domingo, 27 de abril de 2014

8.- 17. LA MUERTE Y LA RELIGIÓN.


 
Sin el hecho de morir no habría habido religión.

Las personas mueren. Lo vemos todos los días. Muertes variadas. Pero si hubiéramos sido inmortales no hubiéramos necesitado a los dioses. Nos hubiéramos creído dioses, porque el no va más del ser es “ser inmortal”.

La experiencia de ver morir y la conciencia de la propia mortalidad ha contribuido a hacer religiosos a los hombres y éstos han sabido imaginar algún género de vida inmortal en algunos personajes superiores, sobrehumanos, los dioses.

El “muero porque no muero” de la Santa de Ávila es un “querer vivir la otra vida, la eterna”.

Sólo los desesperados pueden desear morir e intentar quitarse la vida.

Incluso el hombre, consciente de la muerte, pero que maldita la gracia que le hace tener que morir, “cree en la inmortalidad porque la inventa”.

Se cree lo que se crea.

Ante el hecho cierto del morir la esperanza de la incierta inmortalidad deseada.

Creemos que existe lo que queremos que exista, hasta, incluso, la “resurrección de los cuerpos” porque, sin mi cuerpo ¿yo, resucitado, sería mi yo vivo como el de ahora?

Incluso las religiones que creen en otro tipo de inmortalidad, como la “transmigración y su ley distributiva del “karma”, cree que, tras la muerte, en una vida posterior, cada cual recibirá según sus méritos en la vida recién perdida, por lo que interesa ser y haber sido “bueno”.

Pero no en todas las religiones sus dioses son como el que nosotros hemos “mamado”. Sus dioses, a pesar de ser muy potentes, no gozan de la “omnipotencia”.

Incluso, en Roma, existían los dioses regionales, incluso familiares y hogareños, vinculados al clan y a la casa, como los “lares”, “manes” y “penates”.

Tampoco esa forma de inmortalidad popular que se expresa en la sentencia o mandato “planta un árbol, escribe un libro, ten un hijo”.

Aunque sean tres maneras de no desaparecer del todo. Permanecer en la tierra a través del árbol, en la mente de los hombres a través de las ideas y en las personas vivas a través de los genes.

Cuesta aceptar la muerte de un ser querido.

Y por las noches resucita en el sueño y uno habla con él, y juega, y camina, y se besa,… pero cuando se despierta…

¿No habrá otra dimensión existencial, además de la consciente?

¿Y si siguiera durmiendo seguiría yo con él y él conmigo?

¿Qué es el dormir sino un amago de muerte, una semi-muerte temporal y pasajera?

¿Y si “conciencia” y “otra vida tras la muerte” se repeliesen, como el agua y el aceite, existiendo ambas, aunque no puedan existir mezcladas?

Aunque ya no esté conmigo, al despertar, ¿seguirá estando en alguna otra parte y entra en contacto conmigo y yo con él en los sueños?

¿No sería bonito, bueno, que más allá de la muerte, en esta vida, hubiera otra vida, y además eterna?

Por desear que no quede.

Tampoco se puede demostrar que no.

¿Por qué no creerlo? ¿Qué cuesta creerlo?

Los rituales religiosos no han sido/no son sino intentos simbólicos de mantener en la existencia al ya muerto, aunque se encuentre en otra dimensión.

Son como el pago de un rescate, como un aval para que les vaya bien, aunque se mantengan sólo en la memoria.

¿Habrá algo, realmente, más absurdo que visitar el cementerio y poner ramos de flores sobre la tumba? Sin embargo, psicológicamente, se descarga tensión.

El culto funerario, las misas de aniversario, con el recuerdo del muerto, es como pedirle perdón por si acaso en algo le fallamos, en vida, y por nosotros que no quede.

Es como una reparación de repuesto.

“Yo sé que no sirven para nada, pero me consuela” – dice mi madre, todos los años, en el aniversario de mi padre y de mi abuela.


“Que descanse en paz” y si no puede volver, en persona, que no venga como espectro resucitado, no siendo que quiera vengarse de haber tenido un comportamiento incorrecto con él, en algún momento y de lo que no haya sido consciente.

Se paga el peaje para que llegue al lugar en el que creemos y no sabemos, para que esté bien, pero que no vuelva en el estado calamitoso en que se encontraba cuando se fue.

Nuestros muchos monumentos megalíticos (dólmenes, menhires, navetas, talayots, túmulos, sepulturas…Todos ellos de carácter funerario.

Todos conocemos la civilización egipcia, con sus pirámides, hipogeos, mastabas, la trepanación y la conservación de los cadáveres (momias), con objetos necesarios (comida, instrumentos de caza, utensilios domésticos,….).

O las monedas en la boca de los muertos griegos para pagarle a Caronte, el barquero del infierno, para que los pase a la otra orilla.

Recordemos “Las danzas de la muerte”, medievales, cantadas y bailadas, en las que se reflejan dos cosas:

1.- Que la muerte es universal, que de ella nadie se libra, que todos moriremos,… por lo que hay que estar preparados, por aquello de “mors certa sed hora incerta”

2.- Que ella nos iguala a todos desde el Papa al último hombre, todos seremos igualmente segados por la guadaña, sin respetar categoría social ni religiosa alguna.

En Andalucía, la asistencia a los funerales es mayoritaria y, quizá inconscientemente, sea una manera de celebrar la suerte que uno tiene de que a él, por el momento, le ha resbalado, le ha pasado de largo, dándole, así, gracias a Dios.

Si creer en la otra vida, eterna, conllevase renunciar a los placeres y alegrías de esta vida ¿merecería la pena?

 

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