sábado, 14 de noviembre de 2020

¿ES MALO MENTIR? ( 5 ), EL DECAMERÓN, EL PRÍNCIPE, EL LAZARILLO.

 El Decamerón ofrece una historia límite de las dos tendencias.

 

En la novela primero se narran las trampas últimas de un hombre de mala vida que miente astutamente a un fraile antes de su muerte, siendo finalmente el pecador bendecido y tenido por santo y sirviendo de mediador espiritual para el pueblo.

 

Y concluye el cuento que “(...) grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia”.

 

 Es el crepúsculo medieval y los albores del renacimiento.

 

Renacimiento de la mentira

¿Pero es que había muerto?

 

La falsedad que da lugar al descubrimiento de América sirve metafóricamente para argumentar el nuevo brillo del embuste.

 

El viaje, que no hubiese tenido lugar sin los cálculos erróneos de Colón sobre la base de los de Tolomeo, parece como presagiar el nuevo elogio a la mentira que renacerá entonces.

 

La sociedad se decanta definitivamente por el urbanismo y la mentira resulta necesaria en este ambiente y se convierte en un arte nuevamente respetado.

 

Tomando como medida al hombre, ha de reconocerse que es de su inteligencia mentir y, por tanto, digna de consideración.

 

Ejemplo de obra renacentista es El Príncipe de Maquiavelo, un auténtico tratado de filosofía política.

La mentira es, en El Príncipe, una figura de contornos bien visibles, de claridad absoluta que responde a los patrones artísticos de la época.

 

El elogio a la mentira está justificado sobre la base del realismo.

 

Funciona y es necesaria.

 

Así como ya Platón justificara en su República el engaño al pueblo por su propio bien, lo mismo Maquiavelo, que recomienda a su Príncipe una serie de artimañas para el buen gobierno, primero para conseguirlo y, después, para conservarlo.

 

No se trata de mentir para engordar al gobernante, se trata de comprender la necesidad imprescindible de dominar este arte ante la realidad cambiante y las veleidades del vulgo. (...) el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe cumplir sus promesas, sino mientras no le perjudique, y en tanto subsistan las circunstancias del tiempo en que se comprometió.

 

“Tú, Príncipe, por prometer que no quede, promete lo habido y lo por haber, pero si no puedes cumplir lo prometido, por perjudicarte, no lo cumplas, siempre encontrarás argumentos para justificar su incumplimiento (han cambiado las circunstancias, los súbditos son más rebeldes de lo que eran antes, sería peor para el pueblo,…)

 

Ya me guardaría bien de dar tal precepto a los príncipes si todos los hombres fuesen buenos; pero como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe el Príncipe ser exacto y celoso en el cumplimiento de la suya.

 

El realismo renacentista surge del pesimismo sobre la verdad.

El realismo pesimista toca todas las capas sociales.

En todas se torna como necesaria y habitual la mentira, y acaso los perseguidores de la digna verdad son los seres más perdidos.

 

Al respecto aparece, y más después en el barroco, el personaje del antihéroe en la novela renacentista española y por supuesto en El Quijote en su protagonista principal.

 

Personajes que, atados por la pretensión de valores verdaderos y eternos, están sumidos en la irrealidad y la locura.

 

En este contexto los que malviven, aunque sea en la miseria, son los pícaros (renacentistas aunque se hable de ellos en tiempos postreros), acostumbrados al ir y venir de las cosas y las circunstancias.

 

La realidad cotidiana plantea un escenario donde mentir es ley de vida, si bien es un arte difícil en el juego de engaños y contraengaños.

 

Al respecto, la archifamosa escena de las uvas de El Lazarillo de Tormes plantea con la crudeza del realismo de la naturaleza contingente y provisional de la picaresca mundana.

 

La mentira de Lázaro es tan cotidiana y está tan en la calle que “hasta un ciego la ve”, de curtido que está él mismo en estas tretas.

 

 (“¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que las comía yo de dos en dos y tú callabas.”)

 

La mentira renacentista se caracteriza por la nitidez y hábito del mentir.

 

La mentira adquiere la función de un plano general, un fondo, sobre el que transcurre la trama de la vida de las personas y personajes, y no cabe más que sumergirse en las turbias aguas para desenvolverse.

 

Aún así una no hará sino introducir al personaje en otro charco, en un circuito indefinido donde unas mentiras se lavan con nuevas y más gordas.

 

Con el barroco la mentira habrá de depurarse hasta el punto en que permita nadar al tiempo que guardar la ropa: “la mentira compleja”.

 

Sin duda una sociedad cada vez más difícil y avisada sobre las artes diáfanas del engaño necesita formas más complicadas de engañar.

 

Mientras que podríamos decir que la mentira renacentista se arregla para salvar las circunstancias, la mentira barroca consiste en arreglar las circunstancias para poder mentir.

 

Ya no son personas o personajes que mienten episódicamente cada vez según convenga, son personas o personajes que trazan un plano equívoco donde poner los pilares para sostener sus mentiras a lo largo de todo un relato.

 El Decamerón ofrece una historia límite de las dos tendencias.

 

En la novela primero se narran las trampas últimas de un hombre de mala vida que miente astutamente a un fraile antes de su muerte, siendo finalmente el pecador bendecido y tenido por santo y sirviendo de mediador espiritual para el pueblo.

 

Y concluye el cuento que “(...) grandísima hemos de reconocer que es la benignidad de Dios para con nosotros, que no mira nuestro error sino la pureza de la fe, y al tomar nosotros de mediador a un enemigo suyo, creyéndolo amigo, nos escucha, como si a alguien verdaderamente santo recurriésemos como a mediador de su gracia”.

 

 Es el crepúsculo medieval y los albores del renacimiento.

 

Renacimiento de la mentira

¿Pero es que había muerto?

 

La falsedad que da lugar al descubrimiento de América sirve metafóricamente para argumentar el nuevo brillo del embuste.

 

El viaje, que no hubiese tenido lugar sin los cálculos erróneos de Colón sobre la base de los de Tolomeo, parece como presagiar el nuevo elogio a la mentira que renacerá entonces.

 

La sociedad se decanta definitivamente por el urbanismo y la mentira resulta necesaria en este ambiente y se convierte en un arte nuevamente respetado.

 

Tomando como medida al hombre, ha de reconocerse que es de su inteligencia mentir y, por tanto, digna de consideración.

 

Ejemplo de obra renacentista es El Príncipe de Maquiavelo, un auténtico tratado de filosofía política.

La mentira es, en El Príncipe, una figura de contornos bien visibles, de claridad absoluta que responde a los patrones artísticos de la época.

 

El elogio a la mentira está justificado sobre la base del realismo.

 

Funciona y es necesaria.

 

Así como ya Platón justificara en su República el engaño al pueblo por su propio bien, lo mismo Maquiavelo, que recomienda a su Príncipe una serie de artimañas para el buen gobierno, primero para conseguirlo y, después, para conservarlo.

 

No se trata de mentir para engordar al gobernante, se trata de comprender la necesidad imprescindible de dominar este arte ante la realidad cambiante y las veleidades del vulgo. (...) el príncipe prudente, que no quiere perderse, no puede ni debe cumplir sus promesas, sino mientras no le perjudique, y en tanto subsistan las circunstancias del tiempo en que se comprometió.

 

“Tú, Príncipe, por prometer que no quede, promete lo habido y lo por haber, pero si no puedes cumplir lo prometido, por perjudicarte, no lo cumplas, siempre encontrarás argumentos para justificar su incumplimiento (han cambiado las circunstancias, los súbditos son más rebeldes de lo que eran antes, sería peor para el pueblo,…)

 

Ya me guardaría bien de dar tal precepto a los príncipes si todos los hombres fuesen buenos; pero como son malos y están siempre dispuestos a quebrantar su palabra, no debe el Príncipe ser exacto y celoso en el cumplimiento de la suya.

 

El realismo renacentista surge del pesimismo sobre la verdad.

El realismo pesimista toca todas las capas sociales.

En todas se torna como necesaria y habitual la mentira, y acaso los perseguidores de la digna verdad son los seres más perdidos.

 

Al respecto aparece, y más después en el barroco, el personaje del antihéroe en la novela renacentista española y por supuesto en El Quijote en su protagonista principal.

 

Personajes que, atados por la pretensión de valores verdaderos y eternos, están sumidos en la irrealidad y la locura.

 

En este contexto los que malviven, aunque sea en la miseria, son los pícaros (renacentistas aunque se hable de ellos en tiempos postreros), acostumbrados al ir y venir de las cosas y las circunstancias.

 

La realidad cotidiana plantea un escenario donde mentir es ley de vida, si bien es un arte difícil en el juego de engaños y contraengaños.

 

Al respecto, la archifamosa escena de las uvas de El Lazarillo de Tormes plantea con la crudeza del realismo de la naturaleza contingente y provisional de la picaresca mundana.

 

La mentira de Lázaro es tan cotidiana y está tan en la calle que “hasta un ciego la ve”, de curtido que está él mismo en estas tretas.

 

 (“¿Sabes en qué veo que las comiste de tres en tres? En que las comía yo de dos en dos y tú callabas.”)

 

La mentira renacentista se caracteriza por la nitidez y hábito del mentir.

 

La mentira adquiere la función de un plano general, un fondo, sobre el que transcurre la trama de la vida de las personas y personajes, y no cabe más que sumergirse en las turbias aguas para desenvolverse.

 

Aún así una no hará sino introducir al personaje en otro charco, en un circuito indefinido donde unas mentiras se lavan con nuevas y más gordas.

 

Con el barroco la mentira habrá de depurarse hasta el punto en que permita nadar al tiempo que guardar la ropa: “la mentira compleja”.

 

Sin duda una sociedad cada vez más difícil y avisada sobre las artes diáfanas del engaño necesita formas más complicadas de engañar.

 

Mientras que podríamos decir que la mentira renacentista se arregla para salvar las circunstancias, la mentira barroca consiste en arreglar las circunstancias para poder mentir.

 

Ya no son personas o personajes que mienten episódicamente cada vez según convenga, son personas o personajes que trazan un plano equívoco donde poner los pilares para sostener sus mentiras a lo largo de todo un relato.

 

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