martes, 11 de julio de 2017

SAN AGUSTIN: TERCERA CARTA DE FLORIA EMILIA


En el libro III escribes sobre esa época en que llegaste a Cartago, siendo un joven estudiante: «me encontré en medio de una crepitante sartén de amores impuros. Aún no amaba pero deseaba amar, y hallándome en un estado de penuria más íntima, me hacía aborrecible a mí mismo por no sentirme más indigente. Comencé la búsqueda de algo que amar, pues amar quería».

Y me encontraste a mí.
Llevabas sólo un año en la ciudad cuando nos conocimos; yo había nacido en ella.
Teníamos los dos casi diecinueve años.
Recuerdo que me hallaba sentada bajo una higuera en compañía, de tres o cuatro estudiantes.
Conocías a uno de ellos y viniste hacia nosotros.
Yo tenía los ojos entornados porque el sol me molestaba, pero te vi.
Debo decir que caíste cautivado inmediatamente, pues clavaste tu mirada en la mía; luego miraste desconcertado hacia el suelo un par de veces antes de volver a buscar mi mirada.
Fue como si ya hubiéramos vivido una vida juntos y supe entonces que podría llegar a amarte en cuerpo y alma.
Que fuera a suceder aquella misma noche era algo que no había temido ni soñado; si lo hubiera imaginado, quizá lo hubiera temido y soñado a la vez.
El que yo estuviera sentada con unos estudiantes no resultaba extraño, pero te llamó la atención que yo interviniese en la conversación como si fuera uno de ellos.
Fue de lo primero que hablamos cuando pudimos quedarnos a solas.

Creo recordar que tomaste nota, con cierta extrañeza, de la naturalidad con que defendí la proeza amorosa de Dido.
Fue como si me preguntaras, con la mirada, si realmente una mujer era capaz de amar tanto a un hombre que pueda llegar a quitarse la vida al saberse abandonada por él.
De repente me preguntaste si había estado alguna vez en Roma, quizá porque en ese momento estábamos hablando de Dido y Eneas.
Me parecía una pregunta extraña, muy extraña, pues ni tú ni yo nos conocíamos, pero sin embargo te interesaba saber si yo había estado allí.

Interpreté tu pregunta como una búsqueda de unión entre tú y yo, pues te apresuraste a decir que tú tampoco habías estado pero que era propósito tuyo el viajar allí en alguna ocasión.

Poco sabía yo entonces de que muchos años después viajaríamos juntos a Roma.
Fue como si todo comenzara con esa salida de Eneas de Cartago.
Acaso debiera añadir que, también, fue allí donde todo acabó.
Como Eneas, también tú tenías un cometido más grande y más importante que el amor.

Antes de quedarnos solos bajo esa higuera, pienso que ya había surgido entre nosotros algo que desconcertó a los demás, algo fuerte e intenso, como una invisible complicidad.
Luego me acompañaste a casa, a mi humilde habitación, y allí pasaste la noche.
Un año más tarde nació nuestro querido hijo, y permanecimos juntos hasta que Mónica o Continencia nos separó a la fuerza, dejándonos a los dos con heridas sangrantes.

Nuestra vida en común se sostenía desde el primer momento sobre una base intensamente sensual, pues los dos rendíamos culto a Venus.
Hubo épocas en que ambos éramos igual de irrefrenables; sin embargo, al leer hoy tus confesiones, tengo la penosa sensación de que lo que ahora llamas «apetencias de la carne» es lo único que nos unía.
A veces parece que tuvieras un exagerado arrepentimiento y penitencia por tu vida anterior, me refiero a la anterior a tu entrega total a Continencia.

Quizá sea nuestra profunda amistad lo que más te avergüenza.
A muchos hombres les avergüenza más el cultivar la amistad con una mujer que sembrar con ella el amor de la carne, aunque luego culpan a este amor carnal de imposibilitar la amistad sincera con una mujer.

Es lamentable que esto se haga más evidente cuanto más instruidos son filosóficamente, y atribuyo gran parte de esta culpa a los maniqueos y a los platónicos.
Sentí que empezabas a mirarme de manera distinta después de haber leído el Fedón; la situación no mejoró cuando leíste a Porfirio.

¡Tantas cabezas, tantos pareceres!

No empecé a albergar temores hasta que comenzaste a decirme Eva, pero eso no sucedió hasta que llegamos a Milán e hiciste todo lo posible por entrar en el círculo que rodeaba a Ambrosio.

Amar y ser amado era lo más dulce para mí, sobre todo si llegaba a gozar del cuerpo de la persona amada.
Así ensuciaba la vena pura de la amistad con la inmundicia y nublaba su candor con la sombra tartárea de la lujuria».

No ocultas, pues, el profundo e intenso desprecio que sientes por Venus, por ella, Aurelio, que era el puente cubierto de alhajas entre nuestras dos almas solitarias y asustadas.

Pero eso no es todo, también desprecias ahora los demás placeres que ofrecen los sentidos.
Y aún hay más, pues incluso llegas a despreciar a éstos.

En verdad te has convertido en un eunuco.

Noto que andas perdido entre los teólogos. ¡Qué profesión más miserable!

Hemos sido creados como seres humanos, Aurelio.
Y hemos sido creados varón y mujer.

En su tratado De Senectute (“sobre la vejez”), Cicerón argumenta que el adolescente no desea tener la fuerza del león o del elefante.
No debemos intentar vivir como algo que no somos.
¿No sería eso burlarse de Dios?
Somos seres humanos.
Primero debemos vivir, y luego... luego podremos filosofar.

No me digas que para ti yo era sólo un cuerpo de mujer.
Sabes que eso no es verdad.
¿Cómo puedes discernir entre cuerpo y alma?
¿No es eso alterar la obra de la creación de Dios?

Cuando me rasgabas con afiladas caricias también desgarrabas mi alma, fiera desleal.

Describes en tu libro IV, y de forma muy bella, la amistad, pero, ¡cuidado¡, sólo te refieres a la amistad entre hombres: «Había todo un montón de detalles por parte de mis amigos que me hacía más cautivadora su compañía: charlar y reír juntos, prestarnos atenciones unos a otros, leer en común libros de estilo ameno, bromear, bromear unos con otros”.

Al leer esto me sentí como devorada, o mejor, devorada y vomitada a la vez.

¿No son esas palabras válidas igualmente para nuestra amistad?

Charlábamos y nos reíamos juntos, nos prestábamos atenciones uno a otro de sol a sol, nos enviábamos pequeñas señales secretas, gestos «procedentes del corazón... que hallan su expresión en la boca, la lengua, los ojos y en otros mil ademanes de extrema simpatía»

Es cierto que tenías muchos amigos en esa época, podría decir que muchísimos, pero el amor que sentíamos el uno por el otro era diferente, por eso nunca llegué a sentir celos de tu amistad con los hombres.

Entre nosotros surgían llamas, llamas que no sólo encendían nuestras almas sino que también inflamaban nuestros cuerpos.

No evitas confesar tu arrepentimiento por nuestro amor carnal, vale, pero no olvides que yo era además tu mejor amiga.

Insinúas que tan bajo descendiste que llegaste a cultivar la amistad de una mujer.

Pero no te equivoques, yo no soy un simple pellejo.

Tu mayor delito en aquel entonces no era amar la carne, en eso no te distingues de otros.
Tu pecado más infame era que amabas también el alma de Eva

Tal vez también haya un Dios que nos conozca.

Si fuera así, tengo el convencimiento de que habrá guardado todo cuanto de bueno nos regalamos el uno al otro.
Pero si no existe, mi vieja alma gemela, no hay nadie en todo nuestro vasto imperio que se conozca mejor que tú y yo: me entregaste tu cuerpo y tu alma y yo en prenda te dejé los míos.

Donde tú estabas, allí estaba yo; donde yo estaba allí querías estar tú.

Luego fueron interponiéndose entre nosotros primero una madre, después maniqueos y Platónicos, por último, teólogos y Continencia.

De alguna manera te alejaste de mí aún más que Eneas hiciera de Dido. ¡Dios te ampare por tus errores!

¿No éramos tú y yo dos cuerpos fundidos en uno solo, del mismo modo que un puente une dos orillas en una?
Pero de pronto emerge del río una poderosa deidad, o una idea abstracta llamada Continencia, que corta la conexión entre esas dos orillas.

No, yo no creo en un Dios así, honorable obispo.

He hablado muchas veces de eso con el sacerdote de Cartago.
Sabe que he vivido con un hombre, pero ignora que ese hombre eres tú.

¿No resulta irónico que hayan sido tus confesiones lo que él un día me entregara?
¿O fuiste quizá tú quien le incitó a que lo hiciera?

Espero que no tengas en el olvido cómo tus caricias hacían que brotasen mis yemas.
¡Cuánto te gustaba encontrarte después con mis flores y dejarte embriagar por sus aromas!
¡Cuánto te nutría mi savia!

Pero luego me vendiste a cambio de la salvación de tu alma.

¡Qué traición, Aurelio, qué traición! No, yo no creo en un Dios que exige sacrificios humanos.

No creo en un Dios que destroza la vida de una mujer con el fin de salvar el alma de un hombre.

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