miércoles, 20 de noviembre de 2013

EL HOMBRE (y 11). LA EVOLUCIÓN. EPÍTOME.


Tenemos catalogadas 2.000 millones de especies vivas, estimamos que hay 8.000 millones de especies más y suponemos que el 99% de las especies que han vivido en la tierra han desaparecido sin dejar descendencia.

El jardín, desplegado, de la vida ha sido fascinante. Lo que no queda son los últimos restos, aunque entre estos restos estemos nosotros que, desde que nos pusimos de pie, liberamos las manos, creció el índice de cefalización,…. asistimos al espectáculo y tomamos parte activa en él.

Lo más llamativo de este jardín son sus gigantescas ausencias, sobre todo las grandes extinciones en masa, de los trilobites (hace 230 millones de años), de los dinosaurios (hace 65 millones de años, tras haber estado sobre la tierra 145 millones de años) y de los mamuts (hace 3.500 años).

De todos los misterios de la ciencia sin duda el número uno es el origen de la vida, el más importante, el más difícil, y sin posible solución a la vista.

¿Cómo pretender descubrir algo que sucedió, una sola vez, en un pasado extraordinariamente remoto y, además, en circunstancias difícilmente imaginables?

¿Por qué esa tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos, más complejos?

¿Cómo surgió la vida y, tras tantos capítulos intermedios, cómo surgió la conciencia?

Desde el primer momento la vida está constituida por los mismos ladrillos: aminoácidos y nucleótidos, dos compuestos unidos, respectivamente, en larguísimas cadenas de proteínas y de ácidos nucleicos, en los que se almacena información genética y que transmiten a las proteínas, que son las encargadas de las reacciones bioquímicas propias del ser vivo.

Dos compuestos que se coimplican, que no habría uno sin el otro, por lo que la pregunta por cuál de ellos fue primero me recuerda a lo del huevo y la gallina.

En nuestro mundo occidental, por la influencia de la religión cristiana, nombrar el nombre de “Dios” es concebirlo con una Persona omnipotente, omnisciente, omni…todo, principio creador y fin de todas las cosas, que premiará a los buenos y castigará a los malos, cuando llegue el fin del mundo y todos comparezcamos en su presencia.

Pero ¿y si tuviéramos otro concepto, no personal, de “Dios”?. Como lo tenía el filósofo judío Espinosa, y en el que creía A. Einstein?

DEUS sive SUBSTANTIA sive NATURA.

Pan-teísmo: “todo es Dios”, “todo es divino”.

El orden en la naturaleza, la tendencia impresa en cada ser a desarrollarse, desde dentro, como poniendo en práctica la programación innata.

“¿Cómo saben las raíces que han de subir a la luz? // ¿Cómo saben las estaciones que tienen que cambiar de camisa?” – así canta Pablo Neruda.

Programa impreso desde el principio.

Recuerdo a mis alumnos cuando preguntaban si yo “creía” en el alma.

Les respondía que NO creía en ella, porque lo SABÍA, porque no podía estar contestándole si estuviera muerto, si no estuviera vivo, si no fuera un ser animado, si no tuviera alma, porque “alma es principio vital”, “centro de control” que cuando quiero decir “verde” digo “verde” y soy libre para decir otra cosa.

Pero cuando me preguntaban si “creía o sabía” de la inmortalidad del alma tenía que distinguirle entre “alma”, que se constata, al estar vivo, y “espíritu” en el que los creyentes creen que es el inmortal

El alma, como “principio de vida” y como “centro de operaciones”, no necesita de microscopio pero no podríamos utilizarlo si no tuviéramos alma.

Se capta la corriente del río metiéndose en él, no sacándole fotografías desde el puente.

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