domingo, 16 de diciembre de 2018

LA LAICIDAD (2)


Y no quedaría aquí y así la cosa, porque deseoso de no quedarse atrás en el celo inquisitorial, el Papa León XIII, en su encíclica “Libertas”, en 1.888 estableció los males del liberalismo y del socialismo, epígonos indeseables de la nefasta Ilustración, señalando que “no es en absoluto lícito invocar, defender y conceder una híbrida libertad de pensamiento, de prensa, de palabra, de enseñanza o de culto, como si fuesen otros tantos derechos que la naturaleza ha concedido al hombre. De hecho, si la naturaleza los hubiera otorgado sería lícito recusar el dominio de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna”

Y entramos ya en el siglo XX, año 1.906, Pío X (“San Pío X”), en su encíclica “Vehementer”, donde fulmina la ley francesa de la separación Iglesia-Estado y donde puede leerse: “Que sea necesario separar la Razón de Estado de la de la Iglesia es una opinión seguramente falsa y más peligrosa que nunca. Porque limita la acción del Estado a la sola felicidad terrena, la cual se coloca como meta principal de la sociedad civil y descuida, abiertamente, como cosa extraña al Estado la meta última de los ciudadanos que es la beatitud eterna preestablecida para los hombres más allá de los fines de esta breve vida”

Y así, erre que erre, machacando lo mismo y teniendo que esperar hasta el Concilio Vaticano II, años 1.962-1.965, convocado por el bonachón Papa Juan XXIII y clausurado por el Papa Pablo VI, y al decreto “Dignitatis humanae personae” en el que, finalmente se reconoce la libertad de conciencia como una dimensión de la persona contra la cual no valen ni la Razón de Estado ni la razón de la Iglesia.

“Es una auténtica revolución” exclamó el entonces cardenal Woytila (posterior Papa Pablo II)

Al final se produjo el parto.

Cuando hablamos de “laicidad” hablamos del reconocimiento de la autonomía de lo político y civil respecto a lo religioso, la separación entre la esfera terrenal de aprendizajes, normas y garantías que todos debemos compartir y el ámbito íntimo (aunque públicamente exteriorizable a título particular) de las creencias de cada cual.

La liberación, pues, es mutua porque la política se sacude la tentación teocrática pero también la Iglesia y los fieles dejan de estar manipulados por  gobernantes que tratan de ponerlos a su servicio, cosa que, desde Napoleón y su Concordato con la Santa Sede no ha dejado puntualmente de ocurrir, así como cesan de tener persecuciones contra su culto, tristemente conocidas en muchos países totalitarios.

Que el Estado se separe de la Iglesia no lleva a hablar de un “Estado ateo”.
Decir “Estado ateo” es como decir “Estado geómetra” o “Estado melancólico”.
El Estado es la forma de organizarse una sociedad y nada tiene que temer la Iglesia de que el Estado se inmiscuya en cuestiones estrictamente religiosas para prohibirlas o para hostigar a los creyentes.

La laicidad de un Estado excluye tales posibles comportamientos pero tampoco va a someter sus leyes a los dictados de la Conferencia Episcopal.

La laicidad es, precisamente, la garantía de la libertad religiosa y todo creyente debería estar a favor y apoyarla (ya no hará falta entrar bajo palio a la iglesia porque, si no quiere, el gobernante, si no es creyente, no está obligado ni tiene por qué entrar en ella para actos o cultos religiosos)

Hay españoles que apenas oír las palabras “laico” o “laicidad” dan un brinco y se ponen a la defensiva y recurrirán a la palabra que aparece en la Constitución, “no confesional” que, según lo interpretan algunos, es una Estado que no tiene una única devoción religiosa, sino que tiene muchas, todas las que le pidan. Es multiconfesional, partidario de una especie de teocracia politeísta, que apoya y favorece las creencias estadísticamente más representadas entre su población o más combativas en la calle.
De modo que sostendrá en la escuela pública todo tipo de catecismos y santificará institucionalmente todas las fiestas de iglesias surtidas.


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