miércoles, 6 de septiembre de 2017

KANT: LA SEXUALIDAD Y LAS MUJERES (1)


Si se le pidiera a un hombre corriente, con nociones de Filosofía que nos diera los nombres de cinco filósofos incluiría, de modo seguro, a Kant.
El que había sentenciado: “no aprenderéis de mí Filosofía, sino a “filosofar”, no pensamientos que podáis repetir, sino a pensar. Pensad por vosotros mismos, investigad por vosotros mismos, manteneos firmes sobre vuestros propios pies”.

¿Sapere aude” –atrévete a pensar.

Olvídate, deja, prescinde de “tutores”…

Decía Nietzsche que: “todo filósofo casado le parecía un personaje de comedia” (lo que no sé es si lo dijo antes o después de las calabazas de Lou Salomé)
Y Francis Bacon, casi haciendo de representante de no sé si de la mayoría de los filósofos, afirmaba: “ciertamente, las mejores obras son escritas por solteros u hombres sin niños” (aunque, luego, se casaría, poco después de haber hecho esta declaración),

Ese alejamiento de la vida sexual, erótica, incluso en su vertiente tierna o amorosa, dispensada para las mujeres, no es exclusiva de este filósofo, llamado Kant.
Muchos otros cultivadores del “amor a la sabiduría” practicaron, en diversos grados, un celibato que bien puede tomarse como paradigma de la filosofía.
La lista es rica en nombres: Platón, Plotino, Tomás de Aquino. Erasmo, Malebranche, Hobbes, Pascal, Descartes, Spinoza, Newton, Leibniz, Hume, Voltaire, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche… testimoniaron que el fin último de la humanidad no es reproducirse, por lo menos no en la materialidad de los cuerpos.

Se afirma que ninguno de ellos tuvo contacto carnal alguno a lo largo de su vida.
Es decir, nacieron, vivieron y murieron vírgenes.

Kant fue filósofo y célibe en extremo, al grado de llegar a sostener que “un filósofo digno de ese nombre no se casa”.

El soltero se casa con el pensamiento, el casado tendrá que compartir su tiempo con la esposa y los hijos.
Los argumentos y no el sexo es el alimento de los filósofos (sublimación freudiana).

“Filósofo casado, filósofo mermado”.

Se afirma que nunca estuvo enamorado, que toda su vida permaneció célibe y que nunca tuvo ni amante ni esposa.
Formaría, pues, parte de esos grandes hombres, como Newton y Robespierre, a quienes la carne femenina los dejó siempre como mármoles: incorruptibles, asexuados.

Nunca hubo una mujer en la casa de Kant, ni siquiera una sirvienta.

Tenía un criado, el fiel Martin Lampe, “un hombre para todo”, encargado de todos los asuntos prácticos y a quien Kant, tras 40 años de servicio, despidió, según se dice, al saber que se casaría (lo que suponía que, a partir de entonces, ya no se dedicaría en exclusiva a él, sino que tendría que compartir el tiempo con su esposa e hijos).

Suele afirmarse que Kant fue un “absoluto asexuado” (lo que habría que poner en cuarentena por, al menos, dos situaciones: una con una mujer casada, y que luego se divorciaría (“por infidelidad”) y otra el cambio total de su forma de vivir tras conocer a su nuevo amigo Green.

Habría que decir, pues, que practicaba el “erotismo de los corazones”, más libre, según expresión de Bataille.

Fue célibe pero no asceta, vivió una vida en relación con su tiempo: de joven frecuentaba las tabernas y siempre disfrutó de la comida (era un buen gourmet, aunque se sabe que su plato favorito era el bacalao, le gustaba el buen pan y el buen vino y muchas veces lo compartía con invitados en su casa (hasta 5 huéspedes al día, no más, pues la mesa era para un máximo de 5, enviándoles la invitación el mismo día, por la mañana, con el fin de asegurarse de la asistencia inmediata o de lo contrario, para poder invitar a otro.

Como puede deducirse era un hipocondríaco, porque, además entre la mesa y la sobremesa pasaban 4 horas y la conversación pasaba por tres momentos: narración, discusión y bromas (disfrutaba del chismorreo).

Le gustaba vestir bien y, cuando recibía invitados a su mesa iba vestido de manera impecable, cuidando que el color de sus ropas fuera a tono con las estaciones del año y su naturaleza.

Fumar en pipa era, para él, un placer, como degustar las propiedades del té, beber un buen vino y aspirar rapé.
Es decir, no era un ermitaño, taciturno y sociofóbico.

Para la sociedad de Königsberg era considerado como “amable compañero”.

Quizá Kant no conoció la sexualidad en otro cuerpo que el suyo, pero sí conocía la sensualidad, sobre todo de la comida: era de muy buen paladar.
Y aunque no poseía un físico seductor, con una estatura de apenas un metro cincuenta (su madre lo llamaba hombrecito), su cuerpo no le avergonzaba en absoluto.
Kant, pues, no es ni un ermitaño ni un anacoreta; ensalza el placer, así lo dice en su Antropología: “el puritanismo del cínico y la castidad del anacoreta, que se privan de los placeres de la sociedad, son deformaciones de la virtud que no invitan a practicarla”.

La verdad es que su cuerpo tampoco le favorecía para ser un seductor para acercarse y conquistar a una mujer o para que una mujer se le acercara.
Medía 1,50 de altura (como hemos dicho), tenía una gran cabeza y era cargado de espaldas, cheposo o chepudo.

Kant tenía sus hábitos (que han pasado a la Historia de la Curiosidad o de la Rareza):

En una época, la Ilustración, en que era comúnmente aceptado que “viajar ensancha el espíritu” y en la que “la conquista de la distancia” ha contribuido a un mayor entendimiento internacional, sabemos que Kant no atravesó, ni una sola vez, las fronteras de Prusia Oriental, ni mostró inclinación a hacer viaje alguno, ni por distracción ni por ampliar conocimientos.

Nació en Könisberg, vivió en Könisberg y en Könisberbg murió.

“Todos los días su criado, Lampe, lo despertaba cinco minutos antes de las cinco de la mañana, luego se sentaba a la mesa a las cinco en punto, bebía una o dos tazas de té, fumaba una pipa y preparaba durante toda la mañana, hasta las doce cuarenta y cinco, los cursos que impartía.
Entonces tomaba un vaso de vino de Hungría y se sentaba a la mesa a la una (con sus invitados).
Después de haber comido, caminaba hasta la fortaleza de Friedrichsburg, siguiendo siempre el mismo camino, que fue bautizado por los habitantes del lugar como “el paseo del filósofo”.
Era posible saber la hora que era sin necesidad de mirar el reloj, pues el filósofo pasaba siempre, exactamente, a la misma hora.
A las seis de la tarde, después de haber leído los periódicos, reanudaba el trabajo en su estudio, que conservaba siempre a una temperatura de quince grados y en donde se sentaba de modo que pudiera ver las torres del viejo castillo.
Su meditación fue interrumpida cuando el crecimiento de los árboles impidió un día tener a la vista aquel panorama.
Hacia las diez de la noche, quince minutos después de haber dejado de pensar, se acostaba en su recámara, cuyas ventanas permanecían cerradas todo el año, se desvestía y se metía en la cama mediante una serie de movimientos especiales que le permitían quedar perfectamente cubierto toda la noche.

Cuando las necesidades urinarias lo hacían despertarse, sin luz, a oscuras, se guiaba con un cordel que había instalado entre su cama y el baño a fin de no tropezar por las noches”. 

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