viernes, 14 de julio de 2017

SAN AGUSTÍN: SEXTA CARTA DE FLORA EMILIA,


Fuiste a ver al obispo Ambrosio a Milán.

Más tarde, en aquella primavera, llegó Mónica; por tierra y por mar te había seguido, dices.
Se colocó frente a ti y de espaldas a mí, aunque sabía que tú y yo éramos uno.
Vino con dos propósitos: el primero era que recibieras el bautismo; el segundo, casarte con una muchacha de posición elevada.
Creo que este último fue el más importante.

Tú dudaste de todo, pero decidiste, «en consecuencia, ser catecúmeno de la Iglesia de Roma”.

«Amaba la vida feliz, pero temía acercarme donde ella estaba y la buscaba huyendo de ella. Pensaba que habría de ser muy desdichado si me privaba de las caricias de una mujer»
Eran mis caricias de las que temías privarte, Aurelio, lo hemos hablado muchas veces.
No has sido capaz de escribirlo,

Lo que en verdad te atormentaba era que un matrimonio, para el cual yo no era apta sencillamente por carecer de bienes terrenales, implicaría tener que abandonarme.
¿No éramos almas gemelas, entonces?
¿No estábamos tan unidos en cuerpo y alma?
¿No tendríamos también que haber pensado en Adeodato, con doce años ya cumplidos?

Mónica entró en mi cuarto.
Nunca olvidaré la mañana en que se presentó de repente mientras me estaba aseando.
Acababas de irte a la Academia de Retórica, donde ibas a permanecer todo el día.
Me ordenó que me fuera.
Todo estaba dispuesto y organizado para mi regreso a África, aquella misma tarde salía un grupo de viajeros hacia allí.
Tú ya habías hecho la petición de matrimonio con una muchacha y te lo habían concedido.
Sus padres habían puesto como condición que yo me fuera de tu lado cuanto antes.
Pensé que así se vengaba Mónica de lo sucedido aquella noche en que la abandonamos en Cartago.
Ahora íbamos a ver cuál de las dos era más fuerte.
Pero me dijo que eras tú quien la había encomendado enviarme lejos porque no tenías valor para hacerlo tú mismo, como un pastor que no tiene valor para matar a sus propios corderos.

¡Y yo la creí, ése fue mi trágico error!

¡Fui abandonada por mi propio marido por culpa del amor celestial! ¡Eso ocurrió, Aurelio, exactamente eso!

Me llegó tu carta en la que me rogabas encarecidamente que no me entregara a otro hombre.
Incluso decías que probablemente tu matrimonio no se llevara a cabo.

Pero lo más importante eran las palabras con las que concluías esa carta enviada desde Milán: «¡Te echo de menos, Floria!».

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