jueves, 5 de marzo de 2020

EL SENTIDO DEL TACTO ( y 2 )


Tú y yo, que nos devorábamos con la vista, que nos comíamos con los ojos y con los oídos, que nos regalábamos a diario palabras bonitas, palabras redondas, palabras pintadas, como bolitas de anís en manos de un niño.
Tu yo, con nuestros ocho sentidos juntos, fuimos castos a la fuerza, no por mérito, sino por miedo.

¿Habrá idioma más universal y más natural que el lenguaje del tacto? ¿Habrá un idioma  a la vez tan mudo y tan comunicativo?
¿Pero por qué me confundieron, identificando sexualidad con genitalidad, y ambos con pecado?
¿Por qué obstruyeron mi vitalidad?

¡Cuántos besos perdidos¡
¿Dónde irán los besos que no dimos?, porque no fueron besos ahorrados o retrasados.
¡Cuántos susurros ya irrecuperables¡
¡Cuánto fraude cometimos tu y yo a la naturaleza por la mala educación del sentido del tacto¡
¡Cuánta cuenta corriente vital mantuvimos en rojo, al rojo, en negro!

No sólo no ahorramos, perdimos.

Tu y yo, exploradores avezados con la imaginación, y atadas nuestras manos.
Ni castos fueron nuestros besos, porque apenas hubo besos.
Besos sólo furtivos, besos corteses, besos educados, no besos encendidos, me saltaba el diferencial de mi conciencia moral. ¡Qué poca potencia moral contrataron en mi conciencia¡
Intentar una exploración corporal superficial, era saltar el fusible y quedarse a oscuras.

¡Dios¡, ¡Dios¡, ¡Dios¡

Espero y deseo, amor mío, que la naturaleza nunca nos pase la cuenta porque sería grande la factura.

¿Recuerdas a tu perro y a mi gatito? Chuski y Fali.
Nuestros padres nos tenían prohibido tocarlos demasiado porque no crecerían, se quedarían canijos y se “amariconarían”.

Incluso cuando llegábamos corriendo del colegio, contentos porque el maestro estaba con gripe o se le había muerto su padre, y me echaba corriendo, de golpe, encima de mi madre, y me llamaba bruto, salvaje…y me decía tener poca educación, que no me había quitado los zapatos, que lo ponía todo perdido y que, por si fuera poco, la había despeinado (supongo que a ti la tuya te diría lo mismo).

¡Como si el beso espontáneo de un niño no valiera más que mil peinados hechos por un peluquero de barrio¡

Y luego, a diario,  los niños con los niños y las niñas con las niñas.

Ningún sentido en contacto; tu yo separados.

Tan sólo la imaginación, la loca de la casa, deformándolo todo.

¡Qué tacañería vital la nuestra¡
¡Cuánto tiempo perdido¡
¡Cuántas hojas en blanco en el todavía pequeño libro de la vida¡

Nunca nadie nos enseñó que contentarse con satisfacer las necesidades vitales no es vivir.
La supervivencia no es auténtica vida.
El vivir bien (y todo vivir o es bueno o es un mal-vivir), supone lujo, supone derroche, supone la presencia de lo superfluo pero querido.
Vivir bien consiste en verter y verterse más de la medida justa, vivir es pasión y la pasión siempre es desborde, es emanación, es “echar pa que sobre”.

Nunca nadie nos dijo que  vivir es una actividad, pero que vivir bien es un placer y todo placer supone la presencia de algo extra-ordinario, de lo no necesario, pero conveniente, de superdosis intensivas.

Siempre nos hablaron de Apolo pero nos ocultaron la manera de vivir dionisíacamente.
El orden y la apariencia importaban más que la vida y la esencia.
Lo estático y lo fijo más que lo dinámico y vital.

Nos cuadricularon, amor mío, nos hicieron laboriosos en vez de convertirnos en lúdicos.
El trabajo era sagrado, el juego era superfluo.
El trabajo es divino el juego demoníaco.
Nos educaron para ser formales, buenecitos,…era un honor para nuestros padres comportarnos como personas  mayores.
¡Qué piropo y qué orgullo cuando alguien les decía “tu hijo es un hombre en pequeño”¡
¡Qué horror, cariño mío¡ ¡un niño ser un hombre¡

Pertenecemos, amor mío, a la generación sándwich.
Somos la generación de la disculpa y me temo que seamos cómplices de la generación del desencanto.

¿Recuerdas cuando, al entrar o salir, y apenas nos rozábamos, nos pedíamos perdón mutuamente?
¡Qué barbaridad, Dios, qué barbaridad¡
Nunca nos pedíamos perdón por habernos visto, oído, olido…y eso que  nuestros cuerpos estaban enfundados, empaquetados, arropados, siempre más acá o más allá de la frontera.
Tu cuerpo y mi cuerpo nunca fueron tangibles ni chocables.

¡Cuántas caricias sofocadas¡ ¡cuánta lumbre apagada¡, ¡cuánta ignorancia táctil¡, ¡cuánta atrofia afectiva¡, ¡ cuánta lejanía estando tan cercanos¡, ¡cuánta biología, anatomía y fisiología¡, ¡cuanta neurona, órganos y sistemas y cuán poca sexualidad y vida¡.
Nos enseñaron a saber, pero no nos entrenaron a vivir.

¡Cómo sublimaron nuestros afectos en conocimientos científicos¡ pero ¿ por qué subordinar la vida a la razón ? pero ¿ es que debemos vivir para razonar o razonar para vivir?

Así que, ¡cuánta torpeza la nuestra, amor mío, cuando nos encontramos a solas, desnudos, en aquel hotel, pero, eso sí, con el certificado oficial del cura y del juez de que ya podíamos tocarnos¡



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