jueves, 21 de mayo de 2015

LA MEDICINA (3)



¿Y la creencia en la hechicería?

De mis tiempos infantiles está en mi mente el Catecismo del P. Astete. “El que cree en agüeros o usa de hechicerías o cosas supersticiosas”, como pecado contra el primer mandamiento de la Ley de Dios.

“A la hechicera  no dejarás que viva”  -dice la Biblia (Éxodo XXII, 18), así que tomando la Biblia como guía de conducta fueron miles o millones las víctimas inocentes.
La brujería y la hechicería, en la Edad Media, si eran perversas era porque suponía una alianza con los poderes infernales.
Y es que, no sólo la Divinidad, también Satanás puede hacer milagros, pero mientras aquella ayuda a los hombres buenos, ésta lo hace a los hombres malos.
Ya durante el reinado de Ramsés III fueron juzgados ciertos funcionarios y ciertas mujeres de su harem por hacer una imagen de cera del Faraón y pronunciar hechizos mágicos sobre ella con la intención de causar su muerte.

La brujería comenzó a ser casi totalmente femenina en el siglo XV y, desde entonces, hasta finales del XVII la persecución de las brujas fue seria y se difundió ampliamente.

En 1.584, el Papa Inocencio VIII lanzó una bula contra la brujería, la tristemente célebre “Maleus Maleficarum” (“el martirio de las malhechoras”) y designó a dos inquisidores para castigarla.
Sostenía que la brujería era más natural a las mujeres que a los varones a causa de la “maldad inherente en sus corazones”.
Una de las acusaciones más comunes contra ellas era “causar mal tiempo”
Se redactó una lista de preguntas para las mujeres sospechosas de brujería, las cuales eran torturadas hasta que daban las respuestas deseadas.
Se calcula que sólo en Alemania, entre 1.450 y 1.550 fueron muertas 100.000 brujas, la mayor parte de ellas quemadas.

Ya algunos racionalistas se aventuraron a dudar que las tempestades de granizo, rayos y relámpagos fueran causadas realmente por las maquinaciones de estas mujeres.
Incluso el Rector de la Universidad de Tréveris y Juez del Tribunal del Electorado, después de condenar a innumerables brujas, comenzó a pensar que, quizá, las confesiones se debían al deseo de escapar de la tortura, por lo que no se hallaba muy dispuesto a condenarlas.
Fue, entonces, acusado de haberse vendido a Satanás y sometido a las mismas torturas que él había infligido a las mujeres. Como ellas, confesó su culpa y sería estrangulado, para ser, posteriormente, quemado.

Pero no seamos miopes.
Los protestantes eran tan adictos como los católicos a la persecución de las brujas. Y Escocia superaba a Inglaterra en la tarea.
Jacobo I descubrió la causa de las tempestades que lo habían perseguido en su viaje a Dinamarca: cientos de brujas que se habían echado a la mar. Y fue él al que se le ocurrió el tormento de levantar las uñas de los dedos para clavar alfileres enteros.

El incremento de la cultura iba paralelo al declive de la brujería, pero hasta el siglo XVIII siguieron quemándose brujas.

La creencia en la posibilidad de la magia negra no fue derrotada con/por argumentos racionales, sino por la difusión general de la creencia en el imperio de la ley natural.
La obra de Newton hizo que los hombres creyeran que Dios había creado originalmente la naturaleza y decretado sus leyes naturales de suerte que produjeran los resultados queridos por Él, sin su nueva intervención, excepto en grandes ocasiones.
Los protestantes sostenían que los milagros se produjeron durante el primero y segundo siglo de la Era Cristiana, y luego cesaron.
Y si Dios ya no intervenía milagrosamente, era poco probable que permitiera que lo hiciera Satanás.

Poco a poco dejó de haber viejas brujas montadas en escobas y volando por el cielo como causa de las tempestades.

Pero los relámpagos y los rayos no eran algo natural, sino actos especiales de Dios.

De ahí la oposición a la instalación de pararrayos a los que se les atribuía el terremoto de 1.755, en Massachussets. “Las puntas de hierro inventadas por el sagaz Mr. Franklin”.

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