sábado, 23 de septiembre de 2017

NIETZSCHE Y LAS MUJERES (1)


Así amaba Nietzsche a las mujeres

Los rechazos amorosos le despertaban una descarga agresiva contra el género femenino

Nietzsche fue un tipo enamoradizo que ejerció a lo largo de su vida una misoginia muy singular.

“El hombre ama dos cosas: el peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”.
Este aforismo lo sacó de sus entrañas y lo puso en boca de Zaratustra después de conocer en Roma a Lou Andreas-Salomé y haber recibido de ella la suficiente cosecha de calabazas.

Zaratustra fue el profeta que lanzó la proclama del superhombre, un ejemplar humano que, según la teoría de Nietzsche, debería ser profundamente culto, bello, fuerte, independiente, poderoso, libre, tolerante, a semejanza de un dios epicúreo, capaz de aceptar el universo y la vida como es.

Pues bien, este modelo de superhombre aplicado por Nietzsche a sí mismo, en la vida real babeaba ante cualquier mujer atractiva que se pusiera a su alcance y si era rubia y rica la pedía en matrimonio de forma compulsiva, casi como un reflejo condicionado.

El consiguiente rechazo le despertaba una descarga agresiva contra todo el género femenino.

“Hasta aquí hemos sido muy corteses con las mujeres. Pero, ¡ay!, llegará el día en que para tratar con una mujer habrá primero que pegarle en la boca”.

Y, una vez vomitada la invectiva literaria, el superhombre quedaba tranquilo.

Su padre fue pastor protestante, de quien recibió una educación muy religiosa y que al morir tempranamente de enfermedad mental dejó a su hijo Friedrich, de cuatro años, tal vez inoculado con el germen de la locura.

Durante la infancia y adolescencia del filósofo en Röcken (la actual Alemania), su lugar de nacimiento, estuvo rodeado de un férreo círculo femenino compuesto por la madre Franziska, la hermana Elizabeth, la tía Rosalie y la abuela Erdmunde.

Fue un paisaje familiar agobiante, que le dejó unas secuelas de las que no se recuperaría nunca.

Además de Lou Andreas-Salomé, una galería de mujeres pasó por su vida, unas como amor platónico, otras a través de una relación epistolar erótica, otras bajo la especie de amor maternal, otras como amor imposible y cada una de ellas formaba una ola sucesiva de un solo tormento.

A todas adoraba en la práctica, a todas zahería literariamente y pese a su misoginia, lejos de aborrecerle, ellas se sentían atraídas por su talento y su bondad enloquecida, pero al final siempre terminaban por pararle los pies.

Tampoco él estaba muy seguro de su virilidad.

Por ejemplo, cuando una de sus amigas, Rosalie Nielsen, lo citó en la habitación de un hotel y comenzó a insinuarse Nietzsche tuvo que huir saltando por una ventana.

Nietzsche estudió Teología en el internado de Schulpforta e imbuido de religión se adentró después en la filología griega en las Universidades de Bonn y de Leipzig.

Su cerebro no encontró la forma de asimilar la mezcla explosiva de cristianismo y belleza socrática.

Deslumbrado por los mármoles de una Grecia imaginada, se convirtió al paganismo, que le obligó a gritar a los cielos el aforismo famoso: “¡Dios ha muerto!”.

Convencido de que el Crucificado era el adalid de una religión de esclavos, se abrazó a Apolo, el dios de la línea pura, y a Dionisios, el sátiro de la pasión y la orgía, corrientes contrarias que comenzaron a luchar en el interior de su espíritu.

A la hora de enfrentarse a una mujer, también se debatía entre el ideal de belleza y la convulsión entusiasta.

En este caso siempre ganaba Dionisios, el dios del caramillo y las patas de cabra.


El filósofo se enamoró de Lou Andreas-Salomé, que solo le aceptó como amigo.

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