domingo, 27 de noviembre de 2011

A MI MANERA (4). "LA DESBANDÁ". LA GUERRA CIVIL EN MÁLAGA.



La “DESBANDÁ”. “Crimen en la carretera Málaga-Almería”, de Norman Bethune.
También nosotros tuvimos nuestro Schindler, sin listas, con una furgoneta/ambulancia de “transfusión de sangre”, yendo y viniendo por la Carretera de la muerte.
Con tántas rotondas como tenemos en Málaga, con tánto monumento a cualquier cosa, ¿Cuándo UNA, con un Gran Monumento bifronte: 1).- Una multitud de madres, niños y ancianos, hambrientos, desfallecidos, sin ya lágrimas que llorar, despavoridos, con un porqué solidificado en el alma y con el pánico en sus ojos, corriendo, arrastrándose por la carretera hacia Almería, y 2.- Frente a esa multitud una vieja furgoneta y tres hombres, extranjeros, alargando manos, subiendo cuerpos,…
Y, abajo, una leyenda: “ En recuerdo de Bethune, el Schindler malagueño”. Y no la sencilla plaquita, a la entrada de un túnel.

Eso también es Memoria Histórica.

Imposible una mejor descripción que la que hizo quien la vivió/sufrió en vivo y en directo.

“La evacuación masiva de la población de Málaga comenzó en domingo, día 7.
25.000 tropas alemanas, italianas, requetés y moras entraron en la ciudad el lunes día 8, por la mañana. Tanques, submarinos, barcos de guerra, aviones, todos a la vez, para aplastar a las defensas de la ciudad, mantenidas por un pequeño y heroico grupo de tropas españolas, sin tanques ni aviones que los defendieran. Sin defensas antiaéreas.

Los así llamados “nacionalistas” entraron en lo que prácticamente era una ciudad desierta, del mismo modo que habían hecho en cada pueblo y ciudad asediada en España.
Así que, imagínense a ciento cincuenta mil hombres, mujeres y niños disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad situada a más de cien millas. Hay una única carretera que pueden tomar. No hay ninguna otra manera de escapar. Esta carretera, limítrofe, por un lado, con las altas montañas de Sierra Nevada y, por el otro, con el mar, está construida sobre la ladera de unos acantilados, y sube y baja a más de 500 pies sobre el nivel del mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería, y está a más de 200 kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede caminar, a pie, unos 40 ó 50 kilómetros diarios. El viaje al que estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse les llevará de cinco días y cinco noches de camino, al menos. No encontrarán alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Ellos debían caminar y, a medida que iban andando se tambaleaban y tropezaban, con los pies llenos de rajas y de heridas, de ir por el pedernal de la carretera, los fascistas los bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los barcos de guerra.

Ahora, lo que quiero contarles es lo que yo mismo vi de esta penosa marcha, la más grande y terrible evacuación de una ciudad en los tiempos actuales.
Llegamos a Almería a las cinco del día 10, con un camión refrigerado, cargando de sangre almacenada desde Barcelona.
Nuestra intención era continuar hacia Málaga para poner transfusiones de sangre a los heridos. En Almería, oímos por vez primera que la ciudad había caído y fuimos advertidos de no ir más lejos ya que nadie sabía ahora dónde estaba la línea del frente enemigo, pero todos estaban seguros de que la ciudad de Motril había caído también. Pensamos que era importante continuar y descubrir cómo se desarrollaba la evacuación de los heridos. Salimos por la tarde, a las seis, por la carretera de Málaga y a unas cuantas millas más allá nos encontramos con la cabeza de la lamentable procesión. Aquí estaban los más fuertes con todas sus pertenencias sobre los burros, las mulas y los caballos. Los pasamos, y cuánto más lejos íbamos, aún más penosa a la vista se hacían los espectáculos.
Miles de niños, contamos unos 5.000 de menos de 10 años y, al menos, 1.000 de ellos iban descalzos y, muchos de ellos, cubiertos con una sola prenda.
Éstos iban recolgados de los hombros de sus madres o agarrados a sus manos. Aquí había un padre que iba tambaleándose con dos niños, uno de un año y el otro de dos, sobre sus espaldas, además de estar colgando cazos y sartenes, junto con alguna valorada pertenencia.
El incesante torrente de gente llegó a ser tan denso que apenas podíamos forzar el coche entre medio.
A 88 kilómetros de Almería nos suplicaron que no fuésemos más lejos, ya que los fascistas estaban justo detrás.
Por entonces habíamos pasado al lado de tantas mujeres y niños afligidos que pensamos que lo mejor era volver y comenzar a poner a salvo los peores casos.
Era difícil elegir cuáles llevarse. Nuestro coche era asediado por una multitud de madres frenéticas y padres que, con los brazos extendidos, sujetaban hacia nosotros sus hijos. Tenían los ojos y la cara hinchada y congestionada, tras cuatro días bajo el sol y el polvo.
“Llévense a éste”, “miren este niño”, “éste está herido”. Los niños envueltos de brazos y piernas con harapos ensangrentados, sin zapatos, con los pies hinchados, aumentados dos veces su tamaño, lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento.
Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense cuatro días y cuatro noches, escondiéndose de día entre las colinas ya que los bárbaros fascistas los perseguían con aviones, caminaban de noche agrupados en un sólido torrente, hombres, mujeres, niños, mulos, burros, cabras, gritando los nombres de sus familiares desaparecidos, perdidos entre la multitud.
¿Cómo podíamos elegir entre llevarnos a un niño muriéndose de disentería o entre una madre que nos contemplaba silenciosamente, con los ojos hundidos, llevando contra su pecho a un niño nacido en la carretera, hacía dos días?.
Ella se había parado de caminar durante diez horas, solamente.
Aquí había una mujer de sesenta años incapaz de seguir arrastrándose para dar un paso más, sus gigantescas piernas hinchadas con úlceras y varices sangrando dentro de sus rotas sandalias de trapo.
Muchas ancianas abandonaban, simplemente, esta lucha, se tendían a los lados de la carretera y esperaban la muerte.
Decidimos llevarnos, primero, a los niños y a las madres pero, luego, la separación entre padre e hijo, marido y mujer, se hizo demasiado cruel para poder soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias con mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios, de los que había centenares, sin padres.
Llevábamos a treinta o cuarenta personas en cada viaje, durante tres días sucesivos, a Almería, al Hospital del Socorro Rojo Internacional, donde recibían cuidados médicos, comida y ropa.
La inagotable devoción de Hazen Sise (también fotógrafo) y de Thomas Worsley, conductores del camión, salvó muchas vidas.
Se alternaban para conducir día y noche, ida y vuelta, durmiendo en medio de la carretera entre viaje y viaje, sin comida, excepto pan seco y naranjas.

¡Y, en la cuneta, esa madre, rendida, con la mirada perdida, queriéndole dar la teta a su hijo, muerto, sostenido entre sus brazos¡

Y ahora viene la barbarie final. No contentos con bombardear y ametrallas a esta procesión de campesinos indefensos, a lo largo de esta larga carretera, en la tarde del día 12, cuando el pequeño puerto de Almería estaba repleto de refugiados, habiendo aumentado en población el doble, cuando unas cuarenta mil personas, exhaustas, alcanzaron un puerto de lo que ellos pensaban que era seguridad, fuimos masivamente bombardeados por aviones fascistas alemanes e italianos.
La sirena dio la alarma treinta segundos antes de que cayera la primera bomba.
Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por alcanzar los barcos de guerra del Gobierno, que estaban en el puerto, ni por bombardear las barricadas.
Éstos lanzaron, deliberadamente, diez grandes bombas en el centro mismo de la ciudad, donde, en la calle principal, dormían apiñados sobre la calzada, de tal forma que apenas si podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados.
Después de que hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres niños muertos, de la calzada, justo enfrente del Comité Provincial para la Evacuación de refugiados, donde habían estado esperando en una larga cola a que les dieran una taza de leche y un puñado de pan seco, era el único alimento que algunos tomaban durante días.
La calle parecía una verdadera carnicería, llena de muertos y de moribundos, alumbrada solamente por el resplandor anaranjado de los edificios en llamas.
En la oscuridad, los lamentos de los niños heridos, los chillidos de las madres agonizantes, las maldiciones de los hombres, iban elevándose en un solo grito masivo, alcanzando un tono de intolerable intensidad.
Uno mismo sentía su cuerpo tan pesado como el de los muertos, pero vacío y hueco, y uno sentía su cerebro arder con una intensa luz de odio.
Aquella noche fueron asesinadas cincuenta personas, de entre la población civil, y unas cincuenta más fueron heridas. Hubo dos soldados muertos

Ahora bien, ¿cuál era el crimen que esta indefensa población civil había cometido para ser asesinados de este modo tan sangriento?.
Su único crimen era que habían votado para elegir un Gobierno de personas encargadas de la más moderada mitigación de la abrumadora carga de siglos de codicia capitalista.
La cuestión había sido ya abordada. ¿Por qué no se habían quedado en Málaga esperando la entrada de los fascistas?. Porque sabían lo que les pasaría. Sabían lo que iba a ocurrirles a sus hombres y mujeres, lo mismo que les había pasado a tantos otros en las demás ciudades apresadas.
Todo varón, entre 15 y 60 años, que no pudiera demostrar que no había sido forzado a ayudar al Gobierno, sería, inmediatamente, fusilado.
Y es el conocimiento de todos estos hechos lo que concentró a dos tercios de toda la población española en una cuarta parte del país y lo que aún sostuvo la República”

Si todo lo anterior hubiera sido escrito por un novelista, alabaríamos la maestría en describir la situación de una riada de personas huyendo por una carretera.
Lo triste es que es la descripción de un voluntario filántropo, Norman Bethune, que lo vivió/lo sufrió en vivo y en directo y nada hay, en ella, de imaginario.

La “Desbandá” es un acontecimiento que, siendo de una crueldad extrema, muy poca gente fuera de Málaga conoce. Me atrevería a afirmar que ni entre muchos malagueños es conocida la tragedia vivida por los que huían hacia Almería, por la carretera de la costa, LA CARRETERA DE LA MUERTE.

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