domingo, 28 de julio de 2013

DE MAESTROS Y DISCÍPULOS.


Entiendo por “discípulo” al que siguiendo a su maestro y lo llama “Don”, luego poníéndose a su lado y le dice “hola, para terminar adelantándolo y diciéndole “adiós y gracias”.
No se me borra de la memoria aquel día, uno de mis últimos días, en el Instituto, en la hora de guardia, persiguiendo a tres alumnos de la E.S.O. que no habían entrado en clase.

         “Maestro, ¿y Ud. de qué es?”

Sólo le respondí (textualmente): “Si yo fuera maestro, ahora tendría discípulos. Lo triste es que he quedado como funcionario y trabajador de la enseñanza y, cada vez más, sólo tengo alumnos, como vosotros”.

Por la cara que pusieron comprendí que no lo habían entendido.

El encuentro de un maestro con discípulos y de un discípulo con maestros es una fuente inagotable de mutua estima de valores, algo insustituible.

No se trata tanto de recordar contenidos de la materia impartida (la “enseñanza manifiesta”) como de la entrega mutua de querer enseñar y querer aprender, de la entrega del maestro a la verdad, del amor al trabajo, cada uno al suyo, enseñar y aprender (“la enseñanza latente”)

Comprobar que uno no iba a la clase a sufrir ni otros estaban en clase aguantando.

La mutua capacidad de paciencia con los defectos y los errores del otro. El estricto sentido de la justicia. La puntualidad y la apenas pérdida de tiempo. El aprovechamiento.

Que el maestro recuerde todo esto, y más, de sus alumnos y sus alumnos todo esto, y más, de su profesor.

Yo sí me he sentido “maestro” en el sentido más profundo del término.

Cuando comencé a notar que dejaba de serlo, me retiré a la cuneta.

Quizá tenga razón mi hija, hoy enseñante: “Papá, tu estuviste en la Edad de Oro de la Enseñanza”

Estoy seguro de que es verdad.

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