miércoles, 7 de noviembre de 2018

PALABRA DE UN AGNÓSTICO (4)



Dudar de todo es imposible. Sería como hacer el vacío absoluto.
Hasta Descartes, al intentarlo, concluyó que no podía dudar de que dudaba, por lo que llegaba a algo indubitable, a algo cierto.

No creer en nada es imposible.
Cuando caminando por la acera cruzo la calle “creo” que la calle no va a hundirse y voy a caer al precipicio, como cuando, sediento, me acerco a una fuente a beber, “creo” que va a quitárseme la sed y “creo” que esto que estoy escribiendo podré sacarlo a la luz en la impresora.

Sea en la materia que sea, siempre se cree en algo.

Pero hay creencia que pueden ser verificadas o falsadas (yo, que nunca he estado en Alaska, “creo” que está allí donde me aparece en el mapa y “creo” que si tomo un avión puedo verificar mi creencia).
Igualmente con la “falsación”. “creo” que es falso que si reparto este trozo de pan entre tres personas le toque la mitad a cada una de ellas.

Pero hay otro tipo de “creencias” que ni pueden ser “verificadas” ni “falsadas”.
Estoy refiriéndome a las “creencias religiosas” que nos hablan de la vida tras la muerte, del cielo y del infierno, del juicio final, de los premios y castigos eternos tras la muerte, de la resurrección de los muertos,…

No hace mucho, en el metro de Madrid, un predicador comenzó a soltarnos su sermón sobre el arrepentimiento porque, de lo contrario, nos condenaríamos, eternamente, en el infierno, etc…etc…etc…
Educadamente le pedí que dejara de molestarme (molestarnos) con su creencia, porque esa era “su” creencia, contra la que yo nada tenía, pero que se la guardara para su vida privada o que la expusiera en los espacios religiosos a quienes, voluntariamente, quisieran escucharla, a sus fieles creyentes.

Sólo la llegada a la siguiente estación dejó de herir mis oídos, saliendo del vagón, para meterse en el siguiente y continuar su “misión”.

En el metro ocurren cosas.

Otro día, una persona mayor, bien vestida y calzando zapatos relucientes, criticaba a una joven que estaba sentada, diciéndole la poca educación que tenía por no levantarse para que él se sentara (poco antes, a una mujer embarazada, le había ofrecido su asiento pero hubo varias ofertas y se sentó en otro) y lo increpé diciéndole si él “sabía” si esta joven no venía del trabajo, tras varias horas, de pie, en una tienda o tras la barra de un bar, con las piernas cansadas e hinchadas, mientras él, jubilado, venía de ver obras del centro de Madrid, totalmente relajado, descansado,…
Cuando el hombre se bajó, la joven me dio las gracias preguntándome si la había visto sirviendo de camarera en un bar de la Gran Vía.

Soy un impenitente visitador de iglesias que se cruzan en mi caminar y cuando coincido con el sermón del cura, y ya por hábito, me siento a escuchar su discurso hueco, de significantes sin significado, monótono y reiterativo, sea la iglesia que sea, en la ciudad que sea.

No hay discurso tan sin significado real como los monólogos de los sacerdotes.

“Dios te ama”, “ofrécele tus sacrificios, tu enfermedad, para salvación de los hombres”, “en el corazón de Dios cabemos todos”, “que se hizo hombre para redimirnos”…

Como cuenta Savater de aquel orador del avión: “sabía del todo lo que sabía, pero también sabía lo que nadie sabía del todo. ¡Menudo pájaro¡”

¡Qué seguridad en el decir y en lo que dice¡ - como si el lenguaje de lo etéreo pudiera compararse con el lenguaje natural.
El predicador lo ve todo tan claro (siendo todo tan oscuro) que hasta se extraña de que los demás mortales estemos ciegos para ver lo que él ve.

¿Quién le ha dicho a ese predicador, del metro o del avión, todo lo que está soltando por la boca (“que el cuerpo es sólo el caparazón de nuestra alma”, “que el cerebro lo graba todo a lo largo de la vida y, cuando llega al final, en el último momento, rebobina, y nos pasa la película al revés, pero que, para entonces ya no habrá forma de cambiar lo grabado así que…”

Pero ¿qué pruebas tiene de todo lo que dice?. ¿Es que tiene línea directa con Dios?....

Los seres humanos mentimos con la misma facilidad con la que respiramos, por nuestro bien, por el bien de nuestros hijos, para evitar un castigo, para conseguir un premio o un favor,…

La mentira es un auténtico universal humano.

Aunque debemos distinguir entre “mentir” y “no decir la verdad”.
Mentimos, realmente, cuando no decimos la verdad a quien tiene derecho a saberla y a esperarla de nosotros.

¿Qué les importa a los demás mi vida privada?. Naturalmente que estoy en mi derecho a no decirles la verdad porque no tienen derecho a saberla para exigírmela.

Un funcionario público sí que tiene la obligación de ser sincero, y no mentir, en lo que afecte a su actividad en los asuntos públicos, pero no de su vida privada.

¿Y qué decir de quienes se aprovechan del deseo de saber de algunos para inculcarles falsedades, desde los sacamuelas charlatanes con sus recetas curativas del cáncer por la imposición de sus manos y tomando agua de una fuente milagrosa, hasta los que falsifican la historia para atraerlos a su redil, o los que, sin tener pajolera idea, dogmatizan sobre la física cuántica y su influencia en la adivinación del futuro.
Son mentirosos empedernidos al aparentar saber lo que no saben para beneficio propio y cuya supina ignorancia intentan camuflarla con una verborrea fluida.
Es el charlatán mentiroso que habla, sin parar, sin saber de qué está hablando.

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