viernes, 13 de septiembre de 2019

EL MITO DE LA NA(TI)VIDAD ( 5 )



Es verdad que, históricamente, los judíos esperaban el Mesías de dos maneras distintas: los fariseos, fervientes religiosos, esperaban la libertad por la vía divina, mientras los zelotes, políticos y antirromanos, revoltosos, la esperaban por la lucha armada (Jesús sería considerado y ubicado como un Zelote, pero más inteligente y no confeso para eludir su persecución (“Dad al César lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios” –inteligente manera de salir del embrollo en que lo quisieron meter, ya en su vida pública, alrededor del año 28, en que se intensificó el espíritu nacionalista judío, que llegaría a su zenit el año 60 y que Roma respondió, bajo el mandato del Emperador Tito, el año 66, arrasando Jerusalén durante 4 años y destruyendo el Templo el año 70)

Pero lo que el pueblo llano vería en ese niño recién nacido no sería nada de eso y la visión de “salvador” sería la posterior interpretación de una Iglesia ya establecida y con contenido añadido.
El pueblo judío nunca habría acudido a una cueva, desconocida, en la que habría nacido un niño, desconocido, de unos padres desconocidos cuya madre se puso de parto y que será ayudada por mujeres aledañas.
Toda esa parafernalia del Belén, los Pastores, Los Reyes Magos,…no fue sino el ropaje religioso con que fue revestido el acontecimiento siglos después, por la Iglesia.

Liberación política y salvación religiosa.

Pero el mito, tal como hoy lo conocemos se gestó en plena Edad Media (lo que nunca debemos olvidar) y trasciende, y con mucho, al tiempo cristiano y fue esta gestación medieval la que lo popularizó, porque la propia Iglesia estaba muy interesada en ello, pero durante más de los primeros 1.000 años, nada de nada, pero había que conseguir que el mito calase y arraigase en las conciencias de los hombres y, sobre todo, en los niños, los más proclives a ello por su inmadurez psicológica y su fácil catequización, además del gusto infantil por la parafernalia aneja.

Ya sabemos que Iglesia y Estado eran los dos poderes imbricados.
El Rey o Emperador no lo era, legal y legítimamente, hasta que el Papa o la Autoridad Religiosa lo coronase.
Después, mutuamente, se protegían porque de esa manera el poder sobre la población era tanto externamente, incluso con el uso de la fuerza si fuera necesario y la Iglesia tomaba posesión de la conciencia psicológica y estructurando la conciencia moral, que no era sino la moral religiosa impartida por los representantes de Dios en la tierra.

Y en caso de conflicto Dios prima sobre el hombre, el creyente sobre el esclavo-siervo-ciudadano, la vida eterna sobre la vida temporal, el cielo sobre la tierra, los castigos eternos sobre los temporales, incluso se le podía despojar de la corona amenazando, como herejes, y excomulgados, a quienes siguieran obedeciendo al excomulgado Rey-Emperador y ya sabemos las consecuencias que sobrevenían, en esta vida (y por lo tanto en la otra) a los excomulgados.

Esa ideologización del mito era la estrategia perfecta parra llevar y llegar a buen puerto la inserción en el pueblo.

(“Seguid la fiesta, pero ya no por el Sol triunfando sobre las tinieblas (solsticio) sino por el nacimiento del Niño-Dios, liberador y salvador, Redentor).

Si a una sociedad pobre y rural, una sociedad de supervivencia,  se le presenta el mito del nacimiento de un niño y una familia pobre y en un ámbito rural, cala más y mejor en esa sociedad, sin referencias políticas de liberación del dominio romano sobre Palestina, sino de Jesús sobre Satán.
Un Jesús igual de pobre que ellos, uno más como ellos, y no si hubiera nacido en un palacio y fuera de estirpe real (aunque luego se le relacione con el Rey David).
No es el Niño-Rey, sino el Niño-Dios, que viene al mundo viviendo, al principio, de la caridad pública de unos pastores que le llevan de lo que tienen (comida, leche, pieles,…)

Parir y nacer yendo de viaje, en una cueva o, mejor, cuadra, sin tejado ni casa propia, un pesebre por cuna, unos animales presentes y testigos que le echan el aliento para que entre en calor porque en invierno y con frío…, sin comida ni ropa,… ¿qué más parecido o peor que ellos mismos?
Y es que la pobreza es más popular y está más generalizada que la riqueza.
Jesús era de los suyos, y así lo presenta el mito del nacimiento.

Si, además, en el Sermón de la Montaña, a ese niño ya adulto, se le habla de que “bienaventurados los pobres, los que tienen hambre y sed, de que los últimos en esta vida serán los primeros en la otra,…” está refiriéndose a ellos, que deben considerar su misérrima condición no como una desdicha sino como la carta de naturaleza, la garantía, de ser los escogidos,… (Y mientras, la Iglesia y el Estado, encantados con esa sumisión del pueblo).

El mensaje es claro: la pobreza no sólo no es una desgracia, una desdicha, sino que es una “gracia”, una “dicha” (“dichosos vosotros, lo pobres,…)
(También nosotros (la Iglesia) prometemos el “voto de pobreza”)

La que es mala es la riqueza “es más fácil que un rico pase por el ojo de una cerradura a que entre en el reino de los cielos” (aunque ningún rico quiera renunciar a ella ¿a ver si no es verdad?

Además, que el Belén medieval tiene su origen en el “poverello de Asís”, en San Francisco de Asís, italiano, que renunció a su herencia y fue el fundador de una Orden Mendicante, la de los franciscanos, junto a la otra, la de los Dominicos, de Santo Domingo de Guzmán, español.

La pobreza, siempre mala, queda transmutada en buena, otorga la salvación, y es una imitación a la extrema pobreza del Niño de Belén.

“Es como nosotros”.

Debemos resignarnos a la pobreza, es de máximo interés permanecer en ella y agradable a los ojos de Dios.
Ella es nuestra carta de presentación, el certificado de nuestro destino celestial, aunque tengamos que esperar a que llegue la hora de presentarnos ante Dios con nuestras credenciales.

Nada de protestas, nada de rebeldía, sino grandeza de la pobreza y de la esperanza, porque en esta vida “cuanto peor, mejor”, pero en la otra, y por toda la eternidad… ¿Habrá mayor y mejor consuelo?

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