jueves, 15 de noviembre de 2018

PALABRAS DE UN AGNÓSTICO (9)



Ya sabemos que el cadáver es un residuo, un ripio humano, pero molesta tenerlo siempre ahí, a la vista. Hay que guardarlo, hay que esconderlo aunque sea volatilizándolo.

Pero ¿qué hacemos con sus sentimientos, con su alma? Porque éstos no podemos enterrarlos, están en nuestro interior, están con nosotros, aunque sólo sea en forma de recuerdo.
Y de noche, más de una vez soñaremos con él, temiéndolo o amándolo, pero nos relacionaremos con él.

Las relaciones que mantenía, en vida, con nosotros, no podemos desterrarlas, ni enterrarlas, ni olvidarlas, ni cremarlas, están ahí presentes y sólo será el tiempo el que vaya desgastándolas.

En esa relación, en vida, ahora, muerto, un extremo de la relación desaparece (su cuerpo) pero el otro sigue en nosotros, como si conservásemos en las manos el cabo de una cuerda de cuya otra punta ya no tira nadie, está suelta, pero la cuerda permanece en nosotros.

Y es que los recién muertos siguen pareciendo, durante un tiempo, personas vivas y los vemos entre nieblas ocupando ese sillón del salón, esa cama de esa habitación a la que le tenemos tanto respeto que nos negamos a dormir donde la persona amada ha dormido pero que ya no está presente.

Estar vivo o estar muerto.

Imaginémonos al hombre prehistórico, hambriento, y que ve a una presa que “parece muerta” pero ¿estará, realmente muerta?, ¿y si es una táctica de camuflaje para que me acerque y, cuando esté a tiro, sea yo su presa?

Este discernir lo realmente muerto de lo aparentemente muerto tuvo que ser la principal preocupación cognoscitiva del hombre prehistórico para no ser presa y sí predador o depredador.
Era vital para su supervivencia.

Y si esto ocurre en cualquier animal, ocurre sobremanera en el hombre, ser social por excelencia, viviendo en pequeños grupos y que la muerte de uno de ellos es una perdida enorme para el grupo, tanto en la información, en el conocimiento del vivir y del  sobrevivir, como en la cooperación.

Y es que la sociedad humana, como toda sociedad animal superior, es “cooperativa” pero, además, la sociedad humana es “coloquial” y los conocimientos adquiridos por unos pueden ser enseñados/son enseñados y aprendidos por los otros.

El hombre, además de la “matriz materna”, para “vivir”, necesita la “matriz social” para “ser” hombre, y esto se consigue con la actividad coloquial, con y a través del lenguaje, de la comunicación, de la enseñanza y el aprendizaje.

No basta la herencia genética, como en cualquier animal, es necesaria la herencia cultural, el conocimiento aprendido, la cultura.

Cientos de veces he escrito que “nos “nacen” hombres, nos “hacen” humanos, nos “hacemos” personas.

Al hombre no le basta, como al animal, desarrollar su programa genético, de ahí la importancia de la presencia de los otros para el desarrollo cultural, para “ser humano”, después de “haber nacido hombre”.

Ya “nacemos hombres” pero, una vez nacidos, dejados a nuestra suerte no sólo no sobreviviríamos sino que no pasaríamos del “estado animal”, ellos, los otros son los que nos “hacen humanos”.

Es difícil romper el hilo que nos ha unido con los otros ya desaparecidos. Unos por amigos, otros por enemigos, unos por ocurrentes, otros por aquel favor que una vez nos hizo,… de ahí que los muertos con los que hemos estado relacionados no nos sean, del todo, indiferentes.

Aunque nosotros ya nada seamos para ellos, ellos siguen estando ahí, como solicitando que les prestemos atención.
Seguimos hablando con ellos,  mandándoles mensajes, pidiéndoles consejos (“ayúdame”, “perdóname”, ¿tú, qué harías ahora sí…? aunque estos mensajes o súplicas o consejos no sean, ya, ni percibidos, ni respondidos, ni correspondidos.

Parece absurdo (pero no lo es) que ellos callen y no respondan, pero que nosotros sigamos hablando con ellos sabiendo que ya no hay remitente al otro lado de la cuerda comunicativa…

¿Es un monólogo o es un diálogo ilógico lo que hacemos al comportarnos así?

Incluso a los enemigos desaparecidos les agradecemos que hayan pasado al otro lado de la vida (Unamuno lo denominaba: “filiación por antagonismo”)

Aquellos con los que compartimos el amor están ahí, cómodamente, en el recuerdo, pero también están aquellos a los que temimos y obedecimos por impotencia de no poder enfrentarnos a ellos y los ridiculizamos públicamente en cuanto podemos y alguien quiera escucharnos porque sabemos que su poder sobre nosotros se fue con ellos.

¿Cómo reaccionaríamos ante esa persona con la que convivimos pero que, una vez muerta, resucita y está ahí, rediviva?

Necesitamos rituales y ceremonias para poder, más tranquilamente, despedirnos de ellos.

Los demás se mueren y, somos conscientes de que, también los nuestros morirán pero éstos nos aman y son irrepetibles pero, también ellos, son vulnerables.
El amor es la inquietud por lo que podemos perder, porque puede dejar de existir.

Generalmente los dioses han sido obedecidos porque han sido terribles para sus creyentes. Los dioses han sido temidos, pero nunca amados, porque no puede amarse a lo que se teme.

El acierto del Cristianismo fue promover la idea de un Dios OMNI-todo pero que, además, no sólo nos perdona, es que nos AMA, porque es Padre (“Padre nuestro”) y lo normal es que un padre nos quiera y lo queramos.

Somos “hijos de Dios y herederos del cielo” ¿alguien da más?

Hemos dicho y repetido el silogismo: “Si Sócrates es hombre, y el hombre es mortal, entonces Sócrates es mortal” pero podríamos decir (aunque no lo decimos): “Todos los hombres mueren y, como yo soy hombre, yo también debo morir y moriré”, y es que ese “yo” nos afecta directamente y relacionarme con la muerte…. existencialmente molesta.

No debería escandalizarnos la certeza de nuestra desaparición, pero….

“Sabemos” que vamos a morir, pero no nos lo “creemos”, porque “creerlo”…

En el inconsciente nadie cree en su propia muerte, todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad (según la escuela psicoanalítica)

Si pienso en mi propia muerte estoy haciéndome una trampa, porque en vez de ser yo el “muerto” soy un “espectador” de mi muerte, lo que es absurdo.

Nietzsche lo afirma de otra manera: “llamamos “verdades” a nuestros errores “irrefutables”, aquellos cuya falsedad es fácil de demostrar e imposible de asumir”.

De esta vida todos saldremos, pero nadie saldrá vivo.

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