamente cuestionada.

 

Tampoco la revolución comunista produjo cambios radicales y significativos.

Las naciones no desaparecieron y, si en algún caso lo hicieron, fue sencillamente porque las engulló el imperio soviético.

Lo que sí ocurrió con el comunismo, en realidad, con el totalitarismo, fue un incremento desorbitado del poder de la mentira.

 

Los regímenes totalitarios demostraron pronto que, cuando se trata de transformar la realidad en beneficio de la nueva humanidad, no hay límite que valga.

Es lo que sucede cuando se está en posesión de la verdad absoluta.

 

Recordemos de nuevo a san Agustín. «No se miente al enunciar una aserción falsa que uno cree verdadera […], pues es por la intención que hay que juzgar la moralidad de los actos».

En un contexto dominado por este tipo de intenciones grandilocuentes, en el que lo que se proscribe no es la mentira, sino la verdad, expresarla significaba simplemente arriesgar la vida.

 

Tanto en la versión nihilista, la del nazismo, como en la populista, la del comunismo de Lenin, el totalitarismo rechazó la distinción entre hechos y opiniones que presuponía el imperativo de veracidad kantiano.

 

Parapetándose unos en Nietzsche y otros en Marx, arguyeron que la realidad es indiscernible de los intereses ideológicos y que la superioridad moral de sus propias posiciones era consecuencia de la superioridad moral de sus intenciones.

Naturalmente, éste era el pretexto para legitimar el proyecto de amoldar el mundo a sus teorías.

 

El único problema es la reluctancia de la realidad a plegarse a la voluntad humana.

La realidad lo complica todo.

Sin su resistencia, las grandes ideas podrían materializarse sin dificultad.

 

Las aterradoras purgas de Stalin se desencadenaron, precisamente, cuando se hizo necesario encontrar chivos expiatorios a quienes responsabilizar de que las cosas no ocurrieran como debían, de acuerdo con los principios de la teoría.

 

Una vez hallados y condenados a muerte, lo que se hacía era eliminarlos también de la historia, como si nunca hubieran existido.

Es muy famosa como ejemplo de esto una foto junto al canal del mar Blanco, el colosal y fallido proyecto de Stalin, en la que éste aparece al lado del jefe de la policía política encargada de las purgas habidas entre 1936 y 1938, y que, tras ser purgado él mismo en 1940, desapareció de la imagen como si jamás hubiera estado allí.

 

Este estilo despreciativo de la verdad saltó muy pronto al campo de la propaganda y la investigación histórica, una historia que, al ser concebida como un arma para la construcción del futuro, ya no se esforzó por comprender el pasado y, menos aún, por protegerlo de la mentira.

 

Los historiadores soviéticos, modelo después para otros historiadores comprometidos, podían escribir ensayos sobre la revolución sin mencionar a Trotski, Bujarin y otras figuras caídas en desgracia.

 

Lo novedoso de su proceder, aparte de la creencia de que todo sería más fácil si no hubiera realidad, es que, a fin de no mentir, manipulaban sin escrúpulo las pruebas: documentos de archivo, textos y testimonios personales, periódicos, fotografías, cualquier cosa que recordara sucesos o personas que no deberían haber existido.

 

El procedimiento, ensayado con gran éxito antes por las autoridades (para hacer desaparecer completamente a los enemigos de la revolución, se eliminaba, llegado el caso, a los círculos de familiares y amigos, un borrado colectivo que Orwell llamó «vaporizaciones»), constituye la variante moderna de la “damnatio memoriae” de los romanos.

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